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Arquitectura

Arqueologías de La Habana

Más que un prólogo para el libro La Habana desaparecida, de Francisco Bedoya, este es un ensayo sobre las ruinas de la ciudad, sobre la ciudad que fue, pero también sobre la ciudad que bullía en la imaginación de los jóvenes arquitectos.

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Una de las láminas más antiguas, si no la más antigua, al menos de las que se han incluido en este libro —firmada dentro del dibujo con plantilla: Bedoya 85, con una caligrafía «técnica» que habría de evolucionar hacia una letra cursiva elaborada y prolija, trazada con plumilla y tinta sepia—, representa la llegada de un barco a La Habana del siglo XVI. Es la única lámina en la que aparecen figuras humanas, y no como elementos decorativos, sino como protagonistas. La tensión de sus actitudes, el dinamismo de sus gestos, comunican con viveza el júbilo de la tripulación, el alborozo de llegar a puerto y divisar la primitiva villa, después de lo que suponemos haya sido una larga travesía marítima.

Toda vez que el punto de vista de la escena está en la cubierta del barco, entre los tripulantes, podemos suponer que entre quienes llegan a La Habana, entre quienes esperan jubilosos la realización de la promesa de la ciudad, está también Francisco Bedoya. Ésta era, por cierto, una de sus láminas preferidas, a pesar de ser quizá la menos «arquitectónica» de la serie, pues en todas las maquetas que preparó para el libro figura como ilustración de la portada.

La maqueta más antigua de La Habana desaparecida comenzó a elaborarse a principios de 1990, a raíz de la celebración en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales de la exposición Arquitectura Joven Cubana, en la que Francisco Bedoya expuso algunos de sus dibujos y proyectos. Gracias al auspicio de esta institución, surgió por primera vez la posibilidad de publicar la serie de láminas habaneras. Fue entonces cuando se cimentó nuestra relación y colaboración, en largas sesiones de trabajo sobre los textos o fichas técnicas que debían acompañar cada lámina. Hoy, que he tenido que recuperarlos entre tantos papeles dispersos y casi olvidados, he sentido cierto dolor, y también ternura, por aquellos, nosotros y tantos compañeros nuestros, que realmente creímos en la posibilidad de reinventar una tradición arquitectónica y urbana.

Lo recuerdo con su pesada bicicleta a cuestas, llegando a la casona de la Plaza Vieja o a mi casa, con su tubo de dibujos y la carpeta con los borradores que íbamos elaborando y que yo pasaba en limpio para que él los revisara, llenos de sugerencias y anotaciones hechas con su prolija caligrafía. Algunas veces se sentaba en mi mesa de dibujo a corregir o completar un plano, mientras yo consultaba algún dato en los libros de que disponíamos. Trabajábamos sin intercambiar muchas palabras, pero siempre que levantaba la vista, su imagen a contraluz, junto a la ventana, manejando los instrumentos de dibujo a una velocidad vertiginosa, sin apenas dudar o interrumpirse para comprobar el resultado de su trabajo, me hacía pensar invariablemente en esos monjes que, en el silencio de sus claustros, se dedicaban a iluminar manuscritos. Y algo de monacal tenía, sin duda, esa actitud de entrega, esa dedicación absoluta a una obra de tal magnitud. Sin embargo, por razones que ahora no viene al caso mencionar, aquella publicación se frustró.

En 1992, Francisco Bedoya recibió una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana para investigar en el Archivo de Indias. Los dibujos de La Habana desaparecida viajaron con él, supongo que, en parte, con la esperanza de que se presentara alguna oportunidad de publicarlos, pero, sobre todo, porque era una manera de transportar consigo su ciudad. Cuando volvimos a vernos en Madrid, trabajaba con entusiasmo en distintos proyectos de la Universidad de Alcalá de Henares y había emprendido por su cuenta, como en La Habana, la recuperación gráfica de varios edificios esparcidos por la geografía española, sobre todo en Madrid, Alcalá, Valladolid, Salamanca y Toledo, ciudad ésta que visitamos juntos varias veces. De esas visitas conservo no sólo el recuerdo, sino un hermoso dibujo de la Sinagoga del Tránsito, que hoy se me antoja premonitorio.

La mayoría de los originales de esos dibujos está hoy en paradero desconocido, pero gracias a las fotocopias puede conocerse la magnitud y constancia de su trabajo en España. Para Francisco Bedoya dibujar era, sin duda, su manera de estar en el mundo. Y hacer fotocopias, casi compulsivamente, su manera de preservar las huellas de ese estar en el mundo: fotocopias, decenas de fotocopias. Incluso en una ocasión llegó a regalarme la fotocopia de los billetes de su primera paga como becario. No puedo evitar sonreírme al imaginarlo desparramando los billetes sobre el cristal de la máquina, cuando nadie lo viera. Y al sonreír pienso que fueron años tan fecundos y gozosos como duros.

Porque también sufrió de lleno el trauma de la emigración, en sus aspectos más dramáticos y, a veces, en los involuntariamente chuscos. En este último caso, recuerdo un incidente con una escritora cubana, relativamente conocida, con la que coincidió en el metro. Cuando llegó su parada, se levantó y, en un gesto bastante inusual en él, de natural tímido y reservado, la saludó y se identificó como cubano. La reacción de ella fue levantarse como un resorte y espetarle airada: «¡Están por todas partes!», arrastrar por el brazo a su acompañante y perseguir por el andén a su abrumado compatriota, mientras seguía gritando: «¡Están por todas partes! ¡Están por todas partes!». Tenía un raro sentido del humor Francisco Bedoya, de modo que, al contarme el lance, a mi perplejidad inicial sucedieron grandes carcajadas, que terminamos compartiendo. La frase, por otro lado, se convirtió entre nosotros en una especie de contraseña: «¡Están por todas partes!».

Mucho peor, sin embargo, fue experimentar las zozobras del emigrante, no sólo las intelectuales o emocionales, sino las puramente materiales. Sobre todo, en el curso de una larga temporada que pasó indocumentado. Durante esa época, que a la postre superó, conoció bien las precariedades de todo tipo que se derivaban de su situación irregular. Hablábamos a veces de ello, no demasiado, pues era sumamente discreto en lo que se refería a sus asuntos personales. «El verdadero tema de Blade Runner», me dijo en una ocasión, refiriéndose a una película que nos había impresionado desde la primera vez que la vimos, en La Habana, y que volvimos a ver juntos en Madrid, «es el de la inmigración ilegal».

Pero donde mejor se plasmaron sus reflexiones sobre este asunto fue, como siempre, en sus dibujos. En este caso, a través de la invención de una serie de artefactos, tan absurdos como inquietantes, inspirados muchas veces en anacrónicos ingenios que descubría hojeando antiguos tratados militares. Entre los más memorables, por ejemplo, un modelo de balsa que bautizó como «Nueva balsa para inmigrantes», o una especie de catapulta que llamó «Método para expulsar inmigrantes» y que, por cierto, obtuvo en 1997 el Premio Revelación en el concurso de humorismo del Círculo de Lectores de España, otorgado por un jurado en el que figuraban los más prestigiosos humoristas españoles.


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