Actualizado: 25/04/2024 19:17
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CON OJOS DE LECTOR

El hombre que vio un ángel (II)

El de Andréi Tarkovski es un cine con una indiscutible unidad de estilo, temas e intenciones, que a la vez posee una misteriosa variedad.

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Mientras aguardaba a que Goskino autorizara el estreno de Andréi Rubliov, Tarkovski empezó a preparar su siguiente proyecto. Posiblemente para no volver a confrontar dificultades con la censura, optó por un género poco problemático como lo es la ciencia-ficción, y que contaba con mucha popularidad en la Unión Soviética. Partió de Solaris, una novela del polaco Stanislaw Lem, un autor de gran prestigio en ese campo.

Lem, de entrada, no estuvo de acuerdo con la primera versión del guión, y los cambios que después se hicieron nunca lograron convencerlo del todo. Pese a ello, en la primavera de 1970 y el verano de 1971 se filmó la película. Durante el rodaje, Tarkovski tuvo serios desacuerdos con Vadim Yusov, acerca de qué tipo de lente era más conveniente usar. Fue el último trabajo que ambos hicieron juntos. Antes de que terminaran, se quedaron sin película y fue necesario rodar parcialmente en blanco y negro, para reducir los costos. En su diario, Tarkovski anotó que filmar Andréi Rubliov fue un picnic comparado con el infierno que para él fue Solaris. A fines de 1971 pudo por fin mostrar el filme a los funcionarios que se encargaban de autorizar su proyección comercial. Éstos no pusieron ninguna objeción, y Solaris se estrenó en Moscú en marzo de 1972. Ese mismo año compitió en el Festival de Cannes, donde le fue concedido el Premio Especial del Jurado. Pese a tratarse del segundo galardón en importancia, tras la Palma de Oro, Tarkovski se enojó y acusó al jurado de estar amañado.

En su momento, Solaris fue tomada como la respuesta soviética a 2001: una odisea del espacio (1968), mas se trata de obras muy diferentes. Tarkovski había visto el filme de Stanley Kubrick, del cual tenía una mala opinión. Lo consideraba frío y sin alma, y según él no pasaba de ser una ilustración de una revista de ciencia-ficción, que ni siquiera tenía buena calidad como arte gráfico. De ahí que se propuso hacer una película conceptualmente muy distinta. Por otro lado, en varias ocasiones Tarkovski expresó que no le interesaba la ciencia-ficción, aunque tal vez se refería a los elementos exóticos y fantásticos tradicionalmente asociados a la misma (declaró, por ejemplo, su admiración por Ray Bradbury, de quien Borges escribió, al referirse a sus Crónicas marcianas, que había puesto "sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad"). La novela de Lem no le interesó por esos aspectos, sino por su vertiente más realista, aquella en la cual su autor aborda los problemas que plantean a los seres humanos los avances científicos y tecnológicos.

La versión de Tarkovski del texto de Lem es, en ese sentido, muy inteligente, pues consigue captar muy bien su carácter alegórico. En sus manos, la novela se transforma en un cuento filosófico y de contenido metafísico disfrazado de filme futurista. J. Rochereau comentó en el diario francés La Croix que Solaris "es en cierto modo el retorno a la espiritualidad, tras medio siglo de materialismo. Es Dostoievski que suplanta a Carlos Marx; son los astronautas que recuperan su alma". Sin proponérselo, su director revolucionó el género de la ciencia-ficción, al llevarlo al terreno de lo que un crítico italiano bautizó como la conciencia-ficción. Tarkovski, sin embargo, la consideraba su película menos lograda artísticamente, y sólo se decidió a rodarla tras haber visto como le rechazaban algunos de sus proyectos más queridos.

¿Un mártir de Goskino?

No obstante, acerca de esto último conviene hacer algunas precisiones. Muchas de las quejas de Tarkovski sobre las dificultades que confrontó para hacer las cinco películas que realizó en su país son ciertas. Aparte de haber sido hostigado por la censura, que era allí especialmente rígida, de sus filmes se sacaban pocas copias que se estrenaban en pequeños cines de la periferia de Moscú. Asimismo otros proyectos que presentó nunca fueron aceptados, tal es el caso de la adaptación de El idiota de Dostoievski, por la cual estuvo luchando durante diez años.

Mas no menos cierto es que todos esos obstáculos no le impidieron hacer cinco películas que, como él mismo reconoció, fueron las que él quería hacer. Dispuso para filmarlas de un presupuesto y de unas condiciones de trabajo impensables en otro país. Sus rodajes eran muy largos y en algunas ocasiones hasta le permitieron filmar de nuevo escenas que no lo habían dejado satisfecho. Vida T. Johnson y Graham Petrie, autores del libro Andrei Tarkovsky: A Visual Fugue, han matizado esa imagen de mártir ( Martirologio es precisamente el título bajo el cual se publicó en alemán el diario de Tarkovski). Comienzan por anotar que lo que asombra en él no es que hubiese filmado tan pocos filmes en todos esos años, sino que hubiera filmado tantos en circunstancias tan adversas como las que señaló de modo insistente. Apuntan asimismo que esas presiones y dificultades no impidieron que sus películas se presentaran en festivales internacionales como el de Cannes. Recuerdan también que en 1983 colaboró con Claudio Abbado en una producción de Boris Godunov, estrenada en la Royal Opera House, de Londres. Que viajó además por varios países y dio conferencias en Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Y que en sus etapas de "desempleo", escribió guiones (algunos para otros directores) y montó Hamlet en el Teatro Leninski Komsomol.

En todo caso, Tarkovski no fue el único que sufrió el hostigamiento de Goskino. Varios cineastas contemporáneos suyos pueden hablar también de represión y censura. Andréi Mijalkov-Konchalovski tuvo que aguardar veintiún años para que La felicidad de Asia (1967) se proyectara. Vitali Kanievski pudo rodar Quieto, muere, resucita (1989), su aclamada primera obra, a los cincuenta y cinco años. Alexéi Guerman, a quien Tarkovki mencionó entre los cineastas rusos a quienes más admiraba, pudo filmar Mi amigo Iván Lapshin seis años después de Veinte días sin guerra. A Kira Muratova y Alexander Askoldov no sólo les prohibieron sus películas, sino que además les impidieron trabajar.

Y está, en fin, el conocido caso del armenio Serguei Paradzhanov. Su largometraje Los corceles de fuego (1965) fue acogido con recelo por la crítica oficial. Obtuvo varios premios en el extranjero, pero a su director nunca se le permitió viajar fuera de la URSS. Su nombre empezó a citarse así, junto al de Tarkovski, para señalar el comienzo de una nueva edad de oro del cine soviético. La firma de un documento donde se pedía la libertad de algunos intelectuales ucranianos encarcelados lo condujo a caer en desgracia. Uno tras otro, sus guiones fueron rechazados. Finalmente en 1969 recibió el permiso para rodar Sayat-Nova, que permaneció secuestrado durante tres años. En 1974 fue detenido, bajo la acusación de delitos como homosexualidad y tráfico y robo de antigüedades. Lo condenaron a cinco años en un campo de trabajos forzados, pero las protestas internacionales forzaron su liberación en 1977.


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