Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Gobierno, Democracia, Minorías

¿Es la democracia el ideal político?

La democracia tarde o temprano debe dar paso a otra forma de gobierno, en este caso al de una minoría especializada en la administración gobernativa

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Insistimos en llamar democracia al ideal político de nuestro tiempo, cuando no es así. El equívoco tiene su origen en la coincidencia entre la aspiración de los pensadores políticos de la Era Moderna a limitar el poderío de las minorías privilegiadas, fosilizadas en el poder, y la creencia, popular, de que la máxima libertad —y felicidad— humana solo es posible si la mayoría, el pueblo, gobierna. O sea, ya que se recela de un gobierno de minoría, y por otra parte se tiene una fe tan elevada en el de mayoría, la democracia, pues pareciera que esa es la elección adecuada.

Sin embargo, a la mencionada creencia popular no le cabe estar más equivocada. En una sociedad gobernada por la mayoría, por el pueblo, no toca a más libertad para más ciudadanos, sino que por el contrario la libertad a la que éstos tienen acceso se ve reducida de manera drástica: a la larga sólo es correcto lo que la mayoría hace, y del modo en que lo hace; sólo se puede creer lo que la mayoría cree verdadero; sólo se puede desear lo que la mayoría tiene por justo, o bello.

La mayoría, por su misma necesidad de mantenerse como mayoría, de manera inevitable impone una uniformidad aplastante a su interior. Por lo tanto, en una sociedad gobernada por la mayoría habrá límites muy estrechos a la libertad humana, que aparte de lo que en sí mismos implicarán en el plano ético, también harán caer de manera peligrosa la capacidad de dicha sociedad para enfrentar los desafíos del medio natural en que habita. Una sociedad en la que la mayoría impere, no demorará en repudiar cualquier idea o actitud disidente, con lo que el número de respuestas potenciales que dicha sociedad puede encontrar, en sí misma, a los desafíos a su estabilidad y existencia a los cuales la enfrenta su realidad, se verá reducida de manera drástica. Esto no sería un inconveniente en una realidad concebida por algo, o alguien, para amparar la realización de la sociedad en cuestión, y de los individuos que la conforman, o lo que es lo mismo, en un paraíso; pero si lo será, y grave, ya no en una realidad hostil, sino incluso en una indiferente.

Por otra parte, como en una sociedad en que gobierne la mayoría en verdad nadie gobierna —en una sociedad gobernada por la mayoría gobiernan en realidad el dogma y la tradición, elevadas a un estatus tal que hacen imposible toda creatividad humana—, la democracia tarde o temprano debe dar paso a otra forma de gobierno, en este caso al de una minoría especializada en la administración gobernativa[i]. Con lo que resurge el problema al cual se le deseaba poner coto: la existencia y poder de minorías privilegiadas. Pero agravado, porque si bien es positivo que los individuos con las soluciones novedosas, creativas, en general los más decididos y emprendedores, lleguen al gobierno, los criterios por los cuales la mayoría elige a sus gobernantes son por completo contrarios a esos valores y habilidades. La mayoría elige, casi siempre —excepto cuando se equivoca—, a ese tipo de incapaz para el buen gobierno que es el demagogo; o sea, a aquel cuyo mérito es el de saber adular a la multitud, y elevar la mediocridad al rango de lo correcto, lo justo, lo bello.

Los sistemas políticos que de modo incorrecto insistimos en llamar democracias no son otra cosa que la respuesta del individuo moderno ante la limitación, y hasta el peligro existencial que para él representan los gobiernos de la mayoría, de la muchedumbre[ii]. Estos sistemas políticos se diseñaron a partir del análisis racional a que un limitado número de pensadores políticos sometieron la experiencia de la evolución de las democracias en los burgos medievales. La intención al diseñarlos fue tanto la de evitar el poder desmedido y fosilizado de las oligarquías del Medioevo[iii], como las dictaduras de mayorías que tarde o temprano también le dan paso a alguna minoría privilegiada, pero en su peor versión, las de los demagogos y sacerdotes del culto a la mediocridad.

Por ello en esos sistemas políticos de diseño la solución adoptada no fue el traspaso de poder al pueblo. Es cierto que, tras más de doscientos años de evolución, durante los cuales la demagogia y los demagogos han usado cada resquicio que han encontrado para colarse y desvirtuar dichos sistemas de diseño, en ellos hoy se le asegura a cada ciudadano el derecho a un poco de libertad positiva —libertad para—, o de derecho a participar en el gobierno, mediante el voto pasivo, y activo, asegurado a todos los mayores de edad, en pleno ejercicio de sus facultades mentales. Mas esta “participación popular” no es lo esencial, ya que esos sistemas podrían solucionar el problema para el que fueron creados sin necesidad de asegurar la universalidad del voto, como de hecho ocurría en un inicio. Recordemos que en sus inicios había diversos mecanismos para limitar el voto a una minoría, y en general no se cumplía el actual principio demagógico de “un hombre, un voto”, por lo menos no en la elección de todos los representantes y mandatados.

Lo esencial en esos sistemas políticos, de los cuales nunca dejaremos de señalar su origen de diseño por una minoría, es (1) la adopción de un conjunto de derechos constitucionales que definen con claridad un espacio de libertad negativa —libertad de— para el individuo, (2) la imposición de una particular visión cultural de las relaciones políticas que incita en los individuos la necesidad existencial de defender esos espacios, y las instituciones sobre las que se sostienen; (3) la estudiada promoción de múltiples poderes dentro de la sociedad, los cuales se equilibren y contrabalanceen los unos a los otros, para que entre sus contradicciones los individuos puedan encontrar el modo concreto de defender sus derechos constitucionales teóricos, y los amplios espacios de libertad negativa definidos por ellos.

Estos sistemas políticos son, hablando en propiedad, las polyteias, poliarquías, o individuocracias, ya que su principal interés es permitir la existencia del individuo moderno. En ellas los ciudadanos pueden hacer uso de sus libertades, tanto negativas como incluso positivas, al menos de una manera más completa a cómo podrían alcanzar a hacerlo en las democracias, o en los sistemas políticos en que gobierna alguna oligarquía. Esa mayor posibilidad de realización de la libertad de cada cual, a su vez, dota a la sociedad individualista de una potencialidad muy superior para encontrar en sí misma respuestas a los desafíos de la realidad, a los problemas que esta le presenta constantemente a su existencia y estabilidad. En parte al permitir, como ninguna sociedad anterior, la diversidad individual, y en parte al dotarla de una más eficiente capacidad de recirculación de las élites, lo que hace mucho más probable que los portadores de esas respuestas, o soluciones, logren abrirse paso hacia el lugar social correcto, hacia el gobierno.

En consecuencia, tanto utilitaria, como éticamente, es evidente la superioridad de la individuocracia o poliarquía a la democracia, y por supuesto, a los gobiernos de minorías privilegiadas, fosilizadas o creadas sobre el culto a la mediocridad.

Como hemos dicho, las poliarquías, polyteias o individuocracias han sido concebidas de modo intuitivo para resolver un problema concreto: permitir la existencia de sociedades de individuos. Y como no existe ninguna razón para creer que todo problema concreto solo tenga una única solución, ni tampoco que la primera encontrada sea necesariamente la más óptima, no hay razones para afirmar que la forma específica de las poliarquías, polyteias o individuocracias tenga necesariamente que estar reducida a la que hoy ha adoptado en países como los Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Alemania… Cualquier solución política que permita resolver de manera satisfactoria ese problema no debe ser excluida, por más que no se amolde a las formas tradicionales.


[i] Esa es la historia de las verdaderas revoluciones populares, aquella, resultado de las explosiones sociales del pueblo, desde la Antigüedad: tras el pueblo destruir al gobierno anterior, indefectiblemente una minoría, según ella misma revolucionaria, ocupa el poder.

[ii] Para el individuo libre la democracia es en todo caso un enemigo tan o más formidable que la monarquía.

[iii] Es evidente siempre deberá haber minorías especializadas en el gobierno, ya que la alternativa, el gobierno de la mayoría, implicará sucumbir al imperio del dogma y la tradición. Con la consecuente parálisis de la capacidad de la sociedad para adaptarse a una fluyente, e indiferente —a nuestra existencia en ella—, realidad.


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