Actualizado: 25/04/2024 19:17
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God Bless America

Es cierto que el 11 de septiembre de 2001 trajo sufrimiento y dolor, pero también unió a los residentes de la capital del mundo

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Como la mayoría de los que habitamos este mundo, recuerdo dónde estaba, qué hacía y qué sentí aquella mañana del 11 de septiembre de 2001. Junto a mi camarógrafo, había volado horas antes a Los Ángeles para trabajar en la cobertura de la entrega de los premios Grammy Latinos, que iba a realizarse esa noche y en cuya ceremonia participaban varios artistas cubanos de la Isla que habían sido nominados.

Habían pasado unos minutos después de las cinco de la madrugada (hora del oeste), cuando un amigo que había viajado conmigo y que esa mañana debía regresar a Miami volvió al hotel asustado y me dijo: “¡Algo pasa, la policía me empujó de vuelta al ómnibus del hotel y no me dejaron bajar en el aeropuerto!” Enseguida pensé que esa era la mentira que encontró para justificar haber perdido su vuelo por levantarse tarde.

A esa hora ya no pude dormir. Prendo la televisión y las escenas escalofriantes me aterraron. Cambié el canal en busca de otra película más apropiada para conciliar de nuevo el sueño, pero nada, era lo mismo. Fue entonces cuando en realidad desperté. Las mismas imágenes estaban en todos los canales. Aún incrédulo, llamé a la habitación de mi camarógrafo y le dije: “Mi televisor esta jodido. Tengo las mismas imágenes en todos los canales”. Él, molesto porque pensó que mi llamada era el resultado de unos tragos que habíamos tomado la noche anterior, tomó su control remoto y de mala gana prendió su televisor. Escuché un silencio seguido por un “Oh my god...”. Estábamos ambos en el teléfono, cuando la operadora del hotel nos interrumpe la llamada y nos dice: “Les llaman urgente de Univisión en Miami”. Ese momento marcó sentimental y emocionalmente mi carrera y la vida de millones de norteamericanos.

Aún creo que estoy vivo de milagro. Mi camarógrafo y yo teníamos boletos desde Los Ángeles a Nueva York para el día siguiente, donde trabajaríamos en la cobertura de la cumbre de la ONU que se iniciaba el 12 de septiembre, y en la que se esperaba participaría Fidel Castro o Vilma Espín, la ex primera dama de Cuba, la fallecida esposa de Raúl Castro.

Con la suspensión de todos los vuelos en Estados Unidos, tuvimos que quedarnos varios días en Los Ángeles, desde donde nos unimos a la cobertura de Univisión recogiendo el testimonio de cientos de hijos, esposas, madres, hermanos que, aún incrédulos, quedaron en el aeropuerto esperando a los suyos, quienes viajaban a bordo de dos de los aviones que debieron aterrizar en esa ciudad, pero que fueron secuestrados por los terroristas.

Aún no he podido olvidar el rostro de una niña de cuatro años que interrumpió una de nuestras entrevistas con su padre para decirnos: “Si quieren esperen un rato más. Mamá cuando regresa de sus viajes siempre se demora. Ella está al llegar”. La señora, nunca regresó. Era tan desgarrador lo que viví como periodista, durante esos días en los Ángeles, que ni siquiera hoy puedo imaginar cómo pudieron trabajar mis colegas en Nueva York durante la tragedia. Para entenderlo tardé un año.

En 2002 Univisión desplegó un gigantesco equipo de técnicos, camarógrafos y reporteros para la cobertura sobre el primer aniversario del derribo de las torres. Uno de los escogidos fui yo. Al abordar el avión de American Airlines en Miami, cerré mis ojos y por un instante trate de revivir mentalmente lo que pudieron sentir, pensar, hacer, aquellos pasajeros inocentes cuyas vidas terminaron sin previo aviso. ¿Cuánto tiempo tuvieron que vivir el terror del secuestro antes del impacto? ¿Cuánta frustración y tristeza sintieron al saber que los suyos quedarían esperándolos en los aeropuertos? ¿Cómo asume un ser humano el saber que le quedan sólo minutos de vida? Fueron éstas y otras las preguntas que me hace durante mi vuelo a Nueva York, sin encontrar respuestas.

Emilio Marrero, Alina Mayo-Azre, Javier Uría, Armando Pico y yo, por fin aterrizamos en el aeropuerto Kennedy, el 10 de septiembre del 2002. Nos mirábamos a los ojos y las palabras no podían sustituir el lenguaje corporal y el ánimo que revelaban nuestros rostros.

Instalamos dos sets de transmisiones en la Zona Cero, ambos en dos de los edificios que gracias a Dios no recibieron daños estructurales durante el derribo de las torres, aunque aún varios de sus pisos estaban inhabitables y repletos del polvo gris que cubrió durante meses el centro de Manhattan.

Llegó el día 11. A pesar de que se reunieron miles y miles de personas alrededor de la Zona Cero, el dolor humano hizo que sólo las lágrimas y los sollozos rompieran por momentos el silencio, la solemnidad y el dolor de quienes, a pesar del tiempo, no habían logrado borrar la tristeza de sus rostros.

Compartimos con muchos que, aunque llevaban flores en sus manos, aún no perdían las esperanzas de encontrar a sus seres queridos, que éstos estuvieran perdidos o con traumas sicológicos que les hubieran provocado pérdidas de memoria. Pensaban que podrían estar en algún hospital recóndito de la Gran Manzana.

Fuimos testigos del dolor de miles de policías y bomberos que rendían tributo a sus compañeros caídos. Conocimos también a muchas de las víctimas, cuyas fotografías, artículos personales y mensajes de sus seres queridos cubrían completamente una larga y alta cerca que rodea una iglesia cercana a la Zona Cero.

Sin embargo, a pesar del dolor, la tristeza y la frustración de no poder ayudar a quienes todavía hoy no encuentran consuelo, sentimos paz, calma y cierta resignación, en medio de todo. Y es que nos encontramos una Nueva York muy diferente. Una ciudad cuya imagen había cambiado. Ya no estaban las dos grandes torres, las majestuosas gemelas que muchos consideraban más que edificaciones, símbolos.

Sin embargo, para regocijo de muchos, el cambio por la ausencia de las torres gemelas, era algo imperceptible si se comparaba con el gran cambio que notamos en la gente de Nueva York.

Aquellas mismas personas que anteriormente viajaron juntos por las calles y ni siquiera cruzaban sus miradas; los mismos que viajaban en el metro frente a frente, con sus caras y cuerpos rozándose constantemente y ni siquiera cruzaban una palabra o un gesto amistoso, ahora se abrazaban, se besaban y se consolaban mutuamente en medio de las calles, aun sin conocerse. No importaba si eras boricua, dominicano, indio, afroamericano o anglosajón, lo importante es que eran neoyorkinos.

Es cierto que el 11 de septiembre de 2001 trajo sufrimiento y dolor a todos, pero también unió como seres humanos, como miembros de una comunidad, a los residentes de la capital del mundo. A partir de entonces muchos comprendieron que en momentos difíciles, ni el dinero ni el poder pueden comprar o conseguir lo que sí logra la solidaridad humana.

Ya han pasado nueve años y a mí, personalmente, me parece que fue ayer. Y me motiva compartir con ustedes esta experiencia, para que reflexionemos al respecto. ¿Se han dado cuenta de que hoy, mucho más al sur de la Gran Manzana, estamos tan lejanos, distanciados y divididos unos de otros como estuvieron los neoyorkinos hace nueve anos? Anoche, quizá por el corre corre del trabajo o el estrés del día a día, me di cuenta de cuánto hemos cambiado. Mi sobrino estaba en la puerta del ascensor de su edificio y yo, que había llegado apurado a mi parqueo, le tiré un beso y seguí al trabajo. Eso me hizo reflexionar. Hizo que también pensara en quienes, a pesar de que luchan por una causa común, se mantienen divididos y en pugna por razones efímeras.

No tenemos que esperar un desastre para unirnos. Si somos capaces de darnos cuenta de esto, les aseguro, que mañana dormiremos mucho mejor y, más que eso, seremos mejores seres humanos. Decía Martí: “Cobarde ha de ser quien por temor, no satisfaga la necesidad de su conciencia”, y yo creo que es hora de que todos seamos conscientes de que en la unión está la fuerza.



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