Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Música

Canciones viejas para el hombre nuevo

Tras cuatro décadas de dogmatismo ideológico y aislamiento, ¿hacia dónde va la música cubana?

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La revolución cubana quería un mundo nuevo, y eso de tener una bodega en cada esquina y una barra con cerveza en cada bodega, sonando música, era intolerable. Que los niños vinieran de la escuela y su padre estuviera jugando al cubilete y escuchando boleros era un vicio del pasado que había que erradicar. Y nos dejaron sin ranura para echar el níquel. Y le dieron la primera puñalada a la música cubana, porque las vitrolas constituían un muestreo del gusto musical, y para la industria, un vehículo de retroalimentación. Pero ni cuenta nos dimos, porque todavía La Habana era mucha Habana.

Oh La Habana, quien no la ve, no la ama

"Oh, La Habana, Oh La Habana...", repiqueteaba la conga, cuando el son de Carlos Puebla sonó como mal agüero: "Llegó el Comandante y mandó a parar"; pero La Habana traqueteada, uniformada, desvencijada, se resistía. Sus mujeres, inventaban. Como ya no había maquillajes Mac Factor ni Maybelline, comenzaron a delinearse los ojos con tempera. Y si llovía, sucedía lo que anunciara Miguel Matamoros: ¡lágrimas negras! Surrealismo o realismo mágico, da igual, las oficinistas se pintaban una raya negra en el dorso de las piernas para simular que llevaban medias de nylon.

¿Se acuerdan de las lámparas Quesada?, aquellos armatostes de cristal que pretendían imitar a las lacrimosas lámparas de Versalles (del palacio francés, no del restaurante de Miami). Pues las señoronas cubanas que las tenían colgadas en su sala las cambiaban por cuatro pollos o un puerco. Y es que se pusieron de moda los collares de cristal de lámpara. Por delante y por detrás, y de varias vueltas. Recuerdo a la escultural Alicia Figueroa, modelo de Tropicana, encaramada en sus tacones de raso, ataviada con su bombillo de tafetán, engalanada con un imponente collar de lágrimas de cristal, bajo la monumental lámpara del cabaré Capri. ¡Una imagen digna de Buñuel!

Y es que todavía La Habana era mucha Habana. En el Club 21, del Vedado, usted podía encontrarse a Aída Diestro, La Gorda, la maga de las armonías; Aída la del cuarteto, con su boquilla de marfil y su cigarro humeante, tratando a todos de usted, con pícara arrogancia, sentada, saboreando su whisky a la roca, esperando su turno, que a la una y media de la madrugada, entre los olores a sopa de ajo, y el sonido frío de la coctelera, cantaba su cuarteto, o mejor dicho, lo que quedaba del famoso cuarteto; porque Aidée, la hermana de Omara Portuondo, ya se había largado del país. Omara, de miliciana con la melena alborotada, le cantaba a Ángela Davis; y Elena Burke, la señora sentimiento, descargaba en el Club Sherezada, de los bajos del Focsa, con Frank Domínguez, en una especie de rito para iniciados del filin.

Con La Burke, redonda de voz y cuerpo, comenzaba la marcha ritual del Vedado: "sé que has tenido en la vida la mar de aventuras, sé que has pecado mil veces vendiendo tu amor…". Y de ahí, enviciados de melodía, de humo… y de Habana, subíamos hasta 17 y K, hasta el Karachi, a escuchar a la carismática Doris de la Torre, acompañada por Peruchín, ¡qué maravilla!, "hay que darse cuenta, que todo es mentira, que nada es verdad, la vida es un sueño y todo se va", cantaba Doris, flemática, impenetrable, iluminada por velas que sostenían sus admiradores, mientras miles de cubanos se iban de verdad, se largaban del país, entre ellos Celia Cruz, que se llevó la guaracha; y Olga Guillot, que dejó un vacío en el Cabaré Capri que nadie pudo llenar, ni la Reina del guaguancó, Celeste Mendoza, porque Olga era insustituible.

No la llores que fue la gran bandolera

Así cantaba Celeste en el Capri, mientras los faranduleros respondíamos: "nada de llanto, mucho abanico", frase acuñada por la actriz cómica Lita Romano (que también se largó por esos días). Del Karachi nos llegábamos a La Red, donde estaba ese volcán de fuego desparramado, La Lupe, cayéndole a golpes a Homero el pianista, desgarrando una canción digna de Frankestein: "a mí que me importa que me salga una llaguita en la puntica de la lengua, yo lo que quiero es que caiga la bomba", maldecía la provocadora mulata-china, mientras las bombas de la contrarrevolución explotaban en las tiendas vacías de Galiano, y en La Cabaña fusilaban, y la calle se ponía malísima.

Pero los faranduleros no dejábamos de salir todas las noches, porque no queríamos perdernos nada de aquella bohemia irrepetible, que en el Gato Tuerto estaba la rara Miriam Acevedo, acompañada de la guitarra virtuosa de Froilán, y de gente aún más rara que ella, que venía a oírla cantar "ponme la mano aquí, Macorina, ponme la mano aquí", mientras llegaba el pastel de carne, sin carne, que ya estaba racionada, servido en platos pintados por Amelia Peláez. Y, ¡en el Capri!, la enorme negra de voz total, La Freddy, gemía Noche de Ronda, y Caperucita sería Juana Bacallao, "la negra que en el bembé salpica pa' no mojar". Alucinante, una caperucita que se comía al lobo...

O el Cuarteto de Meme Solís electrizaba con Moraima Secada, La Mora, cantando: "en tu calvario triste surgiré como alivio que rompe las cadenas", y la gente se miraba sin decir ni jota de las cadenas, porque iba presa; y en el Caribe del Habana Libre (de mentiritas), podías descocotarte con el ritmo pacá de Juanito Márquez: "cuidado con la vela que viene y te quema, cuidado con la vela, candela".

O escandalizarte con las insólitas locas del Saint Michel, porque La Habana tenía decenas de clubs gay, y era muy open mind, antes, mucho antes que Nueva York o París. "¡Oh La Habana, quien no la ve no la ama!", repetía la conga.

Pero cómo no amarla, si en un mismo hotel del Vedado, en el Saint John, descargaban tres monstruos de la canción: José Antonio Méndez y Portillo de la Luz, en el piso quince, ¡una vista aérea para morirse!, y Ela O'Farril, con su voz de persona y su guitarra animal, descargaba en el lobby. Y eso ocurría al doblar de la esquina de La Gruta, donde Pepé Delgado susurraba "sobre todas las cosas del mundo, no hay nada más bello que tú...". Y a sólo una cuadra, en el lujoso Monseigneur, actuaba el piano hecho expresión: Bola de Nieve…