¡Esta es mi casa, Fidel!
Un decreto que da término, o al menos un buen respiro, al contrapunteo de lo privado y lo público en la regulación de un tema tan sensible como lo es el inmobiliario
Muchas veces he alertado de no incurrir en la tributación gratuita de aplausos antes de que los cirqueros de La Habana hagan su maroma lo cual parece ser una tozuda mala práctica de nuestros tecnócratas, siempre confundiendo deseos con realidad.
Pero ahora creo que vale la pena aplaudir, porque la maroma —el decreto 288 que autoriza la compraventa de viviendas entre particulares— es un paso positivo y sustancial. Filosóficamente no es gran cosa, pues eso de permitir a la gente que venda lo que es técnicamente suyo, suena a redundancia enigmática, como aquello de dejar que la gente adquiera un celular o compre una computadora. Pero ya es tiempo de que nos acostumbremos a la idea de que la patria es en muchos sentidos única, no por excepcional (como gustan argumentar nuestros académicos cuando no pueden explicar algo), sino por ofuscada. Y por eso el decreto ha traído tantos aplausos, vítores y predicciones optimistas: abre una ventana entre mucho humo acumulado.
Yo no soy tan optimista, pero aun así aplaudo. Creo que todo lo que en la actualidad permita a la gente en Cuba ser más libre, menos controlada, más capacitada para manejar variables de sus vidas cotidianas, es positivo. Aun cuando se trate de acciones fragmentadas, que como veremos generan otra cantidad de sufrimientos y frustraciones entre aquellos que nuestros tecnócratas llaman compasivamente “los perdedores”. Pero son acciones inevitables en el desmontaje de ese sistema arcaico que algunos críticos izquierdistas llaman Capitalismo de Estado (para diferenciarlo del socialismo) y yo prefiero referenciarlo al faraónico Modo de Producción Asiático, simplemente para respetar —como Marx hizo en su tiempo— al capitalismo.
Este decreto no es ninguna sorpresa. Matices más o menos, se inscribe en la lógica que ha estado siguiendo la actualización del General/Presidente y que da término —o al menos un buen respiro— al contrapunteo de lo privado y lo público en la regulación de un tema tan sensible como lo es el inmobiliario. Traspasa el asunto al ámbito privado/mercantil y ofrece a “los ganadores” (me fascina la jerga neoliberal de nuestros tecnócratas) la oportunidad de ingresar a buenas casas de los mejores barrios de la capital. Es decir, un mercado para consumir y realizar sus cuantiosas ganancias, como antes lo hizo con respecto a los hoteles, los teléfonos celulares, los automóviles; y con seguridad lo va a seguir haciendo con el derecho a turistear, la próxima medida relevante de la actualización raulista.
Pero los bienes inmuebles son mercancías muy peculiares. Dado que mezclan sus valores de usos con los valores de cambio, son muy caprichosos. Y entre sus caprichos está la fascinante cualidad que tienen eventualmente de apreciarse según son consumidos. Por consiguiente, lo que se ofrece a la protoburguesía cubana es un terreno virgen para la inversión y la acumulación, para convertir los tesoros en capitales y de paso para incorporar al tándem mercantil a un sector de corredores de inmuebles que han acumulado inmensas fortunas vendiendo a la población tres cosas que la población ha carecido sistemáticamente: información, acceso a los que toman decisiones y libertad para decidir sobre sus propiedades.
Hipotéticamente pudiéramos decir que esta apertura del campo inmobiliario será el laboratorio social por excelencia para la reconstitución, consolidación y maduración de un sector de la nueva burguesía cubana que hasta el momento había estado signada por el estigma de la ilegalidad. Que incluso tenderá a reconquistar viejos barrios de abolengo —Miramar, Nuevo Vedado, Kholy— donde convivirá con los sectores burgueses emergentes desde el Estado y compartirá su nuevo hábitus clasista.
Pero nunca podría omitirse el efecto devastador que todo esto pudiera tener en los sectores populares.
Hay un dato cierto: la única riqueza que posee la mayoría de las familias cubanas es su casa. Durante décadas, aunque eran propietarios formalmente, no podían venderlas, sino solo trocarlas tal y como corresponde a una sociedad mercantil simple. El decreto 288 les da la oportunidad de venderlas, lo cual debe producir un reajuste de espacios que solo eventualmente se correspondería con las necesidades, y en lo fundamental se corresponderá con el dinero. Y, esta es la versión alegre del asunto, la circulación entre la población de más dinero que podrá ser empleado en el fomento de pequeños negocios, que generarán una suerte de capitalismo popular, de “otro sendero” de pequeños propietarios.
Pero las cosas pudieran también ser de otra manera. La liberalización va a poner a disposición del capital inmobiliario en formación una miríada de propietarios de casas, que no dudarán en vender sus viviendas con la ilusión de establecer pequeños negocios redentores, que, como es sabido, padecen de tasas pasmosas de mortalidad. Y en consecuencia, en muy poco tiempo, pudiéramos tener muchas familias sin viviendas, más hacinadas que nunca y sin negocios.
En esto la actualización raulista hace con los propietarios de viviendas lo que hace con toda la población —como consumidores, propietarios o trabajadores— cuando la expone a la voracidad del capitalismo en formación sin que tengan las posibilidades de defenderse mediante organizaciones autónomas, apoyo estatal y un marco legal adecuado. De manera que la misma falta de libertad y democracia que ayer garantizó la reproducción de la “dictadura del proletariado”, hoy le hace el trabajo sucio a la restauración capitalista.
Si el Estado cubano quisiera realmente dar un paso memorable, no limitaría su acción a la apertura mercantil del fondo inmobiliario, sino que establecería los colchones sociales de rigor. Ante todo, una ventanilla de créditos a bajos intereses y de provisión de materiales de construcción y servicios técnicos a toda una franja de la población que estaría interesada en conservar y mejorar sus casas, y pudiera hacerlo con apoyo estatal. Tal y como ocurre en muchas sociedades capitalistas, no por capitalistas, sino por sociedades. No olvidemos que durante todo este período de estatalización extrema y represión de las iniciativas, más de la mitad del fondo nuevo de viviendas fue construido por la actividad privada. Y aunque es cierto que en muchos casos fueron construidas viviendas con estéticas deplorables y baja calidad constructiva, el Estado hizo lo mismo a gran escala en sus guetos de edificios múltiples. Legando así a la Habana barrios feos, sucios y mal conectados, donde la gente sobrevive a falta de otras opciones.
En este mismo sentido, sería provechoso el fomento de asociaciones y cooperativas independientes para gestionar los espacios en que viven, con sus viviendas incluidas, y que incluso podrían acceder a financiamientos internacionales disponibles para estos fines. De hecho en los 90, durante aquella fase en que la clase política sufría un feliz aturdimiento, muchas comunidades urbanas avanzaron a codazos en esta dirección y se realizaron proyectos avanzados que luego sucumbieron entre las asechanzas de los comités del partido, los consejos populares y la policía. Los casos de El Condado en Santa Clara y de Atarés en La Habana son dos experiencias que vale la pena examinar.
Por todo eso, aplaudo moderadamente y sin vítores. Que, como dice un refrán gallego, a fortuna adversa no hay casa enhiesta.
Y aquí, reconozcámoslo, son muchas las adversidades. Y la mitad de las casas a duras penas están enhiestas.
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