Actualizado: 25/04/2024 19:17
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El Salvador: los costos de la impunidad

Treinta y cinco años después del asesinato del poeta Roque Dalton, su familia denuncia el nombramiento para un alto cargo público de uno de sus asesinos en el gobierno de Mauricio Funes

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Roque Dalton, el poeta que nos ha acompañado tanto en nuestras desventuras amorosas como en nuestros sueños por un mundo mejor, vuelve al escenario. Ahora se trata de una justa reclamación de su familia sobre el nombramiento en un alto cargo público en El Salvador de uno de sus asesinos: Jorge Meléndez, conocido como el comandante Jonás, un jefe guerrillero implacable que carga en sus espaldas más de un ejecutado, tras juicios sumarios en los que la suerte ya estaba decidida.

El inolvidable Roque Dalton llegó a El Salvador a mediados de los 70s para incorporarse a una organización guerrillera denominada Ejército Revolucionario del Pueblo, integrante del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Había llegado de Cuba, donde dejó una profunda huella afectiva y literaria, así como su familia con la que nunca más se reuniría. Poco tiempo después de su llegada, Dalton fue asesinado acusado de agente de la CIA, tras un patético juicio sumario. Los ejecutores de Dalton, hasta el momento, solo han tenido que asumir el peso moral de sus crímenes. Uno de ellos Rivas Mira desertó del grupo guerrillero junto con un botín obtenido como rescate de un empresario secuestrado que previamente había sido asesinado. Otro, Joaquín Villalobos, se codea con el jet set de los consultores internacionales, asesorando aquí y allá sobre cómo prevenir conflictos en la era de la globalización. Y ahora Meléndez nombrado cuasi ministro en un gobierno que muchos hemos querido ver como un renacimiento de la dignidad salvadoreña.

Ello es un reflejo de un mal que la sociedad salvadoreña debe resolver: la impunidad.

Toda guerra es un rosario de violencias y víctimas que pudieran haberse evitado si hubieran existido canales alternativos a la violencia, creíbles y efectivos. Y El Salvador tuvo una larga guerra de más de una década. Pero en las guerras también se producen actos criminales que exceden a la violencia entre las partes contendientes y se ceban en la población civil o en personas indefensas de manera intencional y esos actos criminales no pueden ser perdonados. Por eso, apenas concluidos los acuerdos de paz de Chapultepec que cerraron el conflicto armado en El Salvador, fue nombrada una Comisión de la Verdad encabezada por el expresidente colombiano Belisario Betancourt. En la primavera de 1993 esta comisión dio su informe de los miles de casos de actos criminales, donde ambas fuerzas contendientes se vieron involucradas, aunque la mayor parte, y la parte más atroz, correspondió al gobierno, su ejército y sus escuadrones de la muerte. Baste recordar, por ejemplo, la masacre de más de un millar de habitantes del poblado de El Mozote, incluyendo muchos niños, o la matanza de centenares de personas que intentaba huir a Honduras en la zona del Río Sumpul. O, de manera más selectiva, el asesinato de Monseñor Romero en 1980 —una de las figuras más preclaras de la historia salvadoreña— o de los sacerdotes jesuitas y sus colaboradores masacrados en 1989 en la UCA.

Unos pocos días después de la entrega del informe, el parlamento salvadoreño dictó una ley de amnistía que perdonaba todos los crímenes cometidos durante la guerra. Desde entonces los gobiernos salvadoreños han estado saturados de criminales de toda laya que la ley perdona, pero no así la decencia.

El caso ahora de Meléndez, un hombre que ha exaltado públicamente el estigma de haber participado en la muerte de Dalton, vuelve a colocar sobre la mesa el gravoso precio de la impunidad. El justo y sentido reclamo de la familia de Roque Dalton, el poeta de los mejores momentos de nuestras existencias, podría ser un reclamo de todos y todas, y un primer paso para que la justicia hurgue en los cotos protegidos por la nueva trama de poder tejida en Chapultepec.

Creo que Roque Dalton no lo hubiera hecho de otra manera, quizás cumpliendo aquel íntimo deseo: “…y que mis venas no terminen en mi/sino en la sangre unánime de los que luchan por la vida…”


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