Actualizado: 25/04/2024 19:17
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La Columna de Ramón

Carta a Pedro Antonio Santacilia Palacio

Aunque Santacilia y Lafargue fueron pioneros, la exportación de yernos en Cuba no alcanzaría su esplendor hasta bien entrado el siglo XX.

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Años más tarde, tras una espectacular fuga de Gibraltar, llegó a Norteamérica. Ya había rodado lo que consideró suficiente por Sevilla, Córdova, y Granada. De manera que le dio por completar el mapa, y apareció por Baltimore, Nueva Orleáns y Nueva York, no al unísono, por supuesto, sino con la tina de Paula, que es como se le llama al paso del tiempo en los espacios.

Y en uno de esos espacios, precisamente junto al Mississippi, conoció a quien iba a darle contrato de yerno: el Benemérito Juárez. He de hacer aquí una precisión lingüística. El apellido Juárez es el mismo apellido Suárez, pero soplando con la nariz, expeliendo el aire como un colombiano eufórico, o como un fañoso que se esmera en la pronunciación.

No dudo de la atractiva personalidad del Benemérito. Era un hombre recio, hecho a sí mismo, decidido a traspasar limitaciones de raza o tamaño, y con un sueño en la mira —o una mira en el sueño— que en la mayoría de los casos se convierte en obstinación u obsesión peligrosa: construir un nuevo México.

Teniendo en cuenta que ya Nuevo México había sido construido y anexado por USA, no entiendo mucho ese propósito de Don Benito. Eso puede explicar su admiración y la creciente amistad que les fue uniendo. Lo que sí nadie ha podido hacerme potable es que se casara más tarde con la mayor de sus hijas. Empezando porque nunca me enteré cuán mayor era.

Si uno analiza con seriedad y optometría el estalaje del Benemérito, y traslada luego esa posible herencia genética a sus vástagos y vástagas, no hay mucho para entusiasmar, abrir apetitos sensuales o alebrestar las glándulas del ñakañaka.

Tal vez Manuela, su esposa juarezca, era una excepción, o estaba en ese minuto deslumbrante que suelen tener ciertas damas antes de desbarrancarse hacia la denominación de gargajo. No lo sé. Pero en mirando el modelo sobre el que fuera construida, me daba dos opciones: o usted le metía al mezcal en la misma costura, o padecía una de esas secretas deformaciones freudianas que le hacía complacerse abrazando a Toro Sentado en las noches.

No lo juzgo. Era simple curiosidad insana. A fin de cuentas usted era un poeta que jamás regresaría a aquel terruño cuya ausencia le causaba metafóricos y metafísicos acervos dolores. Tal vez vio el filón de nacionalizarse en otro territorio e idiosincrasia, y ya se sabe que la legalidad es importantísima.

Quizá le ganó el rastrero interés de que su señor suegro viajaba. Porque, he de exponerlo, Don Benito Juárez, lo que se dice viajar viajar en el término cubano, no viajó, pero el kilometraje acumulado encima de un carromato, fue enorme. Es posible que en aquella época usted considerara que trashumar por territorio nacional era lo que ahora cualquier criollo llama, alegre y agradecido, un fasten. Aunque la pacotilla coleccionada sea de facturación nacional.

Allá quedóse, en México. Allí pudo tirarle salvadores cabos a Juan Clemente Zenea y más tarde a nuestro Martí, que andaba ya despejándose la frente para morirse de cara al sol. Y cuando su suegro alcanzó la presidencia, ejerció, más que de yerno, de secretario personal. Y fue hasta diputado en siete ocasiones. En esa nación dejó usted su impronta. Aunque, ya sabe, deformaciones mentales mías, hubiera sido preferible una imprenta.

Más siciliano que santo,

Ramón que sigue esperanto.


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