Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Junio, el mes más cruel

'Palabras a los intelectuales': Castro legitimó la relativa apertura de los sesenta, la cerrazón de los setenta y la anexión del futuro.

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Pasando enfáticamente por alto el hecho de que la duda de los intelectuales estaba plenamente justificada por la historia de las revoluciones anteriores, Castro daba a entender que aquellos que expresaron dudas no eran verdaderamente revolucionarios.

A la pregunta de Virgilio Piñera de por qué los intelectuales tenían miedo de su revolución, oponía una andanada de preguntas retóricas: "¿Cuál debe ser hoy la primera preocupación de todo ciudadano? ¿La preocupación de que la Revolución vaya a desbordar sus medidas, de que la Revolución vaya a asfixiar el arte, de que la Revolución vaya a asfixiar el genio creador de nuestros ciudadanos, o la preocupación de todos no ha de ser la Revolución misma?".

Y más adelante: "¿Dónde puede estar la razón de ser de esa preocupación? Sólo puede preocuparse verdaderamente por este problema quien no esté seguro de sus convicciones revolucionarias".

De donde se derivaba, claro está, una celebración del sacrificio. Al ser la revolución un absoluto, "el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución".

Quien fuera "más artista que revolucionario" no podía pensar como aquellos a los que Castro representaba: los que hicieron la Revolución. "¿Y quién no cambiaría el presente, quién no cambiaría incluso su propio presente por ese futuro? ¿Quién no cambiaría lo suyo, quién no sacrificaría lo suyo por ese futuro? Y ¿quién que tenga sensibilidad artística no tiene la disposición del combatiente que muere en una batalla, sabiendo que él muere, que él deja de existir físicamente para abonar con su sangre el camino del triunfo de sus semejantes, de su pueblo?".

La historia quedaba así sacralizada. Castro habla del extraordinario privilegio que es, para quienes como ellos leían las historias de las revoluciones francesa o rusa, poder vivir en su país un acontecimiento histórico de trascendencia semejante. Los insta a ser partes de la revolución, amedrentándolos con el juicio de la posteridad. "A lo que hay que temerle no es a ese supuesto juez autoritario, verdugo de la cultura, que hemos elaborado aquí. ¡Teman a otros jueces mucho más temibles, teman a los jueces de la posteridad, teman a las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra!".

Era ya el pastel de la guinda. Junto con el pueblo y la nación, Castro se anexaba el futuro. El juez temible no era la posteridad, sino él hablando en su nombre. La última palabra era la suya.


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