Actualizado: 17/05/2024 1:04
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LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a José López Rodríguez (II)

El muerto al hoyo y el vivo a lo que den por la cuota: Para matarse siempre hay tiempo, y si no lo hace la familia, el gobierno arrempuja.

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Lo que hizo de su muerte un caso extraño en nuestros anales patrios —qué cosas tengo hoy con mi lenguaje: "anales", "meandros", "patrios"; como si me divirtiera meandro anales en los patrios—, además de la profecía oral de despedida, fue el darse muerte dejando millones. Sólo hay otro caso comparable, esta vez con arma de fuego: Osvaldo Dorticós Torrado. Dejó millones. Millones de cubanos que se preguntaron siempre cuál era su contenido de trabajo como Presidente de Cubita, cuando todos sabían que su contrato era de postal. Le llamaron, por esa causa, "Cucharita", pues ni cortaba ni pinchaba. Y ahí caímos en la parte sabrosa de los apodos, que yo parezco de Apodaca.

Algún cubano simpático le bautizó a usted Pote, por su afición —parece que desmesurada— a los potajes. La historia no registra la cantidad de potes de potajes que ingería para tener calorías y neuronas. Nadie dice si era su apetito desmesurado, si le vino desde la adolescencia o era algún trastorno digestivo que calmaban los granos. Lo normal es que la gente pierda un poco el apetito si hay abundante repetición de granos. Pienso en un conocido mío, pero los granos de que hablo los tenía en la cara y no le nutrían.

Con ese familiar remoquete —Pote es un mote. Podían haberle dicho también guajolote, para seguir la rima— se movía usted por las altas esferas, sin adivinar que su vida pendería, no ya de un hilo, sino de vulgar y basta cabuya. Para denigrar su ejemplar gestión en esa Cuba de ayer —hay gente a quienes parece molestarles que los demás hagan dinero. Son los mismos que siempre te piden veinte pesos prestados—, llegaron a decir que entraba usted a la oficina de los Presidentes como Pedro por su casa, en mangas de camisa y con un desparpajo extraño en un ser no nativo. No digo yo. Cuando uno se ha sonado en Cuba un potaje de garbanzos hirvientes a las dos de la tarde, se quita hasta los calzoncillos aunque esté delante el Santo Padre. Potaje y vestimenta como que no van demasiado aparejados.

Nada. Que era usted así, a pesar de ser gallego. Tal vez ahí radicara el secreto de su fortuna: vivir con sobriedad y alegría. Gozar la modesta existencia sin desextencializar a los demás, suavemente, bajo el sol retozón de esa isla que se iba convirtiendo en Nación —luego vino otro pichón de gallego para convertir aquello en atolón—. El trópico y el azúcar. Mangas de camisa y patas encima de las mesas de caoba. Que el jiquí lo hizo Dios para que nos sirviera, y el ébano para gozar —con todas las variantes posibles—.

Sin embargo, le critican hasta esa frugalidad, llamándola gazmoñería. Todos afirman que era un rácana, que caminaba con los codos, porque teniendo hermosísima mansión en El Vedado, vivía con su familia en una cueva de La Habana Vieja, con tal de alquilarle el inmueble al cónsul japonés. No entienden su humildad, su conformarse con un tazón de fervoroso potaje.

Tenía usted la levedad del Judío Errante. Cuarenta años más tarde llegaría el Jodío Errante, llamado así por su tendencia al fao, al error constante, a su naturalidad para el yerro. Ha de ser también por aquello de "el que a yerro mata, a yerro muere". Usted se libró de él, y de su maravillosa capacidad para no sólo poner otras vacas —reales— flacas, sino desaparecerlas. El crack del veinte fue un catarro comparado con esta epidemia.

Usted se colgó sin ayuda de nadie, y ya, a mecerse con la última brisa. Los demás siguieron viviendo, gozando, saqueando el patrimonio, interrumpiendo el matrimonio, y pensando que el país era el ombligo del mundo. Su palacete desapareció debajo del edificio López Serrano, y el reparto Miramar ha tenido múltiples dueños.

Ya ve, el muerto al hoyo y el vivo a lo que den por la cuota. Las calles florecieron y más tarde tienen tendencia a convertirse en los caminos de tierra que fueron en su origen. Y del potaje, quién se acuerda. Es por eso que yo desaconsejo a quienes quieren colgarse de cualquier soga. Para matarse siempre hay tiempo. Y si no lo hace la familia, el gobierno arrempuja.

Lo que más me jeringa es que todos le olvidamos. A nadie se le ocurrió poner su nombre a un renglón económico ni a un racimo de plátanos. Y eso que los dos cuelgan, imitándole.

Muy de casa del badajo,
Ramón


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