Actualizado: 25/04/2024 19:17
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'Model Town' o la memoria inconsolable

'Model Town' o 'La Habana sin Olga Guillot' muestran con claridad las diversas facetas del efecto devastador del castrismo.

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Quien vaya hoy, más de cuarenta años después de aquel discurso, a esa localidad de la cordillera de Guaniguanico, proclamado como vanguardia de una utopía comunista que habría de extenderse a todo el país en pocos años, no encontrará sino un mísero poblado donde falta el agua, el transporte y la comida.

Y sería interesante que algún joven documentalista recogiera los testimonios de quienes vivieron aquellos momentos de optimismo revolucionario en que el "plan piloto" era noticia diaria en todos los periódicos de Cuba. Han de ser testimonios de desolación, estafa y fracaso. San Andrés, pueblo modelo, es, como Hershey mismo, Cuba en ruinas.

Pero hay una diferencia crucial: el pueblo viejo ha dejado un legado en la memoria de sus habitantes; el nuevo en cambio no deja nada; la ruina nueva –la de la "construcción del socialismo", cuyo arquetipo es Alamar–, no propicia ni siquiera la melancolía de las viejas ruinas, que a su modo documentan el esplendor de La Habana de los boleros y las victrolas.

"En el momento en que se desintegra, el imperio soviético ofrece el carácter excepcional de haber sido una superpotencia sin haber encarnado una civilización", apunta Furet en su gran libro El pasado de una ilusión. Y esto lo comprobamos en Cuba; el comunismo no deja nada positivo: ni principios, ni instituciones, ni monumentos.

Sólo cenizas

Ante semejante hecatombe, la nostalgia es por fuerza el mood de la cultura cubana contemporánea. O de buena parte de ella. Par de días antes del publicitado concierto de Juanes en la Plaza de la Revolución, se celebró la conferencia Boleros prohibidos, o La Habana sin Olga Guillot, como parte de las actividades por el Mes de la Cultura en Union City.

No fue, en rigor, una conferencia, sino más bien un repaso emotivo por la música vieja, que ejerció sobre la audiencia un efecto comparable al de la tableta de chocolate sobre los ancianos de Model Town. El concierto de La Habana y el acto de Nueva Jersey fueron, como el azúcar y el tabaco al decir de Ortiz, "todo contraste".

Si la juventud cubana, aquella por la que Juanes y sus invitados decidieron cantar gratis en la Isla, acudió masivamente a la Plaza de la Revolución, al evento de la escuela José Martí asistieron masivamente personas mayores, que habían conocido esa Cuba anterior a 1959. Y si el concierto de Juanes pretendió propiciar de algún modo esa futura reconciliación de todos los cubanos que ha de presidir la transición a la democracia, aquí se trataba de la memoria del exilio histórico, un exilio del que forman parte buen número de los músicos evocados por Armando López.

Algunos lloraron al reconocer las voces de Blanca Rosa Gil o de Tito Gómez, otros gritaron "De Pinar del Río" o "Las Villas" cuando oyeron pronunciar el nombre de Pedrito Junco o el de Osvaldo Farrés. Muchos querían seguir oyendo, en las voces entrañables de Vicentino Valdés u Olga Guillot, los boleros que el conferencista usó, de manera fragmentaria, como ilustración de su recorrido musical.

"La tierra donde yo nací / la patria que forjó Martí / se destruyó / y en el edén de palmas que sembré / sólo hay dolor / mi Cuba te extraño…", en voz de Orlando Contreras, perfectamente hubiera servido para resumir el estado de ánimo de buena parte de la audiencia.

Silvio Rodríguez, invitado estelar de Juanes, de cierta forma maestro suyo –el cantante colombiano ha confesado que creció oyendo sus canciones– no encajaba desde luego en este panorama, más que como símbolo de la Hecatombe que privó a La Habana de victrolas y cabarets.

Armando López recordó una entrevista en la que el estandarte de la "nueva trova" llamó cursis a los boleros, y la letra de una canción suya en que confiesa ser "feliz abriendo una trinchera". Pero salvando el caso de Rodríguez, que a pesar de todo es un gran compositor, qué diferencia entre el esbozo de concierto que tuvimos los asistentes a la escuela José Martí, y el concierto multitudinario de la Plaza de la Revolución.

De Amauri Pérez, Carlos Varela, Cucu Diamantes y Los Van Van, a Panchito Riset, Ñico Membiela y Olga Guillot, a una Sonora Matancera que lo mismo tocaba una guaracha que un bolero tan antológico como Tu voz, de Ramón Cabrera, qué abismo, no sólo en tiempo histórico, sino en arte y en gracia. Es en la música, justo el arte que mejor ha expresado la sorprendente creatividad de nuestro país, donde más se aprecia el efecto devastador que en todos los órdenes ha sido la Hecatombe.

En su largo exilio en el odiado Miami, Lydia Cabrera se entregaba, como Proust, a la recuperación del tiempo perdido.

"Desenterrar el pasado de las cenizas del olvido, revivirlo por momentos con intensa ilusión de realidad presente […] ha sido mi consuelo y mi entretenimiento en la última etapa de este monótono camino, que de día, por un paisaje árido –un desierto de cemento– me va llevando a la muerte definitiva", escribe en sus espléndidos Itinerarios del insomnio, donde rememora sus viajes a Trinidad, esa curiosa ciudad cubana donde el tiempo se había quedado como detenido y privaba la amabilidad de las antiguas costumbres, la gracia de cuentos y pregones de otra época.

Cuando triunfó la revolución, Lydia pensaba retirarse a Trinidad, donde había comprado una pequeña casa. Hoy esa casa es propiedad del Estado, y por donde estuvo la espléndida quinta San José pasa una carretera. Si para ella – "El pequeño paraíso, ahora nos damos cuenta que de veras fue Cuba", dice nostálgica, y no sin exageración– el recuerdo era un consuelo, es para nosotros, los que no conocimos ese país, que la memoria es realmente inconsolable.


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