Actualizado: 01/05/2024 21:49
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| Cuba

Populismo y desesperanza

Una receta inamovible: parálisis cívica y social, discurso acrítico y autocomplaciente, proyectos y promesas impulsadas por el voluntarismo.

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El hecho de otorgar a empresarios extranjeros —sean españoles e italianos ayer, o venezolanos mañana— los espacios y potestades que se niegan a los cubanos, puede garantizar al gobierno el control político y la inmovilidad social que necesita, pero afecta el desarrollo económico, la autoestima y los derechos fundamentales del pueblo.

Con la extensa e intensa exportación de mano de obra especializada a todos los rincones del mundo, La Habana obtiene considerables beneficios económicos y de paso intenta apuntalar su imagen política. Una imagen seriamente dañada por el ostensible fracaso de su modelo y su pobre expediente en el respeto a las libertades y derechos individuales. Ni siquiera las ventajas que en beneficios materiales obtienen los cubanos de la participación en estas misiones, pueden esconder los sacrificios personales, familiares y la expoliación económica que les significan esas incursiones laborales externas.

Para garantizar la tranquilidad de su poder absoluto, las máximas autoridades del país necesitan impedir que los cubanos se conviertan en sujetos económicos. De ahí que, lo mismo para la Unión Soviética que para el caso de Venezuela, haya concedido a los extranjeros los derechos y espacios que niega a los nativos.

Siempre que encuentre tutor adecuado, el gobierno prefiere ver su economía subsidiada a cuenta de la venta del talento y la mano de obra de los cubanos, que a donde lleguen, independientemente de las condiciones de vida y trabajo, van a ser mejor valorados y remunerados que en su país. De cualquier manera, siempre será preferible provocar la irritación de los médicos venezolanos o centroamericanos, que ver a nuestros hijos morir inútilmente en una guerra lejana y extraña.

Entre palo y zanahoria

Como en una especie de enajenación alucinante, el alto liderazgo de la Isla se empeña en ver crecer a un ritmo inusitado su maltrecha economía, además de prometer cientos de miles de viviendas, entre otras villas y castillas. Al parecer aquejado por el síndrome del populista autoritario, se empecina en distribuir lo que no existe, cuando la historia ha demostrado que por muy absoluto que sea el poder, desde él no se produce riqueza. Ni siquiera la existencia de grandes recursos materiales, representa desarrollo y bienestar —basten los ejemplos de Rusia y Venezuela—. La riqueza es resultado de la libertad de los individuos y de la participación de la sociedad.

La receta es clara e invariable: parálisis cívica y social, discurso acrítico y autocomplaciente, proyectos y promesas impulsadas por inveterado voluntarismo y renovado entusiasmo, pero que —como indica la experiencia— ni llegarán a buen término ni resolverán los problemas que agobian la Isla.

Por otra parte, se mantiene y renueva la actitud intolerante y regresiva del poder hacia los que se atreven a enfrentarse públicamente, al punto que en los últimos meses se han reeditado los actos de repudio contra los pacíficos luchadores pro democracia. Obviamente, estas manifestaciones tienen el objetivo de disuadir a los ciudadanos, intimidación mediante, y de convertir el malestar y rechazo en actitudes abiertamente contestatarias. Con esa combinación de palo y zanahoria, el gobierno cubano pretende garantizar la eternización que tanto parece obsesionarle.

Mientras disminuyen la autoridad moral y la credibilidad de los gobernantes, la nación se estremece y agota material y espiritualmente. Cuba necesita que los sujetos sociales y actores políticos nacionales hagan prevalecer, por sobre cualquier otra consideración o interés, el humanismo, el patriotismo y la responsabilidad que se identifican con lo mejor de sus tradiciones. Ese será el camino para conjurar los peligros de disolución y estallido que hoy amenazan a los cubanos.


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