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Tiempo, Cuba, Espera

El país de las horas largas

El ser humano es el único mamífero cuya subjetividad le permite percibir el tiempo y organizarse día a día

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El tiempo es la materia de la que he sido creado.
Jorge Luis Borges

Se había roto una pata de la cama. Debía repararla con lo que tuviera, antes de la noche. Con la escasez de clavos fue un milagro encontrar algunos usados y oxidados y un pedazo de madera. Pero al darle la vuelta al bastidor sufrí una suerte de develamiento: la cama que reparaba había sido de mis abuelos, comprada en los años veinte del siglo pasado. Gracias a la caoba y una laboriosa hechura, resistió sin quejarse por más de ocho décadas. La cama quebrada revelaba el enigma de las cosas y las personas en Cuba; el tiempo, mi tiempo humano se había detenido. Mi vida vivía la vida de otros. Desde entonces, al ver caer la tarde en el portal de la casa, tenía la extraña sensación de estar atrapado en una invisible —y demoledora— maquina estática.

La impresión de que la vida es una sola, y que cada cual merece disfrutarla responsablemente —se llama libertad—, posee como base la conciencia de la finitud del tiempo. El ser humano es el único mamífero cuya subjetividad le permite percibir el tiempo y organizarse día a día. Consciente de la duración de la existencia como no hay otro ser viviente, los minutos, las horas y los años son bienes preciados. Desperdiciarlos es más que un pecado. Es regresar a la condición de animales inferiores, no pensantes.

Por supuesto, no siempre depende de cada individuo el uso correcto y productivo de los tiempos. Sabemos, por ejemplo, que lo que percibimos como 24 horas, con un tercio de ellas para dormir, tiene que ver con la luz del Sol y estar parados sobre la tierra. En la Estación Espacial Internacional, el Sol sale y se pone 16 veces en 24 horas, de modo que aquí el tiempo está relacionado con la velocidad a la cual nos movemos —Relatividad— y estar a decenas de kilómetros de la Tierra. En países cercanos al Polo Norte como Suecia y Finlandia, los días se acortan por ausencia de luz solar. Las personas experimentan que el tiempo y sus vidas se detienen. Lo que sucede, en realidad, es consecuencia de la caída de ciertas sustancias en sus cerebros. Y a pesar de ser países con un gran desarrollo económico y social, poseen las tasas de suicidio más altas del mundo.

Quienes vivimos en el llamado Primer Mundo nos quejamos de lo rápido que se van los días, la obsolescencia de las cosas y de las personas. Basta revisar los armarios y los garajes de la casa. Hallaremos objetos que hace solo unos años eran útiles y caros. Ahora reposan olvidados, llenos de polvo y humedades lascivas. Al salir a la calle donde ayer hubo una gasolinera ahora hay escombros, mañana buldóceres y pasado mañana un mercado de abastos. “¡Qué rápido se va el tiempo en este país!”, dice alguien a nuestro lado. “¡Y las personas también!”, mejoramos la plana al recordar que Fulano-de-tal lleva un par de años hecho cenizas, y no ha habido tiempo para llevarle flores al cementerio.

Pero esas ciudades nuevas, modernas e inteligentes, que parecen hechas de plástico y alabastros miméticos, tienen en contra que suelen ser camposantos de artistas e intelectuales. Nada como París, Madrid, Ciudad de México, La Habana —sí, todavía La Habana— o Buenos Aires para la creación y el arte. La buena literatura, la plástica y el buen cine necesitan reposo —y no pocas veces hambre—, el añejamiento apacible, los fantasmas andarines de las cuatro esquinas y el farol cómplice, ese que apenas alumbra.

A veces intuyo que para algunos la principal motivación para el exilio fue adueñarse de su tiempo. El que le tocaba a cada cual, y que nadie tiene derecho a disponer de él. La mejoría material y espiritual comenzó en el instante que sentimos vivir en parálisis existencial, y surgió la necesidad de echar a andar. A partir de ahí, mientras más tiempo se permaneciera en la Isla, más tiempo nos robaban quienes por decreto se creen dueños de la temporalidad.

Solo que al llegar a la Otra Orilla, debemos resolver nuestros conflictos con el tiempo, como será aprender a respetar los espacios de los demás, o cosas tan pedestres como los excesos de carne roja, el helado de chocolate y el “pan con timba” en la noche, y esas inevitables veinte libras de engorde, más difíciles de perder que dejar el tabaco. El tiempo, a solo unos cientos de kilómetros de la Isla, vuela, es agua que escapa entre los dedos, sufre una trasmutación que dejaría boquiabierto al mismísimo Albert. No saber poner el tiempo a nuestro favor explicaría muchos fracasos.

Que en Cuba las horas no pasan, o son tan lentas como en la novela de Hans Ruesh, no es un descubrimiento. La percepción del tiempo es subjetiva, depende del observador y el medio donde se encuentre. Basta una pequeña revelación como una cama rota para darse cuenta de la parálisis en que se vive. Tales develamientos, déjà vu, pueden suceder en la cola del pollo, en una oficina donde se hace la misma gestión hace 30 años, dando otra mano de pintura de cal con colorante esperando el Año Nuevo. Solo un espejo —el viejo espejo de la abuelita— puede devolvernos a la realidad de que el tiempo ha pasado, y no ha tenido clemencia: “¡coño, que viejo me he puesto en esta basura!”.

La razón de la percepción del tiempo detenido es simple: en la Isla la longitud de las horas, los días y los años es ajena a las personas. Otros individuos deciden cuándo, cómo y dónde el tiempo se hace espacio, se concreta como bien humano. La apropiación hace que sean esos individuos los primeros atrapados en el no-cambio. Son las mismas caras, los mismos discursos y promesas, los héroes y triunfos machacados por más de medio siglo. Para rematar el absurdo, no se les ha ocurrido otra desafortunada idea que designarse “continuidad”, algo que acaso es una pretensión de adueñarse para siempre del limitado tiempo de vida de los demás.

Imaginemos por unos segundos la montaña de escombros materiales e ideológicos que se acumularán en la Isla el día que, imparable, el Reloj del Universo pueda arrancar de nuevo en la mente de los cautivos de la temporalidad insular. Los mandantes taponan el libre fluir de la arena en la copa; obliteran, con sus gruesas anatomías, la ley de la gravitación universal. Pero la arena del Reloj sigue su curso, que es caer hacia abajo. Horas y días discurren inexorablemente. Y no hubo, no hay ni habrá fuerza humana capaz de evitarlo.

Borges, con su obsesión del tiempo y la inmortalidad, escribe así en “El Reloj de Arena”:

“Hay un agrado en observar la arcana/Arena que resbala y que declina/Y, a punto de caer, se arremolina/Con una prisa que es del todo humana”.


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