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Socialismo, Marxismo, Cambios

¿Hay un socialismo democrático?

Quienes así lo creen puede que padezcan el “Síndrome del Quijote”

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El valiente hidalgo de triste figura nacido “en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarmede tanto leer sobre aguerridos caballeros andantes se llegó a creer uno de ellos y comenzó a padecer de un mal que lo acompañó el resto de su vida: confundir la ficción con la realidad.

Esto es probablemente lo que le ocurre a ciertos sectores de la izquierda latinoamericana que cual Alonso Quijano modernos exoneran a Marx de toda culpa por el fracaso de su experimento social, al que le extraen la corporeidad física y venden como una entelequia etérea más allá de la prosaica vida terrenal.

Separan al pensador de su condición de líder político revolucionario —actividad a la que Marx entregó todas sus energías—, o aseguran que su doctrina es capaz de conducir a un Olimpo socialista.

Para ellos el socialismo impuesto en 35 países durante el siglo XX fue una distorsión execrable del marxismo, de lo cual culpan a Lenin, Stalin, Mao, Pol-Pot, Ho-Chi Minh, Kim Il Sung, Tito, Fidel Castro, etc. Hablan maravillas de un socialismo aún por llegar, democrático, con “rostro humano” y productivo.

Marx fue el primer filósofo en la historia en señalar (sabiamente) que el ser humano necesita comer, beber, tener un techo y vestirse, antes de poder hacer política, ciencia, arte o religión. Lo irónico aquí es que precisamente el “Estado proletario” que Marx diseñó es incapaz de generar tales riquezas materiales. Esa asombrosa paradoja explica su inviabilidad.

Académicos de Latinoamérica, entre ellos sorprendentemente algunos cubanos a estas alturas, sostienen que el marxismo es una “megateoría” de ideas filosóficas, económicas, sociales e históricas “imprescindibles” para reformar la sociedad y hacerla más democrática y justa, en la que se eviten los excesos de la explotación capitalista y todo el mundo viva feliz y en paz.

Falso. Marx, que definía a la violencia como la “partera de la historia”, concibió su doctrina como instrumento para transformar a la sociedad de raíz mediante una revolución iconoclasta que arrase con todo el orden burgués para implantar la dictadura del proletariado y construir el socialismo, primera etapa antes del comunismo —¿1.000 años después?—, la sociedad perfecta.

Ya en el comunismo —según “El Moro” y los aportes de Lenin— se suprimirá el Estado, pues el hombre nuevo (guevarista) trabajará por pura conciencia según su capacidad. Desaparecerán el dinero, las instituciones y la policía. Las riquezas se repartirán según las necesidades de cada quien porque sobrará de todo y nadie “majaseará” o trabajará ineficientemente.

Mucho antes ya Platon en “La República”, o Babeuf en 1796 con su “Conspiracion de los iguales(aplastada por Fouché), y otros librepensadores, propusieron abolir la propiedad privada e instaurar la “comunitaria”, comunal o mutualista, o sea, la comunista.

Si fue la utopía de Marx —más delirante que la de Tomás Moro y tan sanguinaria como la de los jacobinos franceses— la llevada a la práctica en el mundo y no otra, fue porque él se encargó junto con Federico Engels de fundar en Londres, en 1847, la Liga de los Comunistas, una entidad política internacional para organizar “el derrocamiento de la burguesía, la dominación del proletariado, la supresión de la vieja sociedad burguesa, basada en los antagonismos de clase, y la creación de una nueva sociedad, sin clases y sin propiedad privada”, como reza textualmente el primer artículo de sus estatutos. Y fructificó en la Rusia zarista.

En pocas palabras, el socialismo y la democracia son aceite y vinagre, no se pueden mezclar. La perestroika de Mijail Gorbachov quiso hacerlo y ya sabemos los resultados.

Lo que más se parece a un socialismo democrático es la socialdemocracia, que cree en el capitalismo, en la democracia representativa y la iniciativa privada.

En Suecia, Finlandia, Dinamarca, Noruega e Islandia, gobernados por la socialdemocracia durante décadas (ahora no en Suecia y Dinamarca), no hay regímenes socialistas, sino capitalistas. Tampoco lo hay en España porque gobierne el PSOE. En rigor, hoy sólo quedan en el mundo dos regímenes marxistas químicamente puros: Cuba y Norcorea.

El Estado del Bienestar General, esa mezcla de socialdemocracia, keynesianismo y ciertos rasgos fascistas, vigente en varios países de Europa, no es socialismo pues alienta la actividad privada, aunque impone impuestos progresivos al capital para redistribuir la riqueza mediante una alta protección y seguridad social.

Pero aun esa benigna expresión socializante ya se está agotando sobre todo en Suecia, por su enorme costo y el desaliento a las inversiones derivado de tantas regulaciones estatales. Países de economía liberal, como Suiza y Holanda, ya superan en desarrollo humano (incluye prestaciones sociales) a las naciones escandinavas. Y a diferencia de Latinoamérica, Asia crece a ritmo vertiginoso porque sus economías no están tan excesivamente reguladas.

“Parlamentaristas idiotas”

Marxismo y socialdemocracia surgieron de un tronco genésico común hace 150 años. Pero a fines del siglo XIX ya los socialdemócratas marcaron distancia de anarquistas y marxistas “comecandela” y postularon que el capitalismo debe ser moderado por el Estado con reformas socioeconómicas, pero sin violencia, democráticamente.

Desde la fundación en 1869 del primer partido socialdemócrata, el Partido Obrero Socialdemócrata de Alemania, afín al marxismo, Marx le enfiló los cañones porque abogaba por el sufragio universal para alcanzar el socialismo. En el congreso partidista de 1875 en Gotha, Alemania, para unir las tendencias reformistas y las más revolucionarias, Marx en su “Crítica al Programa de Gotha” calificó a los socialdemócratas de “parlamentaristas idiotas”.

Marx enfatizó siempre que el socialismo “verdadero” solo es alcanzable con una revolución anticapitalista y que la vía electoral es una “traición” al movimiento obrero. Mientras más se estudia su pensamiento más aflora su intolerancia antidemocrática. Eso explica la incapacidad de los comunistas para el debate y por qué descalifican al mensajero y no al mensaje.

Muchos de sus artículos Marx los escribió contra alguien y ridiculizó a fieles amigos como Ferdinand Lasalle. Arremetió contra Simón Bolívar por ser un “dictador burgués” que calificó de cobarde, desleal e inepto. Y de haber vivido más (murió en 1883) habría insultado a José Martí por rechazar la intención de Carlos Baliño de introducir ideas socializantes en la lucha independentista cubana, y porque Martí calificó a la ideología socialista como “lecturas extranjerizas, confusas e incompletas”, que producen el espanto de “echar a los hombre sobre los hombres”.

La escisión socialista definitiva se produjo cuando en 1919 se creó la Tercera Internacional, llamada Comunista (Komintern) —encabezada por Lenin, en sus inicios un “socialdemócrata revolucionario” como Rosa Luxemburgo— para diferenciarla del “parlamentarismo idiota” de los socialdemócratas de la Segunda Internacional fundada en 1889 —disuelta en 1916—, y que en 1951 resurgió en Fráncfort como la actual Internacional Socialista, la de quienes creen en las urnas, la democracia, los derechos humanos, la economía de mercado, las libertades individuales, la tolerancia.

No aceptar la derrota del marxismo y del socialismo es emular con el obispo anglicano y filósofo George Berkeley, quien llevó el empirismo a la demencia al asegurar que todos los objetos que vemos, el mundo, la realidad, no existen por ellos mismos, sino que son productos sensoriales nuestros. O sea, que la realidad es la que queremos ver.

El marxismo estuvo casi un siglo en el laboratorio social y terminó en fracaso. Quien no lo admite padece el “Síndrome de El Quijote” y debiera escuchar al pragmático Sancho Panza: “Sí está muerto, mi señor, y bien muerto, no insista más…”.


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