Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Colombia de ayer a hoy

De Jorge Eliécer Gaitán a Álvaro Uribe: ¿Por qué una nación estable se convirtió en la más turbulenta?

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Fue el viernes 9 de abril de 1948 a la una y cinco de la tarde, día y hora en que el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado. Acababa de salir de su oficina; cruzaba la calle al lado de mi padre cuando delante de él surgió un hombre pequeño, pálido y con una barba de tres días ensombreciéndole el rostro y le disparó tres tiros de revólver.

Yo —entonces un muchacho de quince años de edad— escuché los tres disparos desde una cafetería cuyo ventanal daba a la calle. Bajé corriendo, corriendo me acerqué al cuerpo que había quedado tendido en la acera y me encontré de pronto arrodillado junto al líder moribundo. Le temblaba un párpado, recuerdo, y en su rostro había quedado esculpida una expresión amarga, como si adivinase la grieta negra que con su muerte se le abría a Colombia.

Jorge Eliécer Gaitán era hijo de un modesto librero y de una maestra de escuela, de rasgos mestizos (la clase alta lo satirizaba llamándolo el indio o el negro Gaitán), dueño de una garganta prodigiosa y de un verbo arrasador que enloquecía multitudes, su discurso contra lo que él llamaba las oligarquías tuvo un eco profundo en el pueblo raso de las grandes ciudades y gradualmente también en los sectores campesinos del país, quebrando de ese modo el soporte electoral de los tradicionales dirigentes liberales y conservadores. Cuando fue asesinado ya se había hecho dueño del Partido Liberal y era el candidato que tenía asegurado un aparatoso triunfo en las elecciones presidenciales de 1950.

Si en vez de su trágico final, hubiese Gaitán llegado al poder, el suyo habría sido seguramente un gobierno de izquierda, en una línea de filiación ideológica muy cercana a la de partidos como el APRA peruano, Acción Democrática en Venezuela o el partido de Lázaro Cárdenas en México. Es siempre aventurado comprometerse en juegos de política ficción.

No obstante, más que presumible es seguro que, dadas la tradición institucional del país, el perfil democrático de Gaitán y el vastísimo apoyo popular que tenía, cualquier opción de lucha armada al servicio de un proyecto revolucionario habría quedado descartada.

En otras palabras, no habrían surgido guerrillas en Colombia. Tampoco habría prosperado el clientelismo político a cargo de barones o caciques regionales, porque el propio Gaitán, anticipándose a fenómenos que después aparecerían en el continente, había establecido en su discurso una frontera categórica entre lo que llamaba el país nacional y el país político.

Todas esas nuevas y necesarias opciones se derrumbaron con los tres disparos que escuché el 9 de abril de 1948 desde una ventana. El país que habíamos conocido sucumbió para siempre aquel viernes enardecido, húmedo de sangre y envuelto en ráfagas de lluvia y humaredas de incendio. Ardían tranvías y edificios públicos. Muchedumbres enloquecidas y armadas de machetes recorrían las calles. En la noche y al día siguiente la revuelta popular fue sofocada de una manera brutal. Cuatro mil muertos quedaron en las calles de Bogotá. Sólo delante de mi casa conté dieciocho cadáveres.

A partir de entonces, la violencia fue protagonista central de nuestra vida política. En noviembre de 1949 el gobierno conservador de Ospina Pérez cerró el Congreso; en las elecciones de 1950 no hubo más candidato que el del partido dueño del poder y la violencia contra la oposición se hizo sentir en las aldeas provocando el éxodo hacia las ciudades de millares de liberales.

El 5 de septiembre de 1952, en Bogotá, fueron incendiadas las sedes de El Tiempo y El Espectador —los dos principales diarios de oposición— y las casas de los jefes del Partido Liberal, quienes debieron partir al exilio. Semejante represión, que ha sido bautizada piadosamente por los historiadores con el nombre de la violencia, como si fuese un castigo venido del cielo, produjo 300.000 muertos en el país.

Desalojados de sus tierras de manera violenta, los campesinos liberales, que habían sido devotos de Gaitán, formaron guerrillas. Su suerte fue diversa. Cuando finalmente, dada la caótica situación del país, un golpe militar llevó al poder al general Rojas Pinilla, movimientos de guerrilla como los surgidos en los llanos orientales del país aceptaron la amnistía ofrecida por el gobierno; otras fueron asimiladas a grupos de bandoleros y otras, en fin, catequizadas por el Partido Comunista, dieron lugar a las FARC.

El general Gustavo Rojas Pinilla llegó al poder el 13 de junio de 1953, mediante un clásico golpe de cuartel dado al presidente conservador Laureano Gómez. A primera vista, dicho golpe parecería insólito en un país como Colombia, de larga tradición institucional y con unas Fuerzas Armadas que siempre habían obedecido al poder civil.