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Neoconservadores, Liberalismo, Libertad

Kagan: libertad, liberalismo y orden mundial

El fracaso del ensayo de un supuesto ideal comunista determinó no solo el fin de un sistema político en varios países, sino implicó un cuestionamiento del ideal socialista en un sentido más amplio

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Los que suelen confundir la falta de regulaciones y controles del mercado con la libertad política deben leer The Return of History and the End of Dreams, de Robert Kagan.

En su libro Kagan señala lo que pasan por alto quienes creen que con solo las bendiciones combinadas del comercio, el capitalismo y la propiedad privada creciente se llega inexorablemente a una democracia liberal.

Se subestima el atractivo internacional de la autocracia. La Unión Soviética, después del impulso inicial que recibió la industrialización, fue un modelo de fracaso económico. Con el régimen de Putin, Rusia ha recobrado en parte su importancia en la arena internacional, bajo la forma de una actitud imperialista en política y una economía que se sustenta en buena medida en su industria petrolera.

En la actualidad Rusia no es una superpotencia económica, pero con su agresividad y férreo control político —apoyado por una oligarquía cómplice—, Putin hace indispensable tener en cuenta. En cualquier caso, y pese a la división ocurrida tras la caída de la Unión Soviética, sigue siendo un país con el cual hay que contar.

Kagan señala que “gracias a décadas de destacado crecimiento económico, los chinos pueden argumentar hoy que su modelo de desarrollo económico, que combina una economía cada vez más abierta con un sistema político cerrado, puede resultar exitoso para el desarrollo de muchas naciones”.

Si la caída del Muro de Berlín marcó el fin de buena parte del mundo comunista, hasta cierto punto la crisis financiera de 2007-2008 también significó el fin de una era; esa en que estudiosos y charlatanes se mezclaron con la intención de convertir al mercado en un nuevo dios, al que había que obedecer y respetar sin interferir nunca en sus designios, y donde el libre comercio reinaría a sus anchas.

Una década antes, en agosto de 1998, Mark Lilla había declarado muerto el espíritu del 68 en un artículo en The New York Times. En mayo de 2007, Nicolas Sarkozy llegaba a la presidencia en Francia con una plataforma influida por el ideal neocon norteamericano y la propuesta de un conservadurismo compasivo, similar al del estadounidense George W. Bush (que de compasivo tenía poco entonces pero más de lo que se apreció en su momento si se le compara con lo que vino después de los años con el mandato de Trump).

Si bien el triunfo de Sarkozy demostró su habilidad política para criticar abiertamente una situación que había ayudado a crear, fue sobre todo el comienzo del fin de los procesos electorales en que los franceses tendrían que escoger simplemente entre la izquierda y la derecha. En esa ocasión se decidieron por la última y luego, en 2012 con François Hollande, por la primera. Sin embargo, ya toda Europa comenzó a conocer que en lo adelante las cosas no iban a ser tan sencillas.

Si el fracaso del ensayo de un supuesto ideal comunista determinó no solo el fin de un sistema político, social y económico en varios países, y redujo a los partidos comunistas a una especie en vías de extinción, su conclusión implicó un cuestionamiento del ideal socialista en un sentido más amplio.

Paradójicamente, si la incapacidad en la práctica de la aplicación del modelo comunista ruso (en sus variantes soviética, china o de otro tipo) fue la causa de su fin, el triunfo de las medidas y leyes logradas por los socialistas y políticos de izquierda terminó en ocasiones convertido en un freno para el desarrollo.

Libre del muro de contención que significaba la existencia del campo socialista, el capitalismo logró un desarrollo incontenible a nivel mundial, pero —cuesta trabajo repetirlo por lo cansón— con resultados más desiguales que nunca.

Las respuestas entonces a ese desarrollo capitalista sin las contenciones políticas que en otra época habían implicado la URSS y el “campo socialista” se resumieron en las supuestas bonanzas del libre mercado a nivel mundial y el traslado de capitales, empresas y centros financieros: la globalización. No fue el único, pero sí uno de los más notables y comentados.

Mientras que el comunismo duró varias décadas, el neoliberalismo en su estado puro disfrutó de una vida mucho más breve y feliz. Bastó que las cosas comenzaran a marchar mal para que los banqueros y quienes los representan en Washington se sintieran obligados a llamar a la caballería al rescate. A la hora de las ganancias, se debía respetar al capital privado. Aunque al llegar el momento de las pérdidas, ahí estaba el Estado, benefactor de los ricos y corporativo en esencia, para cargar las cuentas sobre las espaldas de los contribuyentes.

Rusia y China mantienen regímenes autoritarios o totalitarios, donde las diferencias económicas con Occidente (China) se traducen en disputas y tarifas, y las geopolíticas (Rusia) en conversaciones donde el recelo y la mentira apenas se cubren con sonrisas y apretones de mano, pero donde las libertades ciudadanas ni siquiera se mencionan.

Un perfil en The Guardian señaló que Kagan decía sentirse “incómodo” al clasificarlo como “neocon”, y que “insistía en que él era ‘liberal’ y ‘progresista’ dentro de una tradición claramente estadounidense”.

Hay elementos en lo personal que validan y cuestionan dichas afirmaciones. Durante la campaña presidencial de 2008 se desempeñó como asesor de política exterior de John McCain, el candidato del Partido Republicano a la presidencia. En febrero de 2016, Kagan abandonó públicamente el republicanismo (ha pasado a referirse a sí mismo como un “ex republicano”) y respaldó a la demócrata Hillary Clinton en sus aspiraciones presidenciales.

Entonces argumentó que el “obstruccionismo salvaje” de los políticos republicanos, y la insistencia en que “el gobierno, las instituciones, las tradiciones políticas, el liderazgo del partido e incluso los partidos mismos” eran cuestiones que debían ser “derrocadas, evadidas, ignoradas, insultadas”, así como motivo de burla fueron los elementos que “prepararon el escenario para el ascenso de Donald Trump. Kagan llamó a Trump un “monstruo de Frankenstein” y también lo comparó con Napoleón. La primera caracterización fue correcta, la segunda una burda exageración.

En una columna de opinión aparecida el 1º de enero de 2019 en The Washington Post, conjuntamente con Antony J. Blinken (el actual Secretario de Estado), ambos señalaron que a medida que se intensifica la competencia geopolítica, “debemos complementar la diplomacia con la disuasión”, para agregar: “Las palabras por sí solas no disuadirán a los Vladimir Putin y Xi Jinping de este mundo. Reconocer sus tradicionales ‘esferas de interés’ imperiales solo los animará a expandirse más lejos mientras traicionan a las naciones soberanas que caen bajo su dominio”.

En el número de marzo/abril de este año, Kagan publicó un artículo en Foreign Affairs, con un título más que sugerente, al referirse a Estados Unidos: “Una superpotencia, nos guste o no”. No menor importante resultó el subtitulo, claramente didáctico: “Por qué los estadounidenses deben aceptar su papel global”.

Kagan insiste en que la única esperanza para preservar el liberalismo en casa y en el extranjero, “es el mantenimiento de un orden mundial que conduzca al liberalismo, y el único poder capaz de mantener ese orden es Estados Unidos”. No hay alternativa. De eso, parece seguro. Queda por verse si el tiempo, la historia, la política, le darán la razón.


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