Actualizado: 23/04/2024 20:43
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La Columna de Ramón

Carta a Ruy de Lugo Viña

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Usted ni parecía dominicano, ni lo era, a pesar de haber nacido en Santo Domingo, pueblecillo merenguero situado en Las Villas, si es que cabe el término de pueblo situado. Conozco otros, en la misma provincia, que han estado sitiados, pero no es mi intención hacer de su cuna un problema semántica y mucho menos geográfico. Yo, en geografía, solamente me he quedado con orientaciones fundamentales, como a ojo de buen cubero, y entiendo lo elemental: pallá y pacá.

Pero volvamos al orden. Decía que su nacimiento ocurrió —tampoco estoy seguro de que los nacimientos ocurran, pero no se me ocurre otra alternativa— en el poblado de Santo Domingo, en la zona central de la Isla, un 23 de septiembre de 1888. Cuando uno nace así, en una provincia intermedia, se crece con la sensación de que tanto los de allá como los de acá le están pasando a uno por encima, y eso va fermentando la gran idea de la Intermunicipalidad Universal, que le valió muchos honores más tarde, aunque nadie la entendiera a derechas.

Basta que en Cuba uno tenga una idea, un pensamiento o una mirada ligeramente profunda para que le hagan caso, lo elijan para un montón de cosas y se cobre fama —al menos se cobra algo— de personaje interesante. Creo que los únicos que asimilaron su teoría a fondo fueron mis coterráneos, los orientales, que metieron la pata en el acelerador y no pararon hasta la ubre capitalina, para arrimar el bembo a la leche, aunque ya venía solamente en polvo.

Como era usted niño, sus padres lo enviaron a Cienfuegos, La Perla del Sur. No tengo constancia de que haya sido una costumbre de la época, pero apruebo calurosamente esa idea paterna de sacarlo de aquel caserío antes de que no tuviera más alternativas que darle vueltas al parque y emborracharse en la bodega más cercana. Si todos los padres fueran como los suyos, y mandaran a sus hijos a Cienfuegos en la edad más tierna, el crecimiento poblacional de aquella ciudad sería impresionante. Sus progenitores se vieron recompensados. Estudió en los mejores colegios y terminó graduándose de maestro, que es una cosa que tampoco entiendo con claridad.

Si yo gastara mi presupuesto en lustrar a mi vástago, y a pesar de todos los esfuerzos y el dinero invertidos me sale solamente maestro, creo que me deprimiría. Mas no me haga mucho caso. Yo también fui maestro una vez, y la relación de mi padre con el siquiatra concluyó en sólida amistad. Juzgo la profesión a la luz de estos años, donde cualquier Juan de los Palotes levanta un titulito similar con sólo portarse bien con el gobierno y aprenderse de memoria la versión oficial de las cosas, cosa que le hace ahorrar al mismo gobierno una gruesa suma en moneda libremente convertible que hubiera gastado en grabadoras Sanyo.

No olvide que igualmente tuve maestros, y a pesar de ellos he logrado ser lo que soy, que no es mucho, ni es casi nada. Al menos soy algo, algo así, una especie de algo, y mi objetivo en la vida es llegar a averiguar qué tipo de algo soy en realidad. Eso reconforta.

Usted, sin embargo, fue un maestro inquieto y joven. Hay una abrumadora mayoría de maestros similares, es decir, que han sido jóvenes, pero en su caso le vino a salvar la inquietud, que un día descubrió era una inquietud literaria, es decir, de las peores. Como la vida en provincias es lenta y sin muchos estímulos, pronto formó parte de la membresía del Liceo de Cienfuegos. Hay personas que se pasan toda la vida en esa institución, como atrapados por la membresía, que se convierte en una membrana muy similar al membrillo.

Parece que no le complació totalmente la programación del Liceo cienfueguero y un buen día arrancó a viajar —ya cocía aquella idea de la Intermunicipalidad Internacional— y no paró hasta la Argentina, que entonces era un buen lugar para hacerse periodista sin que lo acosaran por haber pertenecido a la membresía de un Liceo.

Allí fundó una revista y de paso, se estrenó como refinado dramaturgo, haciendo sufrir al sufrido espectador bonaerense con piezas como El atentado de Nur, La presa del tigre y Romance colonial, obras que me he perdido lamentablemente. Le pido disculpas por no haber podido estar en Buenos Aires en el momento en que las estrenó. Era 1912, y ahora no me acuerdo muy bien por dónde iban mis huesos en aquellos gloriosos momentos suyos.


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