Actualizado: 23/04/2024 20:43
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LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a José López Rodríguez (II)

El muerto al hoyo y el vivo a lo que den por la cuota: Para matarse siempre hay tiempo, y si no lo hace la familia, el gobierno arrempuja.

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Potajista y soguístico José López Rodríguez, alias Pote, dos:

Cuando uno se suicida pueden pasar muchas cosas, pero en un alto porcentaje la gente se muere. No es usual que un cadáver siga dando quehacer, a menos que sea un cadáver político, que esos suelen durar mucho. La mayoría de los ahorcados no sobrevive para experimentar otra manera de quitarse la vida, porque con la asfixia no se juega. Al menos que el ahorcamiento sea una chapucería, que no fue su caso. Aquella Habana de marzo de 1921 amaneció sobresaltada con la noticia de que su aplicación de la ley de Newton le había salido redonda.

La gente suele matarse cuando ya no espera nada de la vida. Esto pudiera parecer una verdad de Perogrullo, pero es real y levemente pisiquiátrica. Esa es la versión de los suicidas. Una versión difícil de comprobar por segunda vez, pues al haber brincado ya al otro lado, estar fríos y tiesos, es imposible rehacer el test. Uno siempre tiene algo que esperar. Una carta, una suegra, una mala noticia, o los muñequitos del domingo. Por regla general, algo se nos queda a medio hacer, sea un muro o un crucigrama.

Creo que los que se privan de la existencia se asustan un poco, y se les agolpan las penas de modo contrario a Sindo Garay, y deciden que la tafia es el mejor remedio. En los serios estudios realizados sobre ese campo —casi camposanto— se ha hallado que el 99 por ciento de los difuntos estaban más pelados que un gajo de guayaba. Iban por este mundo sin amor ni condecoraciones, y la inmensa mayoría dejó alguna nota.

Dejar la nota no es síntoma de suicidio. Yo mismo, hace seis años la dejé, y estoy más vitral que nunca. ¿O será que dejé tantas notas que Dios se confundió y me negó soga, bala y pastillas? Pocos han legado, sin embargo, un grito de guerra tan escalofriante, definitorio y rotundo como la nota oral que usted dejó ante la crisis esa del año veinte, que en inglés científico se llamó crack —para que luego no digan que el crack es malo—.

Con el temor de volverse pobre repentinamente, y antes de guindarse de una soga de a peso —tenía fama de tacaño— dejó en el aire esta advertencia personal que era protesta ante los malos tiempos que se avecinaban: "El zapato de vaqueta se lo mete un toro".

Permítame detenerme en este aspecto. Al menos me detengo yo y no le doy gusto a la policía, aunque ellos tienen más experiencia. Pocas frases de despedida han quedado flotando sobre la conciencia de quienes siguen vivos, como esa salida de escena premonitoria suya. Hago breve balance y me vienen, danzando espectrales y expectorantes, cosas como:

"Detrás de mí, el diluvio", "No pasarán", "¿Quién apagó la luz?", "No prendan fósforos junto al muerto", "¿Así que te llamas Jack?", "Sóngoro cosongo de mamey", "María, era jugando", "Apurrúñenme, mujeres" y "En el 56 seremos libres o seremos mártires", que al final resultó una falacia o una bravuconería con graves problemas de redacción al conjugar los verbos.

La historia demostró que el único libre después del 56 fue quien lo dijo, y el resto, englobado en aquel "seremos", ha cumplido con creces. Y cuando digo con creces, me refiero a otro lema post mórtem lanzado por la industria azucarera: "Azúcar para crecer". Así que el resto de los seremos ha sido mártir sin azúcar para creces.

Ahora mismo le confieso que lo del 56 y el seremos libres me ha vuelto a confundir. ¿Habrá dicho que solamente iban a ser libres 56? ¿O era tal vez una alusión musical, para que luego, cuando el Dicharachero agarrara el tábano por las hojas, uno cantara: "Señor Seremos, ¿por qué me manda a dormir? Con tanta gente en la calle, ¿por qué me manda a dormir?". Bueno, ya no hay remedio. Volvamos a su grito de despedida, que a mí me asaltan los meandros. Mentales. Son como un problema de mi próstata cerebral y me voy por la candente, siempre meandro.


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