Actualizado: 29/04/2024 20:56
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¿Corrupción pública o corrupción revolucionaria?

El lenguaje de las revoluciones: La Habana enmascara la crisis con el eufemismo 'período especial' y la gente al ladrón con el de 'luchador'.

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La lógica de la supervivencia

Quinto: de la misma manera que la revolución, la corrupción sigue la lógica de la supervivencia. No me refiero únicamente a la supervivencia que nace en la precariedad de los recursos —la honradez y la pobreza pueden generar también decencia y buena administración—; sino sobre todo a la estrategia de los sobrevivientes, en que vale todo: el engaño, la simulación, el actuar fuera de los límites éticos y las salidas constantes del guión con el fin de prevalecer.

Ambos, el corrupto y el revolucionario, aplican las mismas técnicas para obtener sus objetivos: no hay muchas diferencias entre aquella nefasta empresa que en Cuba conocimos por las siglas de MC y las cuentas ocultas que nutren las ganancias del sempiterno espíritu empresarial de los cubanos, o las necesidades de reproducción de nuestros hogares. Con las debidas justificaciones, a veces sin mala conciencia, todos mentimos, con la mentira lógica del guerrillero que se confunde con el marabú del matorral.

Sexto, y derivada de sus necesidades de supervivencia, la revolución y la corrupción intercambian complicidades. A casi medio siglo de revolución, con una mafia incrustada en todo el cuerpo social y económico, nadie debe engañarse con los golpes de pecho anticorrupción que están sonando.

Una joven abogada denuncia la corrupción en su empresa y resulta aplastada, expulsada de su trabajo, amenazada por haber tenido la valentía de no dejarse comprar y de combatir, según los medios retóricos que le enseñaron, lo que a todas luces es un mal. Su mérito parece ser haberse ofrecido en holocausto para que ahora se nos pretenda confundir con el "ataja al ladrón" que clama el poder.

Porque, y aquí entramos en el séptimo círculo de este proceso de ósmosis, la corrupción tiene como una de sus fuentes la discrecionalidad en el uso y distribución de los recursos de la sociedad. La sociedad moderna sólo tolera, y no muy bien, dos tipos de desigualdades: las que nacen del esfuerzo y las que provienen de los prístinos tiempos de la tradición.

La revolución cubana deslegitimó la segunda con el fin de ensalzar la primera, para luego reinstalar la desigualdad de la tradición a través de los privilegios revolucionarios, y destruir la desigualdad del esfuerzo matando la iniciativa de los ciudadanos. Estos reacomodan la cosa mediante la perversión de sus potencialidades en la corrupción, frente a un Estado que se prodiga en otorgar privilegios —una manera de corromper— por las lealtades.

Semejante discrecionalidad, en un país por demás improductivo, ha hecho de la corrupción nuestra segunda naturaleza.

Por último, la destrucción y deslegitimación de las instituciones escritas caracteriza la corrupción en Cuba: una conducta aprendida en la escuela de la revolución.

La corrupción arregla los papeles cuando es necesario y los desaparece, ante la fuerza mayor de la ganancia o del peligro, allí donde la revolución actúa, frente a ella, de manera similar. Ahora no han valido la administración, las instancias del Partido Comunista, mucho menos los sindicatos —que son las instituciones en las que se reconocen legítimamente los revolucionarios—, para resolver el problema de la corrupción.

Como siempre, la revolución sorprende con su técnica guerrillera, de las montañas, y despliega un ejército de bisoños que sólo lograrán posponer y refinar la corrupción. Un legado que, junto a la intolerancia, nos deja la Cuba de siempre: revolucionaria o no.


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