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Cuba, EEUU, Cambios

Cuba: el muro y los agujeros

Se han producido cambios en el sistema cubano y algunos son muy relevantes y positivos, solo que una parte importante de estos son “daños colaterales” no programados

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Es indiscutible que Raúl Castro no pasará a la historia como un político audaz e innovador. Probablemente pueda ser ubicado como uno de los más pusilánimes que ha gobernado a Cuba. El General/Presidente y su equipo —octogenarios y cincuentones—dicen andar sin pausas pero sin prisas, como si tuvieran a su favor todo el tiempo del mundo para garantizar, al menos, el vaso de leche prometido a cada niño. Como si cada demora no tuviera un costo redoblado en toda nuestra sociedad.

Y cada demora genera en los observadores pesimismo, decepción, molestia, y otros muchos sentimientos negativos que confluyen en una idea usual: no hay cambios significativos en Cuba, excepto algunas modificaciones cosméticas.

Esa no es mi opinión. Aún reconociendo todas las veleidades de la clase política cubana, creo que sí ha habido cambios y que algunos son muy relevantes y positivos. Solo que a diferencia de los apologetas del sistema —blandos, duros y semicríticos— también creo que una parte importante de los cambios son “daños colaterales” no programados. Y otra parte no menos significativa es el resultado de la propias incapacidades de la élite para gobernar como lo hacía hace dos décadas.

Solo a modo de ejemplo, la reforma migratoria es un cambio relevante y positivo. Es incompleta, no reconoce derechos ciudadanos, deja fuera de sus consideraciones a los emigrados, etc. También es cierto que en el corto plazo quita presión social al régimen y le incrementa ingresos. Pero también es indudable que favorece las relaciones familiares y los contactos de los cubanos con realidades que solo han conocido a través de las caricaturas de Granma. La autorización de las pequeñas y microempresas privadas —otro ejemplo— es también una acción incompleta, pero considero vital que la sociedad conozca otras formas de propiedad, en que el mercado distribuya valores y que un 20 % de los trabajadores cubanos ya no sean empleados públicos.

Desde mi punto de vista, lo más importante es que estas medidas —u otras que pudieran mencionarse— apuntan al fortalecimiento de dos dones sociales que el totalitarismo expropió a nuestra comunidad nacional: la diversidad y la autonomía. Producto de su propia sofisticación social y cultural, y de las nuevas situaciones creadas, la sociedad cubana insular es hoy más variada y autónoma que nunca antes desde la segunda mitad de los 60. Y por esas mismas razones, y porque es un Estado que pierde capacidades de control social, hoy la sociedad cubana es más libre que hace veinte años. No porque así lo hayan diseñado los huéspedes del Palacio de la Revolución —criaturas antidemocráticas por excelencia— sino porque ya no pueden hacer las cosas como las hacían antes.

Hace una docena de años, 75 opositores fueron encarcelados por muchos años por escribir artículos oposicionistas en la prensa extranjera. Hoy, lo siguen haciendo, e incluso tienen un periódico online en funcionamiento. En general sus actividades en lugares privados son toleradas, o solo molestadas tangencialmente en comparación con la bestialidad represiva de años anteriores. Y solo se les disputa fieramente la presencia pública, pero con menos severidad que años atrás: detenciones exprés de pocas horas. Esto no confiere bondad al gobierno cubano, ni habla de un Estado de derecho, pero hay que reconocer que es menos desfavorable para el desarrollo de un movimiento contestatario.

Algo similar ocurre con el espacio que denomino de acompañamiento crítico sistémico. Cuando la jerarquía católica desbandó a Espacio Laical, sus principales animadores buscaron otros respaldos religiosos para fundar Cuba Posible. Un proyecto que se propone estimular el debate de intelectuales y activistas desde una perspectiva crítica que hace algún tiempo hubiera merecido una fuerte respuesta oficial. Pero se le tolera, así como la existencia de espacios menores de interpelación. Basta comparar esto con lo sucedido en 1996 con el Centro de Estudios sobre América o posteriormente con otros proyectos autónomos como Hábitat Cuba, para entender los cambios. Si los acompañantes críticos hubieran dicho en 2000 que eran oposición leal, como lo dicen hoy siempre que pueden, se hubieran encontrado ante el amargo dilema de convertirse efectivamente en oposición o de gastarse lo que les quedaba de lealtad en ejercicios de genuflexión política.

El Estado cubano ya es incapaz de pedir a cada ciudadano el alma, y se conforma con pedirle la obediencia. El régimen totalitario, que en la época “soviética” se basó en los monopolios del Estado sobre la economía, la política y la ideología, hoy cede espacio a una dominación menos ambiciosa, y tiene que compartir atribuciones, formalmente como hace con la Iglesia Católica y el mercado, o informalmente con la sociedad. En los lejanos 90 escuché a Jorge Domínguez decir que se trataba de la transición desde un régimen totalitario a otro autoritario, y me pareció exagerado. Pero Domínguez tenía razón y hoy esa transferencia es más clara que entonces. Y lo será aún más según avance la diversidad y la autonomía social.

Por eso considero positivos el restablecimiento de vínculos diplomáticos con Estados Unidos, el fin del bloqueo/embargo y la normalización total de relaciones. No porque crea que la élite cubana va a producir motu proprio una apertura política. No lo va a hacer. Pero ese camino de distensión y apertura conduce inevitablemente a una exacerbación de contradicciones, a la maduración de la diversidad explícita en la sociedad y a su autonomía. Y a incrementar aquellos espacios que la clase política no puede controlar, o solo puede hacerlo deficitariamente.

En resumen, es cierto que los muros de la represión y la intolerancia gubernamental siguen en pie. Sólo que agujereados, y me temo que a veces los agujeros pueden ser más importantes que el propio muro.


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