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Cuba, Martí, Castro

José Martí y Fidel Castro, o las antípodas de «lo cubano»

¿Es ciertamente Fidel Castro el heredero de Martí, en algún sentido?

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Desde los mismos inicios de su carrera política Fidel Castro buscó a plena conciencia presentarse como el único heredero legítimo de José Martí. En persona, o a través de la labor de incontables aduladores suyos, el Comandante se ocupó de atiborrar los imaginarios del cubano de a pie con una serie de imágenes o referencias textuales que lo ratificaran como tal.

Recordemos aquella foto suya, bajo una imagen del Apóstol, tras su arresto por los sucesos del Moncada. Primer hito en ese constante bregar por trasvasar la legitimidad de aquel hacia su persona[i], en que el detenido supo aprovecharse de las libertades que frente a las cámaras de los reporters permitían los militares de la anterior dictadura, para correrse en la dirección más prometedora para una carrera política que él sabía bien, tras escapar a una casi segura ejecución extrajudicial antes de que su arresto fuera reportado a la prensa, no había terminado ni mucho menos. Su posterior gesto de achacar la autoría intelectual de aquel disparatado ataque a Martí, en respuesta a las preguntas del fiscal sobre quién lo había enviado allí (¿acaso Prío?), es muy probable que se le haya ocurrido en aquel instante en que, tras atisbar la foto de Martí en la pared del cuartel, se escurrió ligero bajo ella. Pero sea cual fuere el origen de ese acusar a Martí de ser el imposible “autor intelectual” del asalto al cuartel Moncada, una epifanía en medio del juicio o una respuesta preparada desde mucho antes, en todo caso tal acción solo demuestra la referida voluntad consciente de vampirizar la legitimidad ajena.

Recordemos también aquel documental de los setenta, Mi hermano Fidel, en que sin ningún empacho se usa a cierto campesino anciano, que de niño había tenido el privilegio de conocer al Martí recién desembarcado para la Guerra Necesaria, con el fin de imponer en los imaginarios de las audiencias cubanas una supuesta continuidad entre ambos hombres. Voluntad consciente de trasvase, transparente para cualquiera no enceguecido por la pertenencia a la Iglesia de Castro y educado a su vez en los entresijos del séptimo arte por Enrique Colina desde 24 x Segundo, ya que Santiago Álvarez, su realizador, no echó mano de ningún sofístico recurso de la narrativa cinematográfica y por el contrario todo quedó en la más meliflua utilización del melodrama político y sus recursos más evidentes. O aquel otro documental, contemporáneo de este primero, La Odisea del Granma, en que a pesar de que el tema es la travesía y desembarco del Granma, el Fidel Castro que cuenta su papel en tal experiencia no lo hace desde Las Coloradas, lugar de arribo de ese yate, sino desde Playitas de Cajobabo, el de Martí. En este último sitio, por cierto, hacia el final de esta obra la cámara se explaya durante un buen rato en la imagen del Comandante que se pasarelea por esa playa. Y no se puede dejar de lado aquella representación teatral en ese mismo lugar sagrado, en la noche del centenario del arribo allí del Apóstol, en la que el Fidel Castro que según las malas lenguas había sido extra en alguna superproducción de Hollywood realiza su más recordada actuación, al sostener una bandera de la estrella solitaria en la misma línea del mar, como si en aquel lugar el espíritu de Martí se hubiera corporizado por un instante para dejársela en sus manos…

Pero más allá de que creamos o no en los fenómenos paranormales, creencia tan de moda en la década de los noventa, cabe preguntarnos: ¿Es ciertamente Fidel Castro el heredero de Martí, en algún sentido?

En un anterior trabajo para este medio nos hemos referido a las abismales diferencias políticas entre ambos hombres. Compararemos a continuación los caracteres, las psicologías mutuas. En esta cuerda nos atrevemos a comenzar insistiendo en que difícilmente podría encontrarse a dos cubanos más diferentes que estos dos individuos, al punto de que un cotejo de ambos resulta ineludible si es que se quisiera explorar las antípodas de lo cubano.

El Martí niño no debió de andar muy lejos de esa representación que de él nos ha dejado Fernando Pérez, en Martí, el ojo del canario. Debió ser él un niño hipersensible y en consecuencia muy impresionable, atenazado de miedos ante un mundo que a un espíritu tan desmesurado como el suyo debía resultarle punzante, opresivo hasta la tortura, de muy difícil inserción en las sociedades infantiles en que, por su condición de niño pobre, habitante de los barrios proletarios, le toco vivir. Como el de Fernando Pérez el Héroe Nacional de Cuba debió ser frecuente víctima del bulling. Y es que la grandeza de hombres semejantes se descubre no en otro detalle que en esa capacidad de superar sus miedos por una aguda conciencia del deber, de su deber. Es casi seguro que el Martí adulto, nervioso e hiperquinético, haya seguido siendo en el fondo el mismo niño asustado ante un mundo que impresionaba sus sentidos con esa fuerza que solo los escasos condenados a semejante dolor pueden entender, un hombre de muy superior inteligencia, con una clarísima conciencia de ella, pero que es antes que nada consciente de que esa superioridad nunca puede ser usada en pro del más chato interés personal, sino puesta al servicio de los demás.

Por su parte el niño Fidel Castro es algo muy distinto. Aquella primera imagen suya, con la cabeza llena de tirabuzones y vestido con una bata que quizás hubiera estado de moda en la Era Victoriana, ya hacía mucho muerta para 1926, no es de ningún modo la de un niño sensible o temeroso. Incluso si se compara con la primera imagen de Martí que se conserva, de cuando tenía siete u ocho años más que él, resalta la abismal diferencia. La inocencia resalta en la mirada del Martí pre-adolescente que exhibe una medalla al pecho ganada por mérito escolar, mientras falta por completo en la del “Fidelito” de 2 años. Y es que en esa primera foto de Fidel Castro solo se descubre al niño prepotente, gran despanzurrador de lagartijas, al que en la fabulación de Fernando Pérez solo cabría encontrarle acomodo en el bando de los abusones.

Aclaremos que contrario a lo sostenido por sus más enceguecidos opositores Fidel Castro fue sin dudas un individuo bastante más inteligente que la media humana, de una inteligencia comparable a la de Martí. No obstante, lo que importa es la diferencia entre los espíritus que se sirven de esas inteligencias; ya que la inteligencia es solo una herramienta del espíritu humano. En consecuencia, lo que nos interesa aquí no es quién resulta más o menos inteligente, sino las diferencias que se dan en la evolución e interacción de esas inteligencias dentro de estructuras del carácter abismalmente diferenciadas. Así en El Apóstol la sensibilidad superior y la consiguiente experiencia más clara de los dolores y miedos que atenazan al ser humano lo llevan a comprender, a sentir propiamente al otro, que para él no es algo abstracto, sino una realidad humana concreta, idéntica a la suya. En Fidel Castro la inteligencia poderosa, pero insensible, se transforma más bien en herramienta de dominio que de servicio y compasión. Para el Comandante, un niño grande que por siempre estará condenado a ver el mundo desde dentro de sí, al faltarle la imprescindible experiencia de las limitaciones y los miedos humanos, las personas son siempre entes abstractos, piezas de un gran juego de manipulación. Como lo demostrará su posterior manera de gobernar: Fidel Castro no gobierna en el exacto sentido de la palabra, juega más bien con el país, como si este fuese una gran granja de figuras de plástico en la que vivaquea un ejército de soldaditos de plomo.

La evolución posterior a la niñez de ambos hombres claramente acentúa la diferenciación señalada: Martí nunca será un hombre de armas, ni aun un deportista. Comienza su vida política a los 16 años, al responsabilizarse él solo por un delito por el que solo se enviaría a un adolescente a prisión bajo el desgobierno de las chusmas voluntario-integristas, o cien años después bajo el de las cederisto-castristas: expresar su opinión. Por su parte Fidel Castro lo hará un poco más tarde, a los 19, y como un gánster universitario de UIR (Unión Insurreccional Revolucionaria), alguien a quien la prensa de la época, y no solo de derechas[ii], lo acusó en su momento de haber participado en más de un ajuste de cuentas.

A quien pueda resultarle chocante esta afirmación sobre los inicios políticos del Comandante lo invito a que revise la famosa foto suya recién ingresado a la Universidad, rodeado de sus muchachos en una evidente pose de guapetón y enfundado en un abrigo de cuero, pero no solo por su procedencia oriental que siempre lo haría más sensible a la más fresca atmósfera atlántica de La Habana. Distaban todavía algo los años en que el abrigo de cuero sería el símbolo de los relativamente pacíficos “rebeldes sin causa”, y esta prenda conservaba aún el sentido simbólico anterior que James Dean y compañía reciclarían: el de ser pieza infaltable de los “hombres de acción”, de los duros de verdad y no de los muchachitos de su casa con problemas generacionales. Si se revisa la iconografía de la época, desde afiches de películas de gánsteres hasta las frecuentes imágenes en la prensa nacional de los principales líderes del Bonche, se intuirá a quienes estaba tratando de imitar y emular el joven que algunos años después haría lo imposible por borrar esos orígenes gansteriles. Solo cabe decirse que no era a Martí…

Quizás no nos quede un documento más concreto del carácter completamente contrapuesto de ambos, dentro de lo cubano, que sus diferentes oratorias. Porque si bien es innegable que ambos son cubanos esenciales, lo son desde los dos polos opuestos de lo cubano.

Martí es el orador de los arrobamientos discursivos, de las epifanías. Ese torrente continuo y poderoso de ideas e imágenes, en un español innovador para su época, no le sale de la intención de controlar demagógicamente a quienes lo escuchan. Algo en su interior lo lleva a él también en andas. Él también es arrastrado por la Patria que siembran sus palabras en el espíritu de sus audiencias. Y la Cuba que se crea en ese acto mistérico es la Cuba con todos, y para todos. Porque Martí no excluye ni aun a los españoles, ni a los autonomistas. Así raramente sale de sus labios un denuesto o una forma impropia, ni tan siquiera al referirse a los peores enemigos de su Patria.

En contraposición la facundia de Fidel Castro parece tener su origen en el discurso político de los revolucionarios tiratiros de la Universidad en la que él ingresara en 1945. Su español es correcto, pero nada más. Nadie antologaría ninguno de sus discursos, ni aun el más fanático de sus seguidores ilustrados, en el caso de que el criterio de selección no fuera otro que la forma. Mas lo principal en Fidel Castro es ese evidente principio de nunca caer en éxtasis, y de mantener muy fría la cabeza mientras se manipula a las audiencias en formas para nada sutiles. Y como esa audiencia es en lo fundamental de dos grandes procedencias —la cubana de los elementos más humildes o la de los sectores de clase media afectados por un nacionalismo radical—, su discurso echa mano continuamente de los códigos de la guapería barrial cubana. De ese modo al desafiar a los yanquis a que vengan, porque “aquí si hay hombres de verdad”, persigue dos objetivos definidos: de un lado se identifica con el elemento humilde cubano, para el cual esos códigos son los suyos, con lo que se hace “uno más”, y del otro se gana al importante elemento nacionalista radical de clase media, y hasta de clase media alta, al enfrentarse a los americanos con sus maneras de guapo de barrio. Esto a su vez crea un ingenioso sistema de vasos comunicantes entre ambos grupos, que permite el trasvase de valores entre ellos: el elemento humilde adopta los mismos códigos ultranacionalistas de un importante sector de las clases medias educadas, a la vez que estas a su vez se abren a los códigos de la guapería criolla. O sea, los acerca y a la vez crea una nueva afinidad hacia él en ambos grupos, al convertirse en una especie de unificador de lo que de inmediato pasa a ser “lo mejor de la Patria”, lo único en verdad patriótico dentro de ella, mientras a la vez excluye a quienes no están con él.

Es por ese principio excluyente esencial a su oratoria que la misma está llena de denuestos, y también la razón de porqué la Cuba que nace de ese acto formador, su discurso en la Plaza, solo puede ser algo muy diferente del proyecto martiano: La Cuba de quienes están con él de manera incondicional, en contraposición insalvable a quienes no, o incluso a quienes solo expresan la más ligera de las dudas aun desde posiciones muy próximas a la suya. La Cuba, en fin, de los guapos y de los antimperialistas que expresan ese sentimiento político en los códigos de la guapería criolla[iii].

Pero es en el aventurerismo y la tendencia a la precipitación de Fidel Castro en donde resulta más difícil de ocultar la radical diferencia entre ambos hombres: A pesar de la reescritura posterior de la historia nacional en función de su biografía personal, de su reacomodo en nuevos moldes menos chocantes para el ensalzamiento de su figura, aun en esa neo-historia nacional se transpira la improvisación, la irreflexión, y hasta el disparate en todo lo emprendido por el joven Fidel Castro. Al menos hasta que los continuos descalabros lo hagan ganar experiencia y sus muchos años en el poder lo conviertan en un maestro de la política, entendida como arte de permanecer en él indefinidamente.

Atacar el Cuartel Moncada con poco menos de un centenar de hombres en una acción comando, sin armas automáticas y sin granadas, armados en lo fundamental de fusiles de caza calibre 22, que solo de casualidad mataban, no pasaba de un disparate; solo concebible por un iluso de la misma especie que Rafael García Bárcenas, que poco antes había intentado más o menos lo mismo con el campamento militar de Columbia. En la 3ª fortaleza militar de la dictadura marcista (la 2ª era la Cabaña, sede del regimiento de artillería y de algunas unidades menores) había poco más de 700 soldados, a los que con semejante número de asaltantes solo cabía neutralizar en un muy coordinado plan llevado adelante por comandos muy curtidos, armados de metralletas y granadas ofensivas. Mas no hubo nada de ello y por sobre todo sorprenden los detalles del plan de ataque, por su candidez.

Por su parte la invasión del Granma es otro de esos disparates completos que en nada se parecen a los cuidadosos planes concebidos por Martí en 1895. Hasta ahora no ha quedado claro cuál era el verdadero plan del Granma, y no resulta muy infundado pensar que salvo cuatro o cinco ideas muy difusas y novelescas, tal cosa no existía en la cabeza del futuro Comandante. Porque el que finalmente resultó, el de la guerrilla en las montañas, no podía ser verdaderamente el elegido desde un principio. ¿A qué aquello de que “en 1956 seremos libres o mártires”? No es posible que ni aun por la alocada cabeza del joven Fidel Castro, o por las de su banda de muchachos demasiado intoxicados de producciones hollywoodenses, pasara la idea de que desembarcando el 1 de diciembre, y trepándose a toda carrera en las montañas de la Sierra Maestra a continuación, pudieran haber logrado derribar a Batista antes de Nochevieja. De hecho, si consiguieron hacerlo así, pero no antes de la de 1956, sino de la de 1958, se debió en buena medida a imponderables con los que el Comandante no contaba y a los que después ha tenido el buen cuidado de borrar de cualquiera de las interpretaciones de “su Epopeya” particular. Porque si esta tuvo tan feliz y rápido final se lo debe Fidel Castro en primer lugar a las continuas intentonas de golpe militar constitucionalista, que dejarían al ejército de la dictadura sin oficiales de carrera, a merced en su lugar de ese material tan escasamente apto para operaciones de envergadura superior al arresto de algún individuo desarmado: los guapetones de barrio y los maleantes de esquina, a quienes el “Indio”, hombre de esos mismos orígenes, les franqueó siempre las puertas de las instituciones castrenses, y en segundo a la repulsa que entre la población y hasta entre no pocos miembros del propio ejército provocó la brutal represión batistiana, sobre todo al cruzar una línea que había sido respetada como sagrada por anteriores represores cubanos: la mujer, y sobre todo la “señorita”, categoría tan sagrada en la mentalidad del cubano de los cincuenta. En este sentido el impacto que tuvo la violación, tortura y posterior asesinato de las hermanas Giralt nunca ha sido suficientemente apreciado en el increíblemente rápido derrumbe de la Dictadura. El cual, por cierto, se inició nada menos que con la prohibición de venta de armas al ejército batistiano dictada por Eisenhower, en marzo de 1958, cuando el bando fidelista estaba muy lejos de haber revertido la situación a su favor, ya que en las ciudades era evidente la eficiencia de los órganos represivos de la dictadura para eliminar a los grupos de acción y sabotaje, y aun en las mismas estribaciones de la Sierra Maestra el ejército mantenía posiciones claves, de las que los rebeldes no habían conseguido desalojarlos.

El Granma en sí era una operación, a lo que parece, para desembarcar en Santiago de Cuba o en todo caso en Manzanillo, tomar aquella primera ciudad gracias a la ayuda de los hombres de Frank País, que abrirían el camino[iv], entregar las armas al pueblo y llamar a la Huelga General. Lo cual era el paradigma que seguían las expediciones en la Cuba republicana, al menos desde la que desembarcó en Gibara en 1931 con el objetivo de derribar a Gerardo Machado, y desde el éxito de la Huelga de julio y agosto de 1933. Un esquema que había estado en los planes de cuanto revolucionario cubano concibiera derribar gobiernos, mediante la violencia, desde el 12 de agosto del 33 en adelante, incluido Guiteras, los auténticos más radicales o los gánsteres-revolucionarios de los 40, y que incluso se repetiría en alguno de sus aspectos después de diciembre de 1956, en los sucesos del 5 de septiembre del año siguiente en Cienfuegos, o en 1961, con la expedición de la Brigada 2506, primeramente dirigida contra la ciudad de Trinidad. No olvidemos, además, que Fidel Castro comenzaría su carrera de expedicionario en una aventura semejante, la de Cayo Confites, dirigida a derribar a Chapitas, el dictador de la República Dominicana.

Frente a ello es conocido el cuidado martiano por no aventurarse en empresas sin una previa y meticulosa preparación. El esfuerzo del 95 ha sido dispuesto por él con esmero, y si de hecho el Plan de la Fernandina ha culminado en el trágico final conocido, solo podemos achacarlo a los imponderables, que en Cuba parecen trabajar siempre para mal de los buenos y de quienes calculan cada uno de sus pasos, a la vez que en pro de los improvisados, los aventureros y de quienes son animados por sobre todo por la soberbia. Alguna maldición aborigen, como ha elucubrado más de uno de nuestros pensadores ante esta desgraciada tendencia en el desenvolvimiento de nuestros asuntos nacionales.

En 1880 el Martí de solo 27 años ha quedado desde el extranjero al mando de la Guerra Chiquita, tras la salida hacia Cuba de Calixto García y su posterior odisea en la manigua que provocó su total incomunicación por meses. No obstante, esta posición no lo ha ensoberbecido. Martí no ha querido conservarla a ultranza, y cuando comprende que todo está perdido es el primero en enviar cartas a los caudillos insurrectos que aun pelean en los campos de Cuba, para pedirles que depongan sus armas ante la realidad, no ante las de España. En contraste con Fidel Castro, cuya principal y única táctica para a ascender en los ambientes de la lucha antibatistiana parece ser la de perseverar, caiga quien caiga, pero sobre todo si no es él, Martí prefiere echarse a un lado arriesgándose al olvido o hasta a ganarse la mala fama de timorato y aun de traidor. Todo antes que llevar a su Patria por el camino de la Revolución, cuando le parece no haber condiciones para ella: Y es que si para Martí la Revolución solo cabe promoverse cuando existen las condiciones, nunca antes, y de ahí su abandono de proyectos o su crítica sin tapujos a alzamientos que considera anticipados, para Fidel Castro la Revolución no necesita nada más que de la voluntad de los revolucionarios.

Esa diferente actitud es consecuencia del lugar que cada uno de ellos se asigna en la lucha, pero sobre todo en el mundo. El Martí que espera con paciencia la maduración de las condiciones es un hombre que no tiene una idea para nada exagerada de sí mismo. A él le cabe el mérito de organizar la lucha para no desaprovechar esa ventana histórica de posibilidades que abre el gobierno de Madrid con su obtusa política de cerrarle a la Isla su comercio natural con EEUU. Pero también comprende que una vez comenzada la lucha, en el exacto momento en que esta consiga alcanzar el estado de auto-mantenimiento, ya él no será imprescindible. Como le avisa a Manuel Mercado en la última carta que alcanza a escribir: “Sé desaparecer”. Nada más que lo contrario puede ser dicho de Fidel Castro. En su cabeza no cabe eso de esfumarse. Para cualquiera, incluso para los más obcecados castristas, es evidente que no es la humildad lo que habita en el corazón de esos hombres que consideran que su sola voluntad basta para hacer revoluciones, 10 millones de toneladas de azúcar, desecar todo el golfo de Batabanó o armar como a un nuevo Frankestein a ese homúnculo llamado Hombre Nuevo.

Ese contrastante auto-posicionamiento en el mundo explica el que Martí desacate las órdenes de quien en ese momento era en propiedad su superior jerárquico, el mayor general Máximo Gómez, y se lance a la acción de Dos Ríos, quizás remedando al Andréi Bolkonsky que, en La Guerra y la Paz, se lanza colina abajo al frente de un regimiento para salvar a los suyos de la derrota en Austerlitz. A la vez que el Fidel Castro ya cabeza indiscutible de su ejército guerrillero, y a pesar de su natural por completo refractario a aceptar que otros le impongan aquello con lo que él no concuerda, acate con tanto respeto el pedido de sus oficiales de que se preserve y no participe en las acciones de guerra. El primero, consciente de lo limitado de los recursos de cualquier humano, y por lo tanto con una idea realista de su posición personal en el mundo y en esa cadena de sucesos que es la historia, se da cuenta de que lo más importante que uno puede dejarle a los demás es el ejemplo, por sobre todo el ejemplo de confiar en ellos, en su capacidad propia para hacer lo justo y alcanzar ese bien tan elusivo, la felicidad; el segundo, encerrado en ese castillo interior a que lo condena la conjunción de una potente inteligencia en un alma de sensibilidad grosera, solo confía en su férrea voluntad que conduce con mano de hierro a ese atajo de ciegos e imbéciles incorregibles que ni a derechas saben que es lo mejor para ellos.

Y es que Martí, criado en la pobreza digna de los barrios proletarios de La Habana por padres severos pero justos, sensibilidad superior que desde su posición humilde atisba las complejidades del drama humano, sabe que lo que importa es lo que uno logra encender en los corazones ajenos, y nada más. Mientras que Fidel Castro solo alcanza a pensar a los demás como párvulos, o en todo caso como los siervos de la hacienda feudal de su padre, en que creció, en los cuales no cabe esperar que se encienda nada y por quienes lo único que puede hacerse es tratar de no faltarles. En esencia uno ve a los demás desde la posición del demócrata consecuente, y el otro no ya ni desde la del déspota ilustrador dieciochesco que sueña con encender las luces en las almas ajenas, sino desde la del ancestral caudillo paternalista que, si acaso se preocupó, dado su carácter mortal, por encontrar algún clon suyo que viniera a sustituirlo a su muerte.

En esta diferente y radicalmente opuesta visión de ambos de sus lugares en el mundo y la historia es que se descubre la razón de la incapacidad crónica de Fidel Castro para comprender a cabalidad el trascendental papel de Martí en la Historia de Cuba. Fidel Castro solo sabe insistir en la desgracia de que Martí nos faltara en 1898, pero nunca comprende que si Cuba no terminó por precipitarse en la órbita americana se lo debe a la memoria de aquel hombrecito nervioso que lo había dado y dejado todo por la independencia de su Patria; memoria que en los cubanos se fue agigantando a medida que transcurría aquella guerra. No comprende que, si la Guerra del 95, como cualquier enfoque economicista de la historia hubiera predicho, no fue solo el recurso para recuperar la relación comercial con EEUU, para volver en 1902 al Tratado de Reciprocidad por el que se clamaba en la Cuba de 1894, se lo debe al sacrificio de aquel hombrecito casi desconocido para la mayoría de los cubanos al mediodía del 19 de mayo de 1895. Que Martí no nos ha hecho independientes y libres a resultas de su “guía luminosa”, sino del ejemplo de su Vía Crucis existencial.

Y es que no puede entender, claro está, que si él mismo ha tenido su oportunidad se lo debe a los altísimos estándares a que Martí nos ha enfrentado a los cubanos. Así, ante una realidad nacional que siempre ha parecido más propicia para esos rasgos tan habituales en el carácter cubano, la apatía, la pereza intelectual, ese sordo individualismo nuestro que nos empeñamos en ocultar mediante la chocarrera y constante violación de la intimidad ajena, o a través de la aparente apertura desprejuiciada de la propia… no hemos podido a su vez más que sentirnos una y otra vez avergonzados de tales rasgos al quedar solos frente a la imagen del Apóstol, en esos escasos momentos en que abandonamos la actitud con que la mayor parte del tiempo intentamos aturdirnos mediante la liviandad, el choteo, el fingido sensualismo… Una imagen que es la de una completa absorción en la concreción de una obra, o de una sensibilidad tan puesta en el otro como en él mismo.

Paradójicamente, al menos en apariencias, el que Martí se haya convertido en algo así como en la estrella polar que nunca les faltará a los cubanos que por siempre busquen perfeccionarse a sí mismos, explica en alguna medida el que Fidel Castro pudiera llegar a revertir de tal manera la obra martiana como lo ha hecho. Son tan altos los estándares que nos ha dejado Martí, al menos si se comparan con nuestra liviandad constitutiva, que al sentirse “apenados” de no tener la suficiente disposición para alcanzarlos por sus propios medios, quizás se cierto, atenazados por las necesidades del día a día en una Nación condenada a depender demasiado de las decisiones tomadas en otras latitudes, muchos cubanos han optado por tomar un atajo: Más que intentar imitarlo, han preferido adorar al primero que tuvo la suficiente combinación de atrevimiento y fortuna para presentarse a sí mismo como el nuevo Martí, su único legítimo heredero[v].

Algo similar a lo que ha ocurrido históricamente en muchas religiones que comenzaron como un llamado de perfeccionamiento al individuo, y con el paso del tiempo y la humana necesidad de las mayorías de vivir en lo cotidiano más que en lo trascendente, terminaron por descargarlo de semejante responsabilidad en tan arduo camino, traspasándola en su lugar al propio Dios, y en todo caso a alguna institución vicaria suya sobre la Tierra.

Eso ha sido Fidel Castro para no pocos cubanos: El sucedáneo de su esfuerzo personal perfeccionador, la divinidad que les ha permitido escapar de esa libertad que Martí quiso imponerles. Porque no nos engañemos, para algunos no existe peor castigo que el ser libres.



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