El recurso de la intervención
Este trabajo se publica en dos partes. La segunda parte, titulada La obra de la intervención, aparecerá mañana
Desde 1959, cuando la revolución liderada por Fidel Castro empezó a acentuar su tendencia totalitaria, muchos cubanos, de diferentes estratos sociales, creyeron que una intervención militar de Estados Unidos era pertinente para abortar la consolidación de un régimen que se proponía la implantación de una ideología foránea (el marxismo-leninismo) mediante el expediente de una tiranía. Para entonces, la Enmienda Platt (ese salvavidas de que dispuso Cuba en las primeras décadas de su existencia republicana) había sido abrogada desde hacía un cuarto de siglo obedeciendo a un prurito de soberanía. Queríamos —yo, aunque niño entonces, lo quería también— que «los americanos» vinieran una vez más a socorrernos, pero ya antes les habíamos atado legalmente las manos.
A partir de la llegada de John Kennedy al poder en enero de 1961, Washington optó decisivamente por la no intervención, aunque buena parte de los cubanos se negaba a admitirlo. A pesar del popular discurso antiplattista, los nuestros se comportaban como el personaje del cuento que quiere tener el pastel y comérselo a un tiempo. ¡Cómo es que nuestros vecinos del Norte nos dejan a merced de esta pandilla de gánsteres comunistas! Y eso lo decían las mismas voces que no habían dejado de exigir, durante décadas, el derecho de nuestro país a la autodeterminación sin que ningún procónsul yanqui viniera a darle órdenes. Y los vecinos —que, en verdad, no debían de habernos tomado tan al pie de la letra— optaron por mantenerse distantes y, salvo algunas acciones puntuales en que podía verse afectada su seguridad (como la Crisis de los Misiles), nos dejaron librados a nuestra suerte hasta el día de hoy. Los catastróficos resultados para Cuba de esa política son obvios. El mayor problema de nuestro querido país es que llevamos sesenta años esperando a «los americanos» y estos no acaban de llegar.
Sin embargo, alguna vez, en el verano de 1898, acudieron a librarnos de la opresiva tutela española y a respaldar —con entusiasmo, energía y honrada dedicación— nuestro ingreso en el mundo. La pobre Cuba, asolada por un conflicto atroz, entraba, como menesterosa cenicienta, del brazo de un general norteamericano en el salón de las naciones. Eso nunca debimos olvidarlo y, mucho menos, dejar de agradecerlo. La ingratitud es una de las peores flaquezas del carácter, tanto en los individuos como en los pueblos.
La guerra hispano-americana no se produjo —como algunos insisten en afirmar— como puro acto de rapacidad de Estados Unidos frente al decadente imperio español, sino como la respuesta solidaria del pueblo norteamericano con la lucha y el sufrimiento de los cubanos (aunque filipinos y puertorriqueños terminaran por verse arrastrados en ese conflicto).
Que los norteamericanos intervinieran en la guerra de Cuba a favor de los cubanos fue una idea del liderazgo mambí y del lobby de sus exiliados en Estados Unidos, sin que esto significara que a Máximo Gómez o a Tomás Estrada Palma los motivaran ideas anexionistas. En el momento en que estalla nuestra última guerra de independencia, el anexionismo no interesaba ni a norteamericanos ni a cubanos. Se había contemplado varias veces a lo largo del siglo, sobre todo en la reunión de Ostende (octubre de 1854), en que Estados Unidos estuvo a punto de comprarle Cuba a España por cien millones de dólares (en esto no había nada inmoral, tengamos presente que las colonias, incluidos sus habitantes, se compraban y se vendían como si fuesen mercancías). Para fines de siglo era un proyecto obsoleto.
Los cubanos querían la independencia, pero se sentían impotentes de conseguirla a corto plazo frente a la voluntad represora de España que llegó a emplazar en un territorio relativamente pequeño a un cuarto de millón de soldados. Cuando —debido al cambio de gobierno en Madrid por el asesinato de Cánovas del Castillo— relevan a Weyler, en octubre de 1897, la situación de las tropas mambisas era en extremo precaria. Las posibilidades de llegar a otra Paz del Zanjón eran muy grandes, lo cual hubiera significado para la independencia, en el mejor de los casos, un aplazamiento de varios años.
Convencer al gobierno de Estados Unidos de que debía intervenir decisivamente a favor de la independencia de Cuba fue un empeño meritorio con un ambiciosísimo objetivo sobrado de escollos. En primer lugar, vencer la renuencia de un establishment que no veía ventajas en participar de ese conflicto y que quería mantenerse fiel a sus propias leyes de neutralidad, y luego, comprometer a Estados Unidos a que respetaría la independencia de Cuba y que, después de echar a los españoles, les entregaría el país a los cubanos como un Estado constituido.
Aquí interviene un personaje decisivo e injustamente olvidado, el abogado Horatio Rubens, lobista y representante de la causa de Cuba ante las primeras instancias del gobierno norteamericano. Hasta llegó a decirse que a Rubens (que había sido amigo de Martí) debíamos agradecerle la independencia de Cuba. En este argumento tal vez haya alguna exageración, pero, al parecer, la mediación de Rubens fue decisiva en conseguir la «declaración conjunta», el pronunciamiento de ambas cámaras del Congreso que decía sin ambages que «Cuba es, y de derecho debe ser, libre e independiente». Esta promesa explícita fijó radicalmente el rumbo de la política cubana de Estados Unidos, sirviendo de freno a cualquier ambición anexionista que hubiera despertado en algunos la fácil conquista del territorio vecino. Los americanos irían a Cuba a hacernos el trabajo «sucio» (en el sentido literal de este término, nuestro país era un enorme muladar), se dedicarían durante poco más de tres años a sanear física y moralmente el país, a crear sus instituciones, a desarrollar su infraestructura y luego nos lo entregarían y se irían. Algo sin precedentes y muy difícil de entender en una nación (EEUU) que estaba aún entonces en una fase expansionista. ¿A qué se debió este insólito gesto de generosidad?
Fundamentalmente, a la simpatía del pueblo norteamericano con la causa de nuestra independencia. ¿Cómo se generó esa simpatía? Gracias a la labor propagandística de tres grandes cadenas de periódicos: El New York World, de Joseph Pulitzer, en memoria de quien todavía otorgan los premios que llevan su nombre; su directa competencia, The New York Journal, de William Randolph Hearst, quien también era dueño de una cadena de medios de difusión, Hearst Communication; y el New York Tribune de Charles A. Dana (aunque éste había muerto un año antes del estallido de la guerra hispano-americana). Estos tres importantes medios de difusión se han tildado, con razón, de amarillistas; pero pusieron el peso de su influencia a favor de la independencia de Cuba y eso los debía hacer acreedores de la gratitud de los cubanos hasta el día de hoy. Y, la pregunta esencial, ¿el porqué de esa simpatía? Se debía a la incansable labor de cabildeo de los exiliados cubanos: una élite política y social de las mejores que haya podio tener país alguno, que se dedicó incansablemente a seducir a estos medios de prensa, a través de los cuales conquistó el corazón de los norteamericanos. La declaración de guerra a España sería una última consecuencia de ese esfuerzo.
La idea de la independencia de Cuba siempre se gestó en Estados Unidos. Las expediciones de Narciso López (que es totalmente falso que fuera anexionista) se gestaron en Nueva York y Nueva Orleáns. La bandera de Cuba (la que llevó López a Cárdenas en 1850 y que es hasta hoy nuestra enseña nacional) fue diseñada en un hogar cubano en Nueva York y ondeó por primera vez en este país (en Nueva York y en Nueva Orleáns) antes que en Cuba. Los exiliados cubanos supieron, con admirable sabiduría política, seducir a los norteamericanos con la idea de su independencia nacional. En esa tarea, José Martí sería un gestor decisivo y, después de su muerte en Dos Ríos, el liderazgo cubano, tanto en los campos de la insurrección como en el exilio, proseguiría en esa campaña de seducción.
Los independentistas cubanos creían, desde la guerra de los Diez Años, que la política norteamericana hacia Cuba era un factor decisivo en su contienda contra España. Estados Unidos, donde había habido exiliados cubanos desde la tercera década del siglo XIX (José M. Heredia, el P. Varela) era visto por nuestros próceres fundadores como un modelo a imitar (mucho más que el resto de América Latina, donde prosperaron tiranías desde el primer día de la independencia). El gran empeño (fallido) de los cubanos en nuestras dos guerras de independencia fue que Estados Unidos reconociera la beligerancia de la República en Armas. Hacia el final del último conflicto (en medio de la campaña devastadora de Valeriano Weyler), el liderazgo cubano empezó contemplar la idea de una intervención de Estados Unidos que pusiera fin al imperio español al tiempo que preservara la independencia por la que luchaban.
En marzo de 1897, desde los campos de Sancti Spíritus, Máximo Gómez le escribe una carta al presidente Grover Cleveland, en la cual, luego de abundar en los desmanes y crímenes del gobierno colonial contra los habitantes de la isla, invoca la Doctrina Monroe para que Estados Unidos le ponga fin de alguna manera a la campaña feroz de Weyler. En primer lugar, le recuerda al presidente la simpatía del pueblo norteamericano, a diferencia de otras naciones del mundo, hacia la causa de nuestra independencia:
«Vea con que egoísta indiferencia o con qué expresiones de abstracto sentimentalismo, el mundo, con la casi única excepción del pueblo norteamericano, mira la guerra que está cubriendo de sangre las hermosas y amables llanuras de la fértil Cuba como si lo que estuviera ocurriendo allí fuese algo ajeno a sus intereses y a los de la civilización moderna; como si no fuera un crimen ignorar de este modo los estrechos lazos que unen a la sociedad»[1]
Más adelante, confiesa su impotencia para salvaguardar las vidas y haciendas de los cubanos, sobre todo de los civiles no combatientes, que quedan a merced de las autoridades españolas:
Tenemos ante nosotros la espléndida iniciativa que Ud. tomó al protestar enérgicamente contra las masacres de europeos y cristianos en China y en Armenia, dando por consiguiente un ejemplo de caritativa energía. Es en este sentido que yo recurro a Ud. ahora, al tiempo que declaro sincera y abiertamente que soy incapaz de prevenir los actos barbáricos que deploro.[2]
Y finalmente, cita y aboga por una intervención más precisa:
El pueblo norteamericano, que con todo derecho marcha a la vanguardia del Hemisferio Occidental, no puede y no debe seguir tolerando el asesinato sistemático y a sangre fría de indefensos americanos, por temor de que la historia pueda acusarlos de complicidad con tales atrocidades. Imite el noble ejemplo que acabo de citarle. Su acción estaría, además, sólidamente fundada en la Doctrina Monroe, ya que esa doctrina no puede referirse meramente a la usurpación de territorio americano, y no puede descansar solamente en la defensa de las potencias constituidas en América contra la ambición europea. No puede proteger el territorio americano y, al mismo tiempo, entregar a sus habitantes desarmados a la crueldad de una potencia europea despótica y feroz. Debe extenderse también a la defensa de los principios que caracterizan la civilización moderna y que completan la vida y la cultura de la sociedad americana. Corone Ud. su honorable historial como estadista con la ejecución de este gran acto de caridad cristiana. Dígale a España que cese la matanza y le ponga fin a la crueldad, y emplee el peso de su autoridad para imponérselo. Miles de corazones agradecidos bendecirán por siempre su memoria, y Dios, el misericordiosísimo, lo contemplará como la obra más meritoria de vuestra noble vida. Su humilde servidor. M. Gómez. [el subrayado es mío].[3]
Los medios de prensa afines a la causa de Cuba fueron decisivos en la captación de la opinión pública norteamericana, llegando al punto de que en los puestos de periódicos de muchas ciudades de Estados Unidos se vendían pequeños objetos de interés (banderas, escudos, monedas, etc.) cuya recaudación se destinaba a la ayuda de los rebeldes cubanos.
Esa intervención se produjo, en principio, con la declaración de guerra de Estados Unidos a España el 21 de abril de 1898. El inicio de las hostilidades en suelo cubano aún demoraría varias semanas. Es curioso que el Ejército español, que tenía cerca de 200.000 efectivos en Cuba, opusiera tan poca resistencia a un cuerpo expedicionario inferior en número y en preparación militar. Los norteamericanos sólo superaban decididamente a los españoles en el mar, como quedó demostrado en las batallas navales de Cavite (1º de mayo) y Santiago de Cuba (3 de julio). No es temerario afirmar que el mando militar español de tierra (con las excepciones que conocemos) debe haber sido víctima de una profunda desmoralización.
Orestes Ferrara, que se encuentra en el campamento de Máximo Gómez en el momento en que éste se entera de que Estados Unidos le ha declarado la guerra a España, cuenta en sus memorias como es recibida la noticia en el estado mayor del hambreado y fatigado ejército mambí:
En tal estado verdaderamente penoso, recibimos la noticia de la intervención americana. No puedo explicar el júbilo intenso, enloquecedor, que se apoderó de los cubanos. Corríamos por el campamento, nos abrazábamos y el grito común era: “Al fin libres”… Nuestra bella bandera flotaba elegante y ligera al soplo de la fresca brisa. Reíamos, llorábamos. Cuba era verdaderamente libre. El viejo Gómez se había alejando de su tienda mezclado en todos y sonreía, sonreía quizás por primera vez después de tres años de constante tragedia. Vitoreado por sus soldados, seguía mirando a aquellos jóvenes ebrios de alegría y, de tiempo en tiempo, miraba a la bandera que estaba, por la fuerza del viento, tan alegre como todos nosotros. En un momento dado gritó: «Eh, cuidado, que no se ha acabado todavía. Hay que pelear aún y hay que seguir muriendo».[4]
[1] Florencio García Cisneros, Máximo Gómez, ¿caudillo o dictador? Miami, Universal, 1986, p. 184.
[2]Ibid., p. 185.
[3]Idem.
[4] Orestes Ferrara, Memorias, una mirada sobre tres siglos, Madrid, Playor, 1975, p. 100.
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