Dejar los extremos
Lo que Cuba necesita es una política de centro saludable, porque las barricadas ejercen el mismo efecto que un tranquilizante.
Nuestro día llegará más pronto de lo que pensamos. Cuando la dictadura que sufre Cuba llegue a su fin, la democracia entonces tendrá voz y voto. Eso, en resumen, fue el mensaje que se escuchó una y otra vez en el encuentro de la Asociación de Abogados Cubanoamericanos (CABA), el pasado 2 de junio. Pero la respuesta al cómo llegamos de la situación presente hasta allí no es tan simple como puede parecer; un largo y tortuoso camino nos aguarda. Lo que sigue a continuación son, en esencia, mis comentarios al impresionante grupo de jóvenes abogados de la CABA.
A Cuba le falta una política de centro saludable, fuerte y de largas miras, que permitirá que el diálogo sea posible, que el pueblo pueda escuchar y se pueda alcanzar un compromiso común. La polarización es perversamente fácil de mantener: no exige que nos veamos abocados a tomar decisiones difíciles. Las barricadas, tanto físicas como ideológicas, ejercen el mismo efecto que un tranquilizante. Por ello, si en realidad queremos una Cuba que sea democrática, hay que abandonar ya los cómodos extremos y enfocarnos en el centro.
Debemos tener en cuenta, sin embargo, que aún no hemos demostrado la capacidad de aprender aceleradamente, al menos no en el campo de la política. Tanto en el presente como en el futuro, el bienestar del pueblo cubano debe constituir la prioridad número uno de la clase dirigente.
Pero no nos engañemos, la élite en el poder no demuestra ninguna intención de situar el estándar de vida de la población como centro de sus obligaciones. Siendo justos, debemos admitir que algunos de ellos lo han intentado, pero a la corta o la larga han fracasado.
Oportunidad perdida
A principios de la década de los años noventa, el gobierno tuvo en sus manos la oportunidad de seguir las nuevas rutas que los gobiernos de China y Vietnam comenzaban a transitar entonces. De haberlo intentado, a día de hoy el pueblo cubano seguramente —aun cuando no fuera todavía libre políticamente— estaría disfrutando de un nivel de vida más decoroso que el actual. Pero como siempre, Fidel Castro se aferró a su poder obtusamente y vociferó sin cesar contra cualquier intento de emular con esta contrapartida asiática.
Las enormes dificultades del día a día que se vive en la Isla no constituyen en modo alguno el único problema del país. La política fidelista se ha hecho inmune a cualquier intento de diálogo, a aprender a escuchar y tratar de que se logre un compromiso. Me temo que algunos de los miembros del círculo más cercano al comandante piensen que continuarán gobernando después que él haya desaparecido, como si aún estuviera vivo, les ofreciera los medios perfectos para lograr una legítima sucesión del poder.
El tiempo lo confirmará, pero sospecho que una conversión económica radical es la mejor manera de encontrar un régimen sucesor que pueda mantenerse a sí mismo, al menos durante algún tiempo. Si así fuera, la intransigencia ya no podría marcar el paso de la nación. Los mercados, después de todo, tienen una eficaz manera de imponer su pragmatismo, y de este modo las posibilidades de centrarnos en la política que más nos interesa pudieran aumentar significativamente.
Desde mediados de la década de los setenta, la resistencia pacífica ha sido la bandera que ha ondeado la oposición en Cuba. De una manera u otra, persiguen igualmente la idea de un diálogo, aun cuando el régimen no haya cedido a mantenerlo. Por otro lado, el terrorismo o la amenaza de actos violentos han marcado el quehacer político de los exiliados cubanos durante buen tiempo. Por suerte para todos esto ya pertenece al pasado.
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