Actualizado: 07/05/2024 1:47
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El buen izquierdista

Ningún modelo para sustituir el sistema capitalista ha dado resultado. ¿Qué hacer entonces?

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Izquierda, pero con el capitalista intacto

En cuanto a los socialistas no comunistas, conquistaron efectivamente el poder político en varios países europeos en el siglo XX, aunque no fueran los trabajadores quienes lo hicieran y, desde luego, una vez en el poder no introdujeron cambios revolucionarios; el sistema capitalista se mantuvo así en lo esencial, con la propiedad privada de los medios de producción.

Sin embargo, gracias a la eficacia de la economía de mercado y a unas políticas sociales de apoyo a los de abajo, hubo un incremento notable del bienestar general, lo suficientemente amplio para que los ricos se hiciesen más ricos y los pobres vivieran bastante mejor, tanto incluso como para que dejaran de ser pobres.

Con todo y con ello, ni en Suecia ni en Alemania ni en España, cuando los socialistas llegaron al poder hubo cambio revolucionario alguno. Por ello, los partidarios del cambio no suelen apuntarse a la socialdemocracia. En realidad, el difícil problema que se les plantea es que hoy no pueden apuntarse a nada. ¿Cómo van a apoyar a gobiernos que, pese a su etiqueta de izquierdas, dejan el sistema capitalista intacto? Entonces, ¿qué es lo que debería hacerse para contentar al buen izquierdista?

La dificultad estriba en que la añeja receta de socializar los medios de producción, que constituía la pieza maestra de toda política de izquierdas, resultó inservible. A decir verdad, no hay una explicación cumplida de por qué esa fórmula, en lugar de curarlos, agrava los males de la sociedad.

La afirmación de un preclaro profesor escocés de hace más de doscientos años de que no es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio, no ha sido desmentida. ¿Pero por qué la humanidad sólo ha de funcionar si se basa en el egoísmo? Ésta es la gran contradicción en que se desenvolvió la izquierda durante el siglo pasado: su teoría del cambio, atractiva como era, fracasaba al llevarse a la práctica.

La meta es el progreso

Veamos el caso de España. En los últimos veinticinco años ha habido gobiernos socialistas durante diecisiete. En ese largo período, excuso decir que no se ha producido socialización alguna, sino más bien lo contrario. La producción de bienes ha seguido en manos privadas. Afortunadamente, dirán algunos. Quizá con razón, pero ya que la producción no se puede tocar para no estropearla, ¿no cabría haber mejorado más la distribución de la riqueza mediante los impuestos?

Es verdad que ello tiene un límite. ¿Qué ocurrirá si se priva al empresario de sus ganancias? ¿No sucederá que nos quedaremos sin cena, por falta de interés del carnicero, el panadero y el cervecero?

Con todo, en ese terreno, sí que cabe hacer más de lo que se hace, especialmente en nuestro país. Resulta que la España de los diecisiete años de gobiernos de izquierda tiene menos fiscalidad y menos gasto social que la media europea. Cierto es que partíamos de cotas bajas, pero, así y todo, el reformismo en España no ha sido nada radical en el terreno económico. También es cierto, sin embargo, que en otros aspectos ha habido más cambios, sobre todo en los últimos tres años; alguno, como el relativo al matrimonio de homosexuales, hasta cabría tildarse de revolucionario.

Tal vez sea ése el cometido de la izquierda en el siglo XXI. Ya que como parece que habrá que esperar al siglo XXII o al XXIII para que los avances del saber permitan cambiar el funcionamiento de la economía, luchemos entre tanto por las muchas causas pendientes: ecologismo, ayuda al Tercer Mundo, políticas generosas de inmigración, laicismo, educación, emancipación definitiva de la mujer, derechos humanos, antiimperialismo, coexistencia pacífica de nacionalismos, etcétera. Además, claro está, de lograr un gasto social como el de Suecia.

El mundo actual es, desde luego, harto imperfecto, lo que hace que algunos o bien se vuelvan escépticos y piensen que todo queda siempre en buenas palabras o bien sueñen con la imposible revolución. Unos y otros olvidan, sin embargo, que la historia de la humanidad es la historia de la imperfección. Una imperfección que en lo pasado fue siempre mayor que la actual. Lo cual da alas para seguir creyendo en el progreso y en la labor de los progresistas en la política, el pensamiento, la educación, la cooperación, la familia, los medios de comunicación.

Porque al final, desde una perspectiva histórica, ser revolucionario o ser reformista es cuestión de calendario. Porque la única meta que puede tener la racionalidad de nuestra especie, por incompleta que sea, es progresar. Por eso es por lo que se puede ser razonablemente optimista. Por eso es por lo que al agorero, que nos dice que vamos de mal en peor, aun cuando sea un buen izquierdista, no hay que hacerle caso.

* Publicado en el diario español El País.


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