Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Colombia de ayer a hoy

De Jorge Eliécer Gaitán a Álvaro Uribe: ¿Por qué una nación estable se convirtió en la más turbulenta?

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Sin embargo, tal era la situación de violencia y represión vivida por el país, que la mayoría de los colombianos recibió con alborozo el nuevo gobierno y le dio un esperanzado apoyo. Se esperaba que un militar en el poder pusiera fin a la violencia ejercida contra el partido mayoritario del país y restableciera las libertades fundamentales, entre ellas la de prensa. A la vuelta de poco tiempo, tales ilusiones se evaporaron. La realidad fue otra.

Como ocurría con las dictaduras militares que entonces proliferaban en el continente —por cierto, con apoyo del Departamento de Estado—, el gobierno de Rojas tomó un cariz abiertamente autoritario, estableciendo primero una rígida censura de prensa, luego clausurando los diarios liberales El Tiempo y El Espectador, y permitiendo que la Policía disolviera a bala desfiles estudiantiles de protesta, el 8 y 9 de junio de 1954, con un alto saldo de muertos y heridos. De esta manera, la violencia siguió siendo protagonista en la vida política del país.

Dos personajes jugaron un papel decisivo para obtener el derrocamiento del general Rojas Pinilla y para devolverle a Colombia un cauce institucional: el ex presidente liberal Alberto Lleras Camargo y el ex presidente conservador Laureano Gómez. Su histórico encuentro en el balneario español de Benidorm, en 1956, y el acuerdo que entonces suscribieron, puso fin al viejo enfrentamiento de los dos partidos tradicionales y los unió en el empeño de restablecer gobiernos civiles.

Finalmente, un gran paro nacional, con fuerte respaldo de los estamentos políticos y sociales del país, precipitó la caída de Rojas el 10 de mayo de 1957 y dio lugar al nacimiento de lo que se denominó el Frente Nacional, o sea, un singular experimento institucional y político, aprobado caudalosamente por los colombianos mediante un plebiscito, que permitió a liberales y conservadores compartir el poder por partes iguales durante dieciséis años, tanto en la administración pública como en el Congreso, las Asambleas Departamentales y los Concejos Municipales.

Quedó estipulado también que la Presidencia de la República se rotaría cada cuatro años, de modo que un presidente liberal debería ser sustituido por un conservador y viceversa.

Guerrilla y clientelismo

El Frente Nacional, que duró desde 1958 hasta 1974, fue saludado por una cierta retórica muy propia de la época como un noble y necesario acuerdo patriótico, pese a las severas restricciones que suponía el libre juego democrático.

Visto hoy, con la perspectiva de los años, es justo reconocer que este sistema de poder compartido por mitad durante un lapso tan amplio puso fin a la violencia partidista en Colombia. Nunca más hubo muertos liberales o conservadores en la lucha por el poder. Esa página, más propia del siglo XIX, se dobló para siempre. Pero —sólo hoy podemos verlo con toda objetividad— ese remedio tan particular dio lugar a graves males que hoy padecemos.

En primer lugar, la guerrilla. Repartiendo el poder entre los dos partidos de manera excluyente para cualquier otra fuerza política, enviamos al monte a la izquierda más radical, convencida de que el único medio de cambiar un orden de cosas —para ella deformado por privilegios y desigualdades sociales— era la lucha armada. El otro mal ocasionado o promovido por ese sistema fue el clientelismo político con todas sus perversas secuelas.

Ciertamente, las FARC habían aparecido antes de que se estableciera el Frente Nacional, cuando las guerrillas formadas por desesperados opositores liberales, desalojados de sus tierras y aldeas por la represión oficial, fueron finalmente catequizadas por el Partido Comunista. Y, como atrás queda dicho, cerrándoles cualquier espacio de representación política a las nuevas y pequeñas vertientes radicales del país —comunistas, castristas o maoístas—, el Frente Nacional los afincó en la idea de la lucha armada como único camino.

Surgido hacia 1966, el ELN tuvo su origen en la efervescencia revolucionaria suscitada en esa década, en todo el continente, por la Revolución cubana. Típica enajenación de aquel momento, enajenación que consistía en menospreciar las instituciones democráticas, incluyendo partidos y elecciones, para valorizar la supuesta terapia redentora de las armas, ella empujó hacia la guerrilla a un buen número de jóvenes idealistas e incluso a figuras tan honestas como el sacerdote Camilo Torres.