Actualizado: 23/04/2024 20:43
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A debate

Crítica, censura y campos de concentración

Una respuesta: Guillermo Rodríguez Rivera hace poco favor a esta rarísima costumbre cubana que es la polémica entre escritores.

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En defensa de la mosca debo decir que, luego de contabilizar los libros publicados por ella y los publicados por Guillermo Rodríguez Rivera, ambos quedan en tablas, si bien el guerrero supera a la mosca en veintiún años. Muy poco aprovechados, según parece.

Que la mayoría de los títulos moscosos no estén publicados dentro de Cuba podrá ser una barrera infranqueable para un escritor condenado a ediciones locales como Rodríguez Rivera. Aunque es plausible sospechar en él otra barrera: igual a tantos de su generación y de generaciones mayores, apenas se interesa por lo que escriben autores más jóvenes, publiquen o no dentro del país.

Antologías, traducciones y premios tampoco cantan la ventaja del guerrero. Puede objetarse, sin embargo, que la importancia de un autor no se mide por copiosidad, sino por intensidades. De acuerdo: no sé de qué podrá alardear entonces Guillermo Rodríguez Rivera. (Otra cosa es que el abismo entre guerrero y mosca esté poblado por desempeños burocráticos).

Pero más que seguir esta comparatística me interesa averiguar por qué alguien tan vigilante de que no se exagere lo ocurrido en unos campos de concentración se empeña en agregar violencia a un simple intercambio de opiniones. Por qué disfraza de censura lo que constituye polémica.

Lo cual me obliga a recordar una sala de juzgado a fines de los ochenta.

Luz sobre el recuerdo

De mañana, según recuerdo. Los bancos de madera áspera ocupados por escritores (yo entre ellos, entonces mosca más perfecta), pues iba a celebrarse un juicio bastante literario a juzgar por acusado y acusador, ensayistas ambos.

El ruido de la calle Línea entraba por los balcones de la sala. Meses antes, en un artículo publicado, Desiderio Navarro había acusado a Guillermo Rodríguez Rivera de cometer plagio. Éste respondió por escrito a aquella acusación (su defensa fue poco convincente), Navarro volvió a la carga, y la impotencia debió llevar a Rodríguez Rivera hasta el juzgado: acusó de difamación a quien lo acusaba a él de plagio.

Llegados a ese punto, Desiderio Navarro se disponía a presentar diagramas detallados que probaban el fraude. El juez, negro y bajo de estatura, dio comienzo a la sesión. Escuchó en las voces de acusado y acusador sus respectivas biografías, y determinó muy pronto no perderse en vericuetos y cortar por lo sano. Salomónico, exigió más respeto propio a ambos querellantes. ¿Qué hacían en litigio dos hombres como ellos, de probada inteligencia?

El regaño del juez cerró el proceso. De aquella jornada recuerdo especialmente la frase con que Rodríguez Rivera remató su resumen biográfico. De pie ante el magistrado, enumeró sus libros, sus años de profesor, de hacedor de revistas, y aseveró que era miliciano desde la fundación de las milicias revolucionarias.

¿Por qué razón, casi veinte años después, me viene a la memoria este detalle? ¿Por incongruente o ridículo? ¿Por la fanfarronería que denota? El presente echa luz sobre tan caprichoso recuerdo: Rodríguez Rivera hacía valer ante el juez cuánta ventaja de milicias le llevaba a su contrincante, unos años más joven. Intentaba la misma jugarreta que recién ha intentado con Norge Espinosa o conmigo.

Desconfiado de la polémica literaria, cambió las páginas de las revistas por una sala de juzgado. Procuró arrimarse a fuerza mayor, fue en busca de un comisario que dictara silencio. Se hizo pasar por víctima con tal de que llavearan las razones de su oponente. Y ahora pretende de mí algo parecido a lo que reclamara de aquel juez. Porque si entonces buscaba alguna autoridad que condenase una discusión que debió serle insostenible, ahora me tilda de censor y de fiscal para cerrar este intercambio donde le faltan razones valederas.

Guillermo Rodríguez Rivera hace poco favor a esta rarísima costumbre cubana que es la polémica entre escritores. Decidido a abortarla, propone que la confundamos con un ejercicio mucho más frecuentado por él: la censura política. Agradezco, sin embargo, su observación de que he citado mal el nombre de Isabel Alfonso. Pido a Isabel Alfonso disculpas por mi error y, a riesgo de insistencia, reafirmo que corresponde a Pío Serrano (me lo ha confirmado él) y no a José Mario la frase que ella cita.


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