Actualizado: 23/04/2024 20:43
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La columna de Ramón

Carta a Manuel Fernández Supervielle

Si usted promete agua a una ciudad, no se le ocurra construir un acueducto: ponga a disposición de la plebe un centenar de pipas.

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Claro que toda la culpa la tuvo usted, por hacer tamaña promesa. Todo por falta de cálculo, por brindar quizá un imposible. Las quimeras se pagan caro. La Habana sigue sin agua y usted se ha perdido hasta las películas de Sara Montiel que continúan poniendo como estrenos.

Construir un nuevo acueducto fue la base de su campaña electoral. La Habana crecía de manera natural, sin invasiones bárbaras, y proliferaban los carritos de granizado, así que el problema del agua era una necesidad auténticamente acuática. Casi podría decirse que el problema del agua era un problema.

El cubano, derrochador por naturaleza, osaba bañarse hasta dos veces diarias, y todos los 31 de diciembre lanzaba cubos a la calle. Ninguno de sus predecesores tuvo la brillante idea de represar el líquido elemento en esos útiles baches que ahora han instalado en cada esquina. Hizo mal los cálculos del presupuesto con que contaba su Ayuntamiento. Cometió otro error: pensó que el presidente Grau era su yunta.

Error tras error, lo llevaron al Flynn. Un Error Flynn, por aventurarse a realizar lo que nadie hizo en cuarenta años de alegría republicana. Y eso que se le daban bien los números a pesar de su demostrada honestidad. Para eso había sido ministro de Hacienda y realizado una profunda, seria y científica reforma tributaria. Una reforma tributaria es organizar bien los atributos para que se tributen bien, y no se derrochen en gastos de tribuna. He ahí el meollo que lleva al arroz con pollo. Si uno administra bien, por mucho que roben los demás, siempre quedan doblones en las arcas.

Le perdió su honestidad política. Era usted un hombre hecho a sí mismo, pajita a pajita, vértebra a vértebra, neurona a neurona. Se pagó los estudios trabajando en un comercio, sin que hubiera faltantes a su paso, y luego entró en el circo de eso que suelen llamar la política, que es la parte cómica de los hombres públicos, o tal vez la sección impúdica de algunos cómicos. Erró también en los inicios. Su voluntad de servir no ligaba con los imprescindibles tejemanejes, ocultaciones y tabarras hipnóticas que ha de tener cualquier político en su arsenal.

No de balde la política es, en el fondo, el arte de pactar a tiempo con cualquiera y dondequiera, sin enseñar los calzoncillos, sin que se vean parches o hilvanes; sin que la lupa pública hurgue la zona raída del traje. Es decir algo en que no cree, de manera que los demás se lo crean y le crean. Así crea algo: la confusión.

Un reciente estudio pedagógico ha demostrado que los niños que demuestran ser más listos a la hora de la merienda, que tienen un avanzado dominio del lenguaje, apetito desmesurado y control facial, son candidatos a líderes. Y cuando se es un líder, se quiere demostrar su habilidad con los intereses públicos, bien disfrazados de ideales o aspiraciones de la masa.