Los que decapitan a Colón en EEUU no buscan la justicia
La ira de los Torquemadas callejeros no busca monumentos más justos sino derribar aquellos que no marchan con su ideología
A Cristóbal Colón no le salieron muy bien las cosas con América. Quería llegar a la India y llegó a las Bahamas. Le otorgaron el gran título de almirante de la Mar Océana y terminó encadenado. Las tierras que descubrió nunca llevaron su nombre sino el de un cartógrafo, y su persona ya era despreciada pocos años después de descubrir el «Nuevo Mundo».
En la convulsa actualidad de Estados Unidos al almirante no le puede ir peor. Le cortan la cabeza a sus monumentos cuando no pueden derribar la estatua entera; y cuando no pueden cortarle la cabeza le llenan las manos y el rostro con sangrienta pintura roja, porque aseguran que representa la sangre indígena vertida durante siglos. El navegante no era en realidad italiano ––porque en aquella época Italia no existía–– y dicen que su verdadero nombre era Cristoffa Corombo, en lengua ligur, porque nació en Génova y esa era la lengua del lugar. Hoy se juzga a un hombre de hace cuatro siglos del que no conocemos bien ni el nombre.
Su gran pecado, y por lo que la reina Isabel la Católica lo mandó a encadenar, fue el abuso contra los indígenas americanos. Hay una cifra: 1.600 indígenas sometidos a la esclavitud por Colón, lo que insultó a la reina. Esa debe de ser la razón por la que los justicieros en las calles estadounidenses quieren desterrarlo de los parques y la historia.
Para cierta opinión popular, América a nadie le debe en particular el descubrimiento. Para ellos, Leif Erikson ya había descubierto América, o el señor Madoc, o un navegante chino. Incluso se habla de una “conexión africana”, precolombina, con el mundo olmeca. Bajo esta narrativa, Colón no sería importante, sino un colonizador, racista y esclavista al que debemos descabezar. Ven ––entendiblemente–– en Colón, el símbolo de la real opresión de una etnia sobre otras ––en este caso los abusos de la europea sobre la indígena americana.
Según esas versiones, los europeos vinieron desde el año 1492 a estropear el paraíso que existía en aquel mundo mesoamericano aún en la edad de piedra, donde no se había descubierto la rueda ni el hierro y la sangre de los esclavos sacrificados bajaba por las escalinatas de varios templos después de que el sacerdote los abría por la ventrecha y le daba un mordisco ritual al corazón.
Un holocausto que intriga es el de Ochpaniztli, a la diosa Toci, que tenía lugar por agosto o septiembre, y en el cual se decapitaba a una mujer por sorpresa y después se la desollaba cuidadosamente para que el sacerdote se vistiera con su piel. Qué trabajo el de aquel sacerdote para cubrirse con el pellejo de la mujer, porque esa era una condición esencial para complacer a Toci.
Así se ve el asunto: Colón y detrás los conquistadores españoles fueron como unos diablos blancos que con su colonizador catolicismo vinieron a estropear las legítimas prácticas culturales y religiosas de las poblaciones autóctonas mesoamericanas. Son alabados los reales avances de la ciencia matemática y astronómica en aztecas y mayas, su numeración dual, su dominio de la medicina natural. Pero no hay reparo a los cuchillos de obsidiana que sacrificaban niños y vestales, no hay reparo para el canibalismo de los mexicas: los prisioneros de guerra que escapaban al sacrificio ritual, se convertían en esclavos. Acorde con los febriles perseguidores de Colón, los restos del Templo Mayor de Tenochtitlán debían ser barridos de faz de la tierra, por los inocentes que fueron sacrificados allí.
Pero no puede, ni debe ser así. Es errado juzgar a una cultura, a un hombre, desde valores de otra época. Ambas están dibujadas en la larga historia del ser humano con sus luces y sus sombras. Con su gloria y su dolor. Con sus particulares relaciones entre este mundo, y el del más allá que concebían, ––para mantener un equilibrio cósmico al que atribuían su equilibrio social–– como es en el caso del ritual a la diosa Toci.
Puede decirse que un hombre fue un criminal y no es justo que su vida se enaltezca en un monumento. ¿Pero con qué mejor monumento sustituirán los “Torquemada del iPhone” al del hombre que esclavizó indios, pero cambió al mundo? ¿Con el de la reina Isabel la Católica que le ordenó tratarlos “muy bien y con cariño”, y que encadenó a Colón por sus abusos? No, porque la ira de los Torquemadas callejeros no busca monumentos más justos sino derribar monumentos que no marchan con su ideología.
Nadie puede conocer el futuro de la historia. Cómo serán las cosas y qué decidirá contar sobre nosotros. Colón nunca pudo haber imaginado una ciudad como Nueva York, con más habitantes que los reinos de Castilla y Aragón. Tampoco que en esa ciudad le erigirían más de un monumento y menos que con rabia algún día vandalizarían uno de ellos. Winston Churchill era renuente a las estatuas. Tal vez por aquello de que solo sirven para que las palomas defequen sobre ellas. Fidel Castro nunca permitió una estatua en vida y las condenó en su testamento político. A Churchill le vandalizaron su única estatua en plaza pública en Londres. Los intolerantes justicieros le gritaban racista al hombre que luchó a brazo partido contra el racismo nazi y lo venció en pro de la democracia y su tolerancia. El peligro es que tolerar la intolerancia termine por permitir que la intolerancia crezca y reine. Ha pasado en otras partes del mundo. ¿Estamos seguros de que no puede pasar en America the Beautiful?
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