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Cuba, Independencia, Guerra

A propósito de octubre 1868

El autor señala su objetivo de no minimizar los acontecimientos, sino de intentar descubrirlos desde otra perspectiva que espera sea más equilibrada

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La guerra civil iniciada en 1868 en la provincia de Cuba, no es un capítulo tan glorioso en la historia de España como se ha querido hacer creer de un lado y de otro del Atlántico.

Por el lado insular pueden comprenderse los burdos intentos de reescritura que pueblan los libros de texto y que han formado a varias generaciones de españoles de Cuba, llegando inclusive a hacerles olvidar quiénes son realmente. Por la parte peninsular la historia no ha ido mejor encaminada, porque la responsabilidad de la pérdida de Cuba ha sido una responsabilidad directa de los gobiernos que se han sucedido en la península desde la muerte de Fernando VII.

Es por tanto, mucho más fácil intentar hacer tabla rasa de un pasado —con el riesgo que comporta la repetición de la historia—, que señalar a los verdaderos culpables, no vaya a ser que desenredando la madeja se descubra que son los mismos que todavía tiran de los hilos del Estado español.

Los primeros meses de la contienda fueron decisivos por muchas razones, primero porque pusieron enseguida de manifiesto las tensiones que conducirían a la derrota del estallido revolucionario y luego, porque un estudio de los documentos de época, muestra que el movimiento, a pesar de lo que se pretende, no fue masivo y ni siquiera interesó a la población esclava —y mucho menos a los libres de color—, a la que los amos involucraron por la fuerza en la contienda.

No se trata de minimizar los acontecimientos —después de todo el conflicto se extendió durante diez años—, sino de intentar descubrirlos desde otra perspectiva, esperamos más equilibrada. Si los cubanos quieren de verdad construir una nación propia y próspera en el futuro, no pueden seguir creyendo que la quema de Bayamo fue un acto heroico apoyado por toda la población, o que Carlos Manuel de Céspedes fue un hombre bueno inspirado por altos ideales; mucho menos, que una revuelta dirigida por mercenarios y extranjeros, era representativa del sentir de la población, particularmente del campesinado, o de los pequeños comerciantes peninsulares y cubanos que, día a día contribuían con su trabajo a la creación de la riqueza por la que la Isla llegó a convertirse en la provincia más próspera de España.

Parece una evidencia, pero no por eso hay que dejar de repetirlo sin descanso, en 1868 la sociedad no estaba dividida radicalmente entre los que querían la independencia y los que defendían la unidad de España. No podemos seguir conformándonos con un estrecho marco binario que, 118 años después de la ocupación norteamericana, ha mostrado sus límites e impide a los habitantes de la Isla una interpretación menos teatral de la realidad en la que viven.

Hasta principios del siglo XIX la Isla no fue para España más que un puerto y un astillero. En el interior del archipiélago, lejos de los centros de poder, los habitantes vivían a su aire, sin que autoridad alguna viniera realmente a molestarles en sus quehaceres cotidianos, o a perturbar su modo de vivir, más enfocado al contrabando que a las preocupaciones políticas. De hecho, las provincias orientales estaban abiertas al Caribe y la comunicación naval —legal e ilegal—, hacia las colonias inglesas y francesas era casi cotidiano. La expulsión de los peninsulares de América tras la independencia, vino súbitamente a cambiar las reglas del juego. Primeramente, desde el punto de vista demográfico los criollos asentados después de generaciones en el territorio dejaron de ser la mayoría de la población blanca; sin olvidar que los recién llegados traían frescas en la memoria las heridas de las guerras civiles qua asolaron el continente, cuyo primer efecto, fue el de abrir un abismo entre criollos y peninsulares. Aunque pasaron todavía algunos años antes de que los peninsulares llegasen a considerar a los criollos naturales de América como a auténticos salvajes; las guerras civiles y su cortejo de desolación y muerte, contribuyeron no poco a este divorcio afectivo, que no hizo sino acentuarse con el paso del tiempo, llegando a su paroxismo durante la Primera Guerra Civil que comenzó en Cuba en 1868.

En segundo lugar, tras la Toma de La Habana por los ingleses y gracias a la influencia de algunos de sus fisiócratas ilustrados, la Isla se convirtió en un laboratorio liberal, donde prosperó la idea de que el comercio sin trabas, llevaría al archipiélago a jugar un papel de primer orden en Occidente. Mientras se mantuvo el dominio peninsular en América las reglas del juego del libre comercio y del laissez faire pudieron mantenerse, pues las autoridades —de concierto con los notables criollos— se hacían de la vista gorda a la hora de imponer regulaciones y otras trabas administrativas. De este modo, se produjo un milagro económico que alzó la Isla al primer lugar dentro del comercio internacional, convirtiéndola de hecho en la provincia más rica de España, al punto que ser “cubano” se convirtió para el vulgo en sinónimo de rico.

La independencia de América trajo como consecuencia que España perdiera una parte sustancial de sus ingresos; y si bien hasta el momento se toleraba el enriquecimiento de los españoles de Cuba, la invasión napoleónica y la ruina del erario volvieron intolerable para la opinión pública un tal desorden. Por otra parte, la aspiración de ilustrados era la de construir un Estado centralizado y moderno “a la francesa”, acabó imponiendo la idea “liberal” de que la isla de Cuba era un vulgar activo dentro del engranaje estatal y no una parte igual del territorio nacional, como se habían venido considerando hasta ahora los territorios americanos. Es decir, si hasta 1834, en la Isla había gobernado el comercio, a partir de este año, la administración colonizó —nunca mejor dicho— todos los resortes de la vida pública y económica del territorio. Las tensiones entre mercaderes y burócratas no tardaron en manifestarse hasta volverse irreconciliables 34 años después. Por al camino, ocurrió un hecho que la historiografía económica no ha destacado lo suficiente: la creación de un banco de emisión y la imposición del papel moneda como medio de intercambio en lugar del oro. Si bien historiadores españoles como Inés Roldán de Montaud, han estudiado la correspondencia entre el ciclo bélico y la fiscalidad en Cuba, ninguno de ellos ha destacado que las reformas fiscales facilitaron la extracción legal de los metales preciosos de la Isla, contribuyendo durablemente a la ruina de su economía hasta hoy.

Esperamos que este texto ayude al debate político que tarde o temprano deberá sentar a los cubanos alrededor de una mesa para imaginar entre todos un futuro mejor.


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