Actualizado: 28/03/2024 20:07
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El caudal de la amistad

Con esta entrega, se inicia una serie, que bajo el epígrafe “Una familia, un siglo”, traza la prevalencia de la amistad, por encima de las diferencias que conducen al odio, en una célebre familia cubana

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A Fefé, en sus sesenta años,
y a la memoria de su gemelo.

El siglo XX cubano no careció en lo absoluto de cofradías literarias y artísticas. Sus integrantes se reunieron a veces en torno a publicaciones, en algún café e incluso en uno que otro bar o cantina. La herencia hispana, legó a nuestros países esa tradición de juntarse para hablar de la actualidad —política, cultural, deportiva— pero también y con bastante frecuencia, para someter al juicio colectivo las producciones personales más recientes, antes de entregarlas a la imprenta, colgarlas en alguna galería o incluirlas en el programa de un concierto musical. Las diferencias de criterio provocaban discusiones que podían convertirse en altercados. La mayor parte de estas peleas se disolvían poco después en pos de la siguiente jornada de encuentro. Otras, causaban las primeras grietas en la futura cancelación de la hornada en cuestión, lo que en ocasiones significó la desaparición de varias revistas. No obstante, el intercambio, por polémico que fuera, alimentaba la creación literaria y artística de los participantes y la vida limitada de tales asociaciones no impidió que ellas pasaran a formar parte de la historia de la literatura y el arte, muchas veces como sus motores de arranque, durante la primera mitad del siglo.

El grupo al que quiero referirme fue distinto. Singular en todo el siglo XX. Pervivió a lo largo de su segunda mitad, aún después de los sesenta, cuando las reuniones de café batieron su retirada bajo el impulso de la ola revolucionaria, que nos reunía a todos en la Plaza, pero ya no en las peñas.

Pervivió incluso cuando algunos de sus miembros más destacados se fueron a vivir a otras tierras, justamente porque el lazo que los unía no tiene fronteras: la amistad. Ese sentimiento, prácticamente único, capaz de trascender el tiempo y el espacio.

Si hoy tuviera que nombrar lo que creo que es el legado mayor de la familia Diego-García Marruz-Vitier dejaría para después el conjunto de su obra, y el sitio imprescindible que ella ocupa en la literatura y la música cubanas, para decir que la primera gran donación a la historia de nuestra cultura, es el ejemplo de la amistad.

Una amistad a prueba de balas, por encima de ideas, exilios, amarguras y desgajamientos.

Cuando el 17 de julio de 1948, el padre Ángel Gaztelu, casó en la pequeña iglesia de Bauta, a Eliseo Diego con Bella García-Marruz, ninguno sabía que estaban partiendo en dos el siglo de una estirpe familiar que, proveniente del XIX, sería emblemática en la cultura nacional. Ellos, junto a la pareja de Fina García Marruz y Cintio Vitier, que se había unido en matrimonio el 26 de diciembre del año anterior, serían los nuevos pilares —hitos diría yo— que iban a dar continuidad a su linaje en la segunda parte del siglo XX, con una mezcla genealógica de cuyos principales exponentes se hablaría durante las siguientes décadas en la literatura y en la música, en las artes plásticas y el cine.

Los jóvenes se habían hecho amigos en el colegio La Luz, cuando Cintio tenía 14 años y Eliseo 15. Juntos ingresaron en la universidad, donde Cintio conoció a las muchachas que pocos días después presentó a Eliseo. Ese primer encuentro entre los cuatro ocurrió en los meses finales de 1938, había huelga universitaria y el inocente paseo por la arboleda que dieron aquella tarde inauguró un recorrido que duraría por el resto de sus vidas.

La unión de los noveles escritores con las hermanas García-Marruz produciría un fenómeno de fraternidad singular en las letras cubanas. Se trataba de algo más que amistad. Los rasgos de lealtad se comportaron como bastiones que fungieron cuales puntos de atracción para dar lugar a la ampliación de la familia. Las reuniones dominicales siempre juntaron a los parientes con los amigos. Allí se descubría la vocación posible de los niños, mientras alguno leía su más reciente poema y otro se sentaba al piano para interpretar la obra propia o acompañar en la hora de las canciones.

Esas jornadas de los años cincuenta sellaron la fidelidad del grupo, cuyo clima escolta a los suyos hasta el día de hoy. La amistad por encima de todo y, pese a todo: la amistad. La permanencia de ese rasgo trascendió a ojos vista en una extraordinaria capacidad de recuperación de los lazos afectivos esenciales, pasados los momentos de desprendimiento. Algo que les permitió restaurar la amistad pese al instante de amargura e incluso de incomprensión. Tras el ejercicio latente de conservación, la memoria quedó intacta. Y con ella, la amistad.

Es lo que hizo que en 1992, Eliseo Diego estallara en llanto al abrazar a Gastón Baquero en Madrid, 30 años después de su partida de Cuba, y a ambos sentarse a conversar entre bromas un rato después, como ayer. Es lo que ha hecho que en el puente de Arroyo Naranjo donde las cenizas de Eliseo Alberto de Diego García Marruz (Lichi) quedaron depositadas para siempre, estuvieran presentes, consternados, sus primos y los hijos de sus primos Vitier, junto a los descendientes del entrañable Agustín Pí, a quien todos reconocían como tío.

Aquel primer grupo de amigos se integró a principios de 1939 en la casa de Neptuno 308, entre Águila y Galiano, en la sala de Josefina Badía, la madre de las hermanas García Marruz. Los parques de El Vedado habían visto nacer los noviazgos de las jóvenes con Cintio y Eliseo y de los largos paseos pasaron a las visitas de rigor, en la casa materna.

En una ocasión, hace ya más de veinte años, Cintio me habló acerca de esos días. Sus palabras podrían dar conclusión a esta crónica:

Nosotros en primer lugar éramos novios, después éramos amigos. Realmente la poesía surgió en nosotros dentro de la atmósfera de la amistad y por suerte ha seguido siendo así. Es decir, que hasta hoy continuamos siendo una familia espiritual, cuyo centro es la amistad. Nos manifestábamos más como amigos que como literatos, lo cual parece insignificante ahora pero entonces no lo era, porque la mayor parte de los literatos en aquella época estaban peleados.


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