Actualizado: 23/04/2024 20:43
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La columna de Ramón

Carta a Manuel Fernández Supervielle

Si usted promete agua a una ciudad, no se le ocurra construir un acueducto: ponga a disposición de la plebe un centenar de pipas.

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He visto ayer una exposición de grabados de Rembrandt. Pequeños, certeros, minuciosos, con un manejo magistral de luces y sombras, y una economía de recursos impresionante. Mi cerebro putrefacto se disparó. Me he preguntado cómo pudo este holandés de gorda nariz dejarnos esas imágenes deslumbrantes, trabajando a la luz de una vela, sin imaginar siquiera que podía pintar mejor con un grupo electrógeno. A pesar de todo, a golpe de punta seca, tuve ante mis picarones ojos una galería de rostros inolvidables. Le supo sacar a cada cual los destellos secretos del alma.

Un grabado se me quedó grabado: El cerdo. Un magnífico ejemplar de cerdo muerto, crudo aún, tendido sobre la tierra. Lo realizó en 1643. Un puerco cazado tal vez para un casorio. ¡Qué expresión! ¡Qué delicadas maneras de parecer vivo, en reposo, con las patas traseras todavía atadas!

Era la misma expresión de satisfecha laxitud que he vuelto a ver en el canciller Pérez Roque —el Rocoso— hace unos días. Idénticas circunstancias, salvando el detalle de que el ejemplar grabado por Rembrandt vivió —si a eso se le llama vivir— hace tres siglos; y de que toda aquella carne apetitosa reposaba sobre suelo holandés: ancas atadas, mondonguito inane. Patica y mondonguito. Y unos ojos sin luz, como de encefalograma plano.

Y luego dicen que el arte nada tiene que ver con la política. El puerco de Pérez Roque, perdón, de Rembrandt, reflejaba ya, en 1643, una actitud postmoderna, una expresividad de siglo XXI, una explicitud casi ideológica que me hizo pensar en la vocación política, o la disposición de esos seres que quieren dedicarse a la política como modus vivendis. La vocación política de aquel cerdo me hizo la voca agua. Dos cerdos. Ambos fabricados sobre una herida placa de metal. Uno eterno, que acabo de ver, y el otro, solamente perdurable por la satisfecha expresión que da el poder. El poder de la palabra ajena. La política, bah, la política. La bien pagá.

¿Y usted se preguntará qué demonios tiene todo esto que ver con su nombre y su vida? Más allá de alguna que otra reflexión mía, envenenada y personal, sobre la política, y de que posiblemente ingirió algunas toneladas de cerdos felices, nada. ¿O sí? No sé si a esta altura fue usted un político, un místico al servicio de algo o un servidor público —esa especie extinguida— lisa y llanamente.

La mente humana es extraña. Es inexplicable. Intrincable y humana. Hace unas asociaciones clandestinas que ningún poder puede prohibir y ninguna policía perseguir. He ahí la enigmática fórmula que me llevó a recordarle: un cerdo, otro cerdo ligeramente humano, el arte de la política y una ciudad. Ya está: usted fue alcalde de La Habana, que ha logrado tener el aroma inexpugnable de la peste porcina, mire por dónde iba yo.

Lo pongo aquí alto y claro: usted ejerció como alcalde capitalino —¿alcalino?— del 10 de septiembre de 1946 al 4 de mayo de 1947. Se pegó un tiro en el corazón por falta de agua, es decir, por no cumplir su promesa de abastecer de agua a la ciudad. Lo acosaban, lo hostilizaban, lo perseguían, se mofaban, lo presionaban. Y ya se sabe cómo era el cubano de la época ejerciendo uno de los más elementales derechos de la libertad de expresión: la burlita.


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