Crisis, Coyuntura, Período Especial
La especial coyuntura del periodo adulto de mi vida (II)
¿Es el actual periodo de agudización de la crisis estructural del castrismo peor que el del primer lustro de los noventa? Segunda y última parte del artículo
La confluencia de la pandemia con la crisis previa provocada por la cada vez mayor incapacidad de Venezuela para subsidiar a la economía cubana, ha tenido otras consecuencias que han hecho de La Coyuntura una realidad mucho más intolerable, sobre todo para la gente joven, que el Período Especial. Más que nada en cuanto a la movilidad. En el primer lustro de los noventa había graves dificultades de transporte, pero si usted no era de pedir lujos, como lo éramos entonces los más jóvenes, en cualquier máquina, guagua, o camión se trepaba o hacinaba uno, y así podía largarse todo el día para la playa, o para otro pueblo, barrio, o ciudad, o de excursión a un río o a las montañas. Nada, ni nadie, al menos fuera de tu familia, te impedían ir a tu casa a lo mucho solo a dormir, y a comerte lo poco y malo que había para comer. Con lo que te evitabas compartir las angustias que implicaban el manejo de una casa con las personas mayores que sí estaban obligadas a ocuparse, e interactuar todo el día con las tensiones nerviosas que en ellas dejaba esa desgastante batalla diaria.
Pero incluso la gente de responsabilidad podía simplemente de cuando en cuando mandarlo todo a paseo, y largarse a “coger viento en las orejas”, como decía mi madre, que fue quien se echó sobre los hombros a mi casa en medio de aquellos terribles años.
Durante gran parte de la Coyuntura con Pandemia, sin embargo, en Cuba solo se ha podido salir de la casa para irse a hacer colas, o a trabajar, porque incluso en La Habana, en que el transporte público ha permanecido menos tiempo suspendido, no hay adónde ir. En consecuencia, la grave crisis, debida al agotamiento del modelo económico consistente en vivir del subsidio venezolano como antes se vivió del soviético, hemos debido vivirla recluidos en casa, sin muchas posibilidades de irnos a ser jóvenes y despreocupados, o a refrescar las orejas. En casas, en las cuales muy pocos tienen un espacio de privacidad, en que si lo tienen no pasa más allá de los diez metros cuadrados reservados solo para ellos, y en que la interacción constante con los mismos miembros de la familia suele ser demasiado desgastante.
Hay otro aspecto muy importante que hace más insoportable a La Coyuntura que al Período Especial. Tiene que ver con las esperanzas tenidas en ambas etapas de salir de las dificultades cotidianas en que se vive. El Período Especial, para muchos de los que lo vivimos, iba a ser algo circunstancial, de lo que a la larga estábamos seguros íbamos a salir en algún momento. Un número no despreciable conservaba la fe en el sistema político, y por sobre todo en Fidel Castro, al cual consideraban un brujo o un ser extraordinario, que le filtraba a todo y más que nada a la economía. O simplemente se tenían por incuestionada ley de la naturaleza de las cosas aquello de que no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista, y al recordar los años sesenta y comienzos de los setenta, que, aunque no tan duros, habían sido de carencias, razonaban que, si se había encontrado solución a aquello, también habría forma de encontrársela a eso que entonces soportaban. El origen de esas falsas esperanzas estaba en que muy pocos de nosotros entendíamos la verdadera situación en que había quedado el país tras la caída de la URSS, en la misma medida en que no nos habíamos enterado tampoco de la magnitud en que el país había vivido hasta 1989 no de sí mismo, sino de los subsidios, del oro de Moscú.
Durante los Maravillosos Años Soviéticos se había arraigado, en un sector no pequeño de la población cubana, una confianza muy alta en el futuro del país; y semejante sentimiento, digan lo que digan, no desaparece de hoy para mañana, incluso en presencia de golpes del destino tan contundentes como el que el Período Especial comenzó a revelarse en sí mismo, a partir más o menos de 1991. Esa confianza, que nos ayudó a sobrellevar la crisis, acompañó a muchos hasta más o menos mediados de esa década, cuando paradójicamente la situación comenzó a mejorar. Porque fue precisamente la actitud de Fidel Castro ante lo esmirriado de la mejoría, la cual daba a entender a las claras que no se podía esperar mucho más en el futuro inmediato, lo que hizo definitivamente despertar a muchos ante la verdad de que ya nada volvería a ser como en los años ochenta. Una década en que al menos cabía soñar con algo más que sobrevivir.
En La Coyuntura esa confianza en la mejoría de la situación del país ya no está presente en ningún sector de la población. Ese profundo pesimismo ante el destino de la Nación, ya experimentado en otros momentos de nuestra Historia, se ha vuelto a adueñar de los imaginarios de todos los estratos sociales. Así, hoy no se podría reunir a diez revolucionarios quienes crean sinceramente en la posibilidad de que, desde el actual sistema político, pueda ya no alcanzarse la prosperidad sostenible tan mentada por Raúl Castro, sino incluso aquel vasito de leche en las mañanas prometido por él hace catorce años. Con lo más allá que llegan a soñar al presente los revolucionarios, los más comprometidos, es con un statu quo de sesenta y dos mil milenios, un statu quo en que por algún milagro el país se mantenga en pie y no acabe de terminar hecho ruinas, en que ellos no pierdan sus pequeños privilegios, por sobre todo ese sentimiento de ser algo así como los machos y hembras alfa de una manada nacionalista, el pertenecer a la cual da algún sentido a sus grises y desangeladas vidas.
En cuanto a los no revolucionarios, que de los noventa para acá han pasado de minoría a mayoría, han experimentado a su vez un encogimiento radical de sus expectativas de vida, en la misma medida en que dejaron de confiar en el proyecto político que nos conduciría al tan mentado Porvenir Luminoso, con que Fidel Castro reemplazó al Comunismo en sus postreros discursos. Es necesario aclarar que, en lo fundamental, la absoluta mayoría de quienes han abandonado el campo revolucionario han ido a engrosar las filas no de la oposición abierta, sino del partido de la apatía, el más grande partido cubano hoy, como ayer. Para los integrantes del mismo, Cuba, como proyecto colectivo, carece de futuro: “Y de qué puede vivir este país ya, después que esta gente —Fidel y su pandilla, se entiende— no dejó ni dónde amarrar la chiva”, o, “mire, no sea bobo, ya esto no lo arregla ni Jesús El Cristo”. Son esas sus respuestas inapelables, de las cuales es imposible sacarlos, a las sugerencias de sumarse a cualquier proyecto alternativo al oficial.
El proyecto de los apáticos ha pasado a ser individual. Preferiblemente realizado más allá de los límites del volumen de la Cubanidad bajo control de “esta gente” —nuevamente: la pandilla continuista que Fidel ha dejado atrás. Y es que pronto aprenden que cualquier prosperidad que puedan alcanzar en Cuba es harto precaria, al estar a merced de los vaivenes de la voluntad personal y evoluciones intestinales de unos mandantes que deponen en abundancia y gobiernan discrecionalmente, en base a leyes diseñadas por ellos para ser manipuladas a su arbitrio. En tal indefensión, no cabe criticarlos si más temprano que tarde su proyecto personal termina por reducirse al de poner mar de por medio entre ellos y el país que les tocó en suerte: en propiedad no les han dejado otra salida. En consecuencia, disimulan y asisten a cada primero de mayo, o hasta agarran una tranca de palo para reprimir, como hicieron no pocos el pasado 11 de julio. Porque mientras se esté en Cuba lo que hay que hacer es no señalarse, te dicen muy cínicos, para que después no te pongan trabas en el aeropuerto cuando encuentres una vía para escapar.
No puedo dejar de comentar que ese proyecto individual de poner mar de por medio se ha convertido también en el de no pocos revolucionarios, los cuales, en el colmo de la inconsecuencia, no han renunciado a serlo. Son esos que se creen en serio toda la retórica de la Numancia asediada por el Imperio, y por lo mismo de la necesidad del modelo político de Ciudad Sitiada, pero que sin embargo dan una mano por obtener una beca en el Instituto de Relaciones Internacionales, o por conseguir largarse lo mismo para México que para Miami. Para apoyar desde allá a la Revolución, con el refrigerador lleno y bastante lejos del efecto real de cualquiera de las medidas que el régimen de Ciudad Sitiada “se ve obligado a implantar”.
En cuanto a si quienes aspiran a emigrar tienen un poco más de esperanzas de lograrlo en la Coyuntura, de la que tenían los que estaban por lo mismo en el Periodo Especial, la respuesta es, al menos para mí, evidente. Es cierto que el gobierno americano ha restringido de manera gradual las facilidades del cubano para hacerlo: primero, al comenzar a devolver a los que eran interceptados en el mar, luego al eliminar también el derecho de no ser devuelto a Cuba, que ipso facto conseguía el cubano al poner un pie en el territorio de los Estados Unidos, y finalmente al detener los trámites migratorios en La Habana. Pero en paralelo, de las postrimerías del siglo XX para acá, se han multiplicado las facilidades para dejar Cuba, tras el régimen cubano acceder a permitir a su ciudadanía salir del país sin pedir autorización para ello.
Si en los peores años del Periodo Especial al ciudadano cubano promedio no le quedaba otra para escapar de las crisis que hacerse ilegalmente a la mar en embarcaciones precarias, hoy -o al menos antes del actual cierre de fronteras a resultas de la pandemia- le basta con sacarse un pasaporte, y comprarse un pasaje en avión para alguno de esos destinos que todavía no le exigen a quienes viajan desde Cuba la correspondiente visa. Es cierto que cada día son menos tales destinos, pero tampoco puede dejarse de recordar en cualquier comparación justa que, a partir de 2008, es posible monetizar tus propiedades inmuebles en la Isla, algo inimaginable en 1994.
En general no es que me resulte difícil definir cuál crisis, o periodo de empeoramiento de la crisis estructural del castrismo ha sido peor: el Especial, o La Coyuntura, sino que en verdad cada vez me importa menos respondérmelo. Entre ambos se han ido los mejores años de mi vida, rodeado de miserias y de hambres, y si bien hasta ahora el impulso idealista de la juventud me ayudaba a soportar la pobreza material extrema, ahora comienzo a hacerme un viejo. En consecuencia, siento cada vez más la falta de esos pequeños placeres como el de la mesa, y a la vez se me hace más urgente tener las seguridades de un sistema de salud medianamente funcional, o el acceso a los medicamentos, todo lo cual entra cada vez más en la categoría de los lujos en este país, de la continuidad. Quizás lo peor sea que ni tan siquiera me quedará al final el aliciente de una vejez sabia. No alcanzaré a contarle de mis miserias a los más jóvenes, porque para ese entonces ya esas miserias se habrán convertido en lo normal en sus vidas, y por tanto nadie se detendrá a escuchar historias de lo muy sabido; o porque en definitiva para entonces ya no quedarán jóvenes en esta Isla a los que contarles nada.
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