Del mitin político como acto de repudio
Trump, los sicofantas que participan en sus mítines y los actos de repudio en Cuba
La táctica es vieja y efectiva. La veremos repetirse hasta las elecciones presidenciales del próximo año en Estados Unidos. Ya Donald Trump la ha empleado con éxito y no ha dudado por un minuto en volver sobre ella.
“¡Envíala de vuelta, envíala de vuelta!”. Así gritaron los participantes el miércoles, durante un discurso de hora y media de Trump en Greenville, Carolina del Norte. Él los dejó hacer. Luego el jueves trató de desligarse del incidente: “Yo no dije eso, ellos lo hicieron”. Señaló que “no estaba feliz” cuando escuchaba a la multitud gritando.
Aunque la historia está demasiado cercana para intentar ahora una respuesta hipócrita.
Durante la campaña de 2016, los seguidores de Trump coreaban “¡Encarcélenla, encarcélenla!” refiriéndose a Hillary Clinton. Paradójicamente —¿o no?— uno de los que gritó con más fuerza e incitó a que otros lo hicieran, está hoy tras las rejas: Michael Flynn. No es el único.
El miércoles el ataque verbal era fundamentalmente contra la congresista musulmana Ilhan Omar, la cual llegó a EEUU, procedente de Somalia, cuando era niña y se naturalizó estadounidense tras cumplir 17 años.
En su discurso Trump acusó a Omar de haber pedido compasión para los miembros del Estado Islámico y de enorgullecerse de Al Qaeda. Mentira en ambos casos. (Si usted desea conocer en detalle lo dicho por la congresista al respecto años atrás, pinche aquí.)
El presidente dice no sentirse responsable por las palabras de sus seguidores. Mentira también. El pasado fin de semana Trump escribió en Twitter unos mensajes en los que instaba a cuatro congresistas demócratas de la Cámara de Representantes a regresar a “sus países”. En realidad, todas ellas son estadounidenses. Tres de nacimiento: Ayanna Pressley, de Ohio; Alexandria Ocasio-Cortez, de Nueva York y padres puertorriqueños; Rashida Tlaib, de Detroit. La tercera, Omar, por naturalización.
Lo que tienen en común las cuatro es lo que las “diferencia” del estereotipo de los estadounidenses de raza blanca, origen anglo-sajón —aunque esta es una definición que se establece en un sentido muy amplio— y religión protestante: los llamados “WASP” por su sigla en inglés; un término sociológico de uso más popular que científico.
Por su parte, las congresistas a las que se viene refiriendo Trump son de raza negra o de origen latino o de confesión musulmana.
El recurrir a la otredad ha acompañado a la constante campaña política de Trump desde que decidió lanzarse a la conquista de la presidencia de EEUU por el Partido Republicano, si bien la fidelidad al concepto —actitud, conducta— forman parte de su esencia desde mucho antes. Por límites de inteligencia, conocimiento, razones de clase o entorno, Trump siempre ha temido lo ajeno, lo incomprensible, el mundo más allá de sus narices.
Pero si WASP en una época caracterizó a un sector privilegiado, a cargo de la hegemonía política y económica de EEUU —el famoso establishment—, con el tiempo, y en la medida en que desde un punto de vista pragmático se impuso en la clase gobernante blanca la necesidad de compartir el poder, el miedo a lo extraño adquirió aún mayor valor emocional dentro del sector de la población de raza blanca, que si bien no disfrutaba de los privilegios de la riqueza se consideraba hereditaria de la identidad nacional (white trash).
Así la “W” inicial de la sigla, que en un principio identificaba la riqueza (wealthy), cambió a definir el factor racial (white).
Cuando uno observa la coreografía precisa y repetitiva de los mítines políticos de Trump, tiene primero la sensación de que la plebe al fondo —lo siento, no encuentro una definición mejor— no es más que un grupo de sicofantas de pago. Sin embargo, dicha impresión se reduce a un error de precisión, del que se salvan los que han acumulado la experiencia cubana de los “actos de repudio”: donde más allá de una obligatoriedad supuesta o real siempre estaba presente el atractivo de la impunidad: el poder ofender con impudicia a otros. La libertad para denigrar gratuitamente a quien no se entiende o ha escogido una vía distinta.
Excluidos del pudor y la decencia, quienes participaban en los actos de repudio en Cuba se lanzaban a denigrar tanto a quienes conocían —con los cuales hasta ayer habían conversado, saludado, compartido inquietudes por ser sus vecinos, compañeros de trabajo, incluso familiares, y de pronto convertidos en sus enemigos por orden del poder— como a los extraños más o menos lejanos, por los cuales sentían una mezcla de rencor, miedo, incluso envidia, aunque nunca los conocieron: todo ello formando un acto liberador desde el punto de vista emocional.
Esto, por supuesto, siempre ha sido característica de los sistemas fascistas. Sería aún presuroso afirmar que la administración de Donald Trump lo es —aunque en igual medida tampoco puede negarse que por momentos tiende a ello, más a veces por un afán electoral que por una vocación totalitaria sustentada en una ideología: razón de carácter y no de doctrina—, pero la presión a favor de la integración al grupo, la sociedad, la nación y la raza mediante compulsión social —y en última instancia la violencia— fue una realidad persistente en el fascismo y el nazismo.
Si bien resulta injusto limitar a este núcleo irracional la totalidad de los electores de Trump, no por ello resulta menos necesario el destacar que ese grupo vocinglero y con pretensiones de gran influencia —por lo común caracterizado por un estamento de fácil manipulación— sirve de eco al actual presidente estadounidense, con su desprecio hacia la democracia liberal, el Estado de derecho, las opiniones ajenas y los otros en general.
Encontramos entonces en las imágenes de tales mítines tanto a fanáticos que se alimentan del grito y el insulto como a representantes más clásicos del estereotipo del WASP, sobre todo en la versión joven, capaces de soportar la cercanía con aquellos que desprecian —por la carencia de dinero, una buena educación y viviendas acomodadas— durante un par de horas, al considerar justificado el esfuerzo por la permanencia de sus privilegios. Los gritones, por su parte, siempre felices con el desahogo, al que se conforman.
Trump siempre se ha alimentado del repudio a la otredad, como fundamentos para desarrollar la intolerancia y la detracción, aunque para ello tenga que recurrir a los rumores peor intencionados y las mentiras más burdas. En esta táctica —parece que cada vez con más fuerza— fundamentará su empeño para mantenerse en la Casa Blanca.
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