Actualizado: 25/04/2024 19:17
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La columna de Ramón

Carta a Manuel Fernández Supervielle

Si usted promete agua a una ciudad, no se le ocurra construir un acueducto: ponga a disposición de la plebe un centenar de pipas.

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De un centenar de niños estudiados, novecientos setenta y ocho se dejaban mangar la merienda con promesas, o la compartían creyendo que era un deber moral. Cuatro eran soñadores e inapetentes, candidatos a la poesía y la prisión, y el resto poseía el suficiente talento para ser genuinos hijos de puta bajo una máscara impenetrable de nobleza.

Pero su época no estaba hecha para su persona. La integridad se pierde. Navegó entre dos grandes corrientes, que no eran precisamente de agua. La conservadora y la liberal —magníficamente analizada en el filme Liberal a Willy, la historia de un pro yanqui—. Los liberales son conservadores que quieren que no ganen los conservadores. Y entre estos hay dos grupos: conservadores y conversadores

Los conversadores casi siempre terminan prometiendo liberal a la nación de algún mal que ellos mismos se encargarán de ampliar si agarran la batuta. Aparentar preocupación por los demás y padecer de una labia imparable, termina en prócer, o en dictador si se dura mucho. Se asume la historia como creación personal y se raciona la alegría. Ya lo pintó Francisco Goya en aquella serie titulada: El sueño de la ración pare monstruos.

Usted no era, realmente, un ejemplar de esa especie. Sospecho que lo mandaron al cadalso político. No lo defenestraron, pero le abrieron la ventana y le pulieron el piso. Y tuvo sentidas carencias en sus recursos oratorios, además de demostrar un profundo desconocimiento del cubano en sí y del habanero en no. Tampoco tuvo a mano el irrebatible pretexto del criminal bloqueo norteamericano, ni del terrorismo internacional que boicoteaba sus proyectos de enjuagar La Habana. No pudo denunciar a potencias extranjeras, ni a solapados traidores ideológicos. Ya ve, no le dio agua ni al dominó.

Si usted promete agua a una ciudad, no se le ocurra jamás construir un acueducto: meta preso al director del que ya se usaba, y ponga a disposición de la plebe un centenar de pipas de agua o burros con latones. Garantice alguna para el cuerpo de bomberos, y si la derrochan, que apaguen el fuego soplando.

El golpe maestro sería utilizar la mitad de las pipas para repartir cerveza a granel, con lo que todo el mundo estará contento, no importa que haya un genio que mezcle en idénticas proporciones los dos líquidos. Eso ya no está en sus manos. Y si en verdad puede construirlo, con donaciones extranjeras, publicite el hecho a biombo y platino. Diga que es la obra más grande jamás emprendida, aunque luego solamente salga un chorrito para que los vecinos de Arroyo Apolo puedan afeitarse por turnos. Eso es política a lo grande, y lo demás es suicidio.

Pienso de nuevo en aquel grabado de Rembrandt, el plácido cerdo muerto un domingo, y la expresión ecográfica o de gráfico eco, que tiene Pérez Roque en las tribunas cuando tributa. El segundo cerdo solamente repite las ideas del lobo, y se queda tan marrano, sin pensar en suicidarse. Por supuesto que no promete agua, sino ese líquido impalpable que llaman ahora dignidad y socialismo, aceite y vinagre en el frasco de la ensalada. Esos discursos inflamados y erráticos nos dejan como grabados del genial holandés: con la punta seca.

Muy apolítico y diversionado,

Ramón


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