Cuba, Castrismo, Anticastrismo
Responsabilidad, liderazgo y cubaneo
Con el castrismo, los habitantes de este país de bichos aspirantes a vivir de algún bobo, todos hemos encontrado el modo de vivir de la política, lo mismo líderes que gente de fila, castristas y anticastristas
No por repetido deja de ser cierto: los cubanos, o no llegamos, o nos pasamos.
El tema de la responsabilidad de nuestros líderes políticos no escapa a esa funesta dicotomía. Nuestros líderes, o resultan unos absolutos irresponsables, o practican esa otra forma de irresponsabilidad que es ser responsable, pero no con sus seguidores concretos, sino con La Historia, La Causa, o cualquier otra entelequia semejante.
No voy a discutir aquí la necesidad de líderes para aglutinar y organizar los esfuerzos colectivos. La doy por evidente; aunque en cualquier otro momento esté dispuesto a contrastar mis opiniones al respecto. Para evitar los excesos del liderazgo político no creo necesitemos deshacernos de los líderes políticos. Sólo promover otra actitud de nuestra parte hacia ellos, una que a su vez les imponga una muy diferente de la que habitualmente han tenido hacia nosotros.
Lo recomendable de nuestra parte es un moderado escepticismo, que nos lleve a aceptar sus propuestas de acción colectiva sólo tras un cálculo racional, lo menos emotivo posible, de lo que nos proponen los diferentes líderes en oferta en el mercado, y de las capacidades que cada proponente parece tener para cumplir su cometido. Más tarde, un apoyo atento y condicionado a cada uno de los pasos del liderazgo.
Tener, en fin, muy presente que con los líderes hacemos no otra cosa que un contrato, y no de sometimiento de nuestro criterio, por cierto.
Es fundamental acabar de meternos en la cabeza que no se apoya a personas, y mucho menos a ideas, sino a propuestas de acción. Hechas, claro, por personas con determinadas ideas. Pero las cuales nos proponen un esfuerzo colectivo concreto, para solucionar un problema común concreto. Lo que debe importarnos más en el líder no es su particular ideología, sino su consecuencia con el liderazgo que se echa sobre sus hombros: firmar un contrato de liderazgo con individuos de los cuales sabemos nos dejaran en la estacada a la primera dificultad, habla tan mal de nosotros como de los tales “líderes”.
Otro buen criterio con esto de los liderazgos políticos es el pasar de largo ante los individuos —todo altruismo, según ellos— que se nos proponen para ocuparlos en base a un supuesto desinterés personal suyo. Los líderes políticos también tienen intereses personales, y sin duda suelen ser las personas con intereses más desmedidos, y más avidez por satisfacerlos. En consecuencia, nada debe levantar más nuestra suspicacia que quienes se las dan de desinteresados. En este sentido el único criterio válido para darles nuestro apoyo, condicionado, es el descubrir que ese interés personal suyo, en medio de la actual circunstancia y el consiguiente equilibrio de intereses, de alguna manera los obliga a preocuparse por nuestro propio interés personal.
En cuanto a lo que debemos promover en nuestros liderazgos políticos, en primer lugar está el sentido de responsabilidad hacia las personas concretas que le hemos dado nuestro apoyo a aquello que nos proponen hacer. El compromiso de los líderes políticos no es con las ideas. La política no es un asunto de ideas, sino de acciones. Las ideas son un asunto personal de cada cual, en base al cual decidimos si asumir un liderazgo o no, con las responsabilidades que implica hacerlo, o en general sumarnos o no a un esfuerzo colectivo para solucionar un problema común concreto.
En realidad, si los agrupamientos políticos dependieran de las ideas, al haber tantos matices en cualquier idea como humanos que las piensan, las diferencias de criterio los harían imposibles. Por eso en democracia los partidos políticos se agrupan alrededor de acciones concretas, o de programas de acción, que no son más que propuestas de un grupo de acciones, dirigidas hacia múltiples grupos de interés. Por lo mismo las dictaduras unipartidistas terminan, antes o después, por agruparse alrededor de algún caudillo y sus particulares matices de la “única idea correcta”.
Hay, por supuesto, partidos pseudo-democráticos en democracia, los cuales antes que en una propuesta o un programa sólo consiguen encontrar las razones de su agrupamiento en un líder. Cuando como en la Cuba de liberales y conservadores los principales partidos se agrupan alrededor de caudillos, no es de extrañar que muy pronto esa precaria democracia sea sustituida por una dictadura de partido único. En el caso cubano, bajo Machado, con la “cooperación” de los tres únicos partidos legales en el sostenimiento del dictador. Años más adelante, la misma tendencia, en un entorno geopolítico más favorable, nos traería al largo imperio de Fidel Castro con su partido dizque comunista; en realidad partido de quienes aceptan incondicionalmente las ideas de Fidel.
Dicho esto, es necesario señalar que en Cuba, uno de los extremos en que han habitado y habitan nuestros liderazgos es el de responsabilizarse con ideas, como La Historia, la Causa, o cualquier otra fantasía semejante, no con nosotros, las personas concretas que los seguimos.
No nos engañemos, el hombre que se responsabiliza solo con entelequias, el que como Antonio Maceo en 1878 es capaz de dejar a sus hombres atrás, “para mantener levantada la bandera de lucha”, sin saber a derechas si en un futuro se justificará racionalmente elevar de nuevo el tal trapo, es nuestra peor elección para liderarnos. Tal individuo no tiene intereses concretos, solucionables mediante determinada acción, solo un ansia tal de trascender a su propia muerte, al asociarse a una idea, que es capaz de sacrificarnos a todos los demás por tal de satisfacer esa ambición.
Fidel Castro, sin lugar a duda, ha sido el peor ejemplar de esta categoría en Cuba. Pero en general nuestra política ha dado unos cuantos de tales individuos, cuyo sueño central, sino el único, ha sido el trascender a su época en el recuerdo de los hombres. Esa terrible calamidad colectiva que es el líder concentrado en alcanzar la Gloria, y no a través de su aporte organizativo, y de liderazgo, en la solución a algún problema concreto, sino al personalizarse como la concreción de alguna idea, o actitud, “irredenta” en nuestro caso.
La excepcionalmente buena recepción cubana a este tipo de líder se explica en nuestra incapacidad para la abstracción. Seres sensoriales, lo más allá que llegamos es a la abstracción poética, a los símiles y a las metáforas. Consecuentemente, aunque sin duda sentimos la necesidad de actuar para resolver la indefinida incomodidad con nuestro presente, de hacer algo para mejorar, no somos capaces de distinguir con claridad nuestros problemas. Sin esa claridad, los motivos de nuestro agrupamiento en esfuerzos colectivos quedan en el campo de lo emocional, y no en el de la actuación racional en base a principios, pero sobre todo a intereses. Así, en nuestra pueril incapacidad de ver claro nos dejamos llevar por aquellos que en algún retruécano freudiano identificamos con nuestros padres. Esos tipos tan desvalidos como nosotros, quienes sin embargo nos da la impresión que nos conducen a un lugar en que esa sensación, o peor, cualquier sensación posible de incomodidad, desaparecerá. Las ideas que esos líderes nos presentan, por otra parte, como nos son inalcanzables intelectualmente (incluso para ellos), no tardamos en poetizarlas, en personificarlas en la figura de aquel, con lo cual reforzamos todavía más nuestro natural caudillista… y allá va el cubano, a servirle una y otra vez de carne de cañón a los amantes de la Gloria.
Por suerte, un pueblo tan sensorial suele dar muy pocos de esos tipejos enamorados de la trascendencia, que de lo contrario ya hace tiempo los cubanos nos hubiésemos extinto. En el siglo XIX, cuando no teníamos un Estado que robar desde el poder, se dieron muchos, y poco faltó para además de prenderle candela a la Isla de una punta a la otra, no dejar títere con cabeza en ella; en lo que va de independencia solo hemos tenido a Fidel Castro… aunque el Comandante en realidad ha valido por veinte.
Promover la responsabilidad hacia las personas también implica denunciar a esos que ya no con las ideas, sino con absolutamente nada se responsabilizan, excepto, claro, con ese grueso pellejo de la cara que suele acompañarlos. Sobre todo ahora que uno de nuestros últimos líderes ha dado muestras de una irresponsabilidad de campeonato, y a pesar de ello ha encontrado el apoyo incondicional de un sector no pequeño de la cubanidad. El cual apoyo, repito la idea, habla tan mal de ese sector que del mismo líder en sí.
Y es que los cubanos solemos comportarnos con nuestros líderes como ciertos amantes con esas parejas que no paran de hacerles desplantes y desaires. Mientras más desprecios reciben, mientras más les demuestra su pareja importarles un comino su amor incondicional y hasta su existencia, más y más se enciende la pasión desinteresada en los tales amantes, y mayor su disposición a sacrificar su vida por ese hijo de puta que tienen a su lado… o por lo menos al lado del cual optan por permanecer.
Lo más triste de admirar es cuando se echan sobre sí la tarea de justificar ante el mundo esa actitud desdeñosa a la que son sometidos.
Si bien, como ya dijimos, debemos pasar de largo ante las propuestas del líder “desinteresado”, también debemos hacerlo con aquel que se define como un tipo sin madera de líder, o alguien que no quiere terminar en estatua de bronce o mármol. O sea, ese líder que en realidad no se siente, ni desea responsabilizarse por la acción a la cual nos ha convocado. Nadie en su sano juicio firma un contrato con otro individuo que evidentemente no está dispuesto a cumplir su parte en este, y entre las correspondientes al líder está la disposición a terminar en mármol o bronce. Porque no le demos más vueltas, los líderes, o quieren convertirse en mármol y bronce, o son de mierda y están muy conformes con esa asquerosa consistencia.
Este tipo de líder justifica en su humanidad sus continuos devaneos y cambios de dirección, o hasta el abandonarnos en Tierra de Nadie, bajo el fuego cruzado de las ametralladoras y el bombardeo de la artillería contraria. Tras habernos convencido de salir de nuestras trincheras para asaltar las de nuestros adversarios, quienes por cierto no nos recibirán muy humanamente. De estos, dotados invariablemente del don de la “palabra bonita”, y de una apariencia física atractiva, al menos dentro de los estándares nacionales, en Cuba hemos tenido demasiados. En un país en que por un lado al parecer todos solemos tener un lado “femenino” demasiado sobredimensionado, dado a sentirse atraído por personajes como Alberto Yarini y Ponce de León. Mientras por el otro sentimos un gran alivio al descubrir que, aquellos que identificamos como los mejores de nosotros, padecen nuestra misma ausencia del impulso a superarse como personas.
El último de los de esta especie, Yunior García, precisamente ahora anda por España, saltando sobre cada micrófono que le sale al paso, para contarnos una rocambolesca historia de su inesperada salida. Historieta que cualquiera que sepa cómo funcionan las cosas en Cuba sabe es una elaboración para no confesar lo evidente: que pactó su salida con el régimen, y que como uno de los últimos actos de humillación al cual lo sometieron, lo dejaron tirado premeditadamente en la Avenida de Rancho Boyeros, bajo las ventanas del Palacio de la Revolución —aunque nunca lo admitirá, es seguro que haya escuchado hasta las carcajadas de los mandamases de Cuba.
No obstante, no son los Yunior García los segundos peores líderes que solemos darnos los cubanos. Entre sus críticos, sobre todo entre los líderes de opinión, o influencers, al modo en que ahora se los llama, los hay peores. Yunior, en todo caso, quizás muy pronto se convierta en uno de ellos, y gracias a sus “desvelos” por esa otra entelequia tan productiva, la tan llevada y traída Patria, también termine por comprarse una modesta “chocita”, unos espejuelos bastante ridículos, o incluso hasta una granja de pollos, desde la cual transmitirnos en directo sus desayunos.
Este tipo de liderazgo, entre cubanos que se tenían por tales, se manifestó por primera vez entre los incontables que se fueron a la manigua no por otro motivo que porque tras la independencia quedarían infinitas plazas vacías, en la sobredimensionada administración pública que nos legó el Reino Zarzuelero de España. Plazas que ocupar y desde las cuales robar a manos llenas, o desde las cuales dejar robar a parientes y amigotes.
Líderes en el desfalco de los bienes públicos, en la sinecura, o en el vivir de pasar el cepillo para la causa, mientras se hace como que se hace por ella, hemos tenido a chorros, en la emigración de fines del siglo XIX y hasta en la manigua —la guerra en bromaen el Camagüey de 1896, que sacara de sus casillas a Máximo Gómez, o los famosos y ubicuos majases—, en la república, en la revolución, en la oposición y en el exilio… No podía ser de otro modo en un país tan maleado por la tradición hispana del enchufismo, y cuya independencia política se levantó sobre una base económica tan poco propicia para esa misma independencia. En un final uno tiene la impresión de que el motivo real por el cual los cubanos nos hicimos de una unidad política independiente, además de por ciertas circunstancias geopolíticas que escapaban a nuestro control (la tozudez española; el carácter étnico de la civilización americana en 1898), lo fue el interés de una clase completa de líderes en no jorobar el lomo. No nos engañemos, tuvimos, y mantenemos nuestra independencia política, en esencia no por otra razón que por el interés de una ingente clase política en hacerse de un espacio político en las nubes, al cual pegarse como garrapatas, para medrar de “hacer política”.
De hecho, con el castrismo, régimen redistribuidor de las oportunidades como ninguno anterior, los habitantes de este país de bichos aspirantes a vivir de algún bobo, todos hemos encontrado el modo de vivir de la política, lo mismo líderes que gente de fila: los castristas de vender a la Isla como el aliado ideal de cualquiera que le tenga alguna cuenta guardada a los imperialistas yanquis; los anticastristas al facilitárseles de nuevo el emigrar hacia Estados Unidos, algo que se nos había puesto difícil desde 1956, cuando comenzó a exigírsenos a los cubanos el requisito de visado para entrar a nuestro vecino.
Por cierto, este tipo de líder aprovechado parece haber dado en los últimos años con la ideología ideal para justificar el convertir la política en una finca, with breakfasts on line incluidos: una incoherente mezcla de conservadurismo con chusmería chancletera (tenemos desde un individuo con apariencia y jerga de delincuente común, Ultrack, hasta una versión rosa entre Mussolini y Fidel Castro, Alexander Otaola), y el ingrediente especial, fundamentalismo de mercado. En base a este es admisible convertirlo todo en un negocio privado generador de beneficios, incluso la política.
Estos líderes de opinión, que en esencia viven de promover una cierta opción política, no tienen ningún empacho en enriquecerse a costa de la política. Y es que precisamente su opción política tiene como el mejor, y hasta único criterio de éxito el económico: el mejor líder, en este caso de opinión, es aquel con el mayor éxito económico. Porque si lo siguen más personas, a su vez con más recursos para donarle, tiene que ser quien nos propone el modelo político más adecuado para estimular la productividad, y en consecuencia la acumulación de riquezas. Que es en esencia lo único importante, para consumir sin preocupaciones desde nuestro corral de oro.
Un recurso, este de las manos ocultas del mercado, que a los cubanos, tan poco dados al constante esfuerzo de atención intelectual que implica mantener una actitud crítica ante nuestras vidas, nos parece caído del cielo. El fundamentalismo del mercado, con sus sencillas, consistentes y utópicas explicaciones, nos parece creado a propósito por el altísimo Comandante en Jefe Celestial para ahorrarnos esfuerzo cerebral. Fijémonos quién esté mejor de recursos, quién vive con mayor comodidad y abundancia, y sabremos de cuál líder de opinión cortar y pegar la… ¿nuestra?
Esta opinión, adquirida también como por la libreta de abastecimiento, tiene sin embargo sus inconvenientes. El principal, que como el mejor criterio del éxito de un político es el económico, es totalmente lógico el que prefiera elegir la opción que más beneficio le brinda y no la que mejor satisfaga a sus seguidores. El líder de opinión adscrito a la opción política adoptada por nuestros influencers no tiene otro compromiso que con su éxito económico. De hecho no puede tener otro compromiso, si es que no quiere perder a quienes lo siguen, ya sabemos en base a qué criterio.
Pero el caso es que su tan admirado éxito económico, por ejemplo, no tiene por qué provenir de lo que obtiene de las personas a las cuales convoca directamente. Puede provenir de los recursos de aquellos a quienes no va dirigida directamente la convocatoria, sino de esos otros, tras bambalinas, que solo pretenden tener un bien alimentado testaferro ideológico suyo, manipulando consciencias en la dirección que les es más conveniente.
El caso al parecer de Alexander Otaola. Un eterno mete-cabezas ahí, quien al parecer recibe los fondos para su show en línea del Partido Republicano. Con el objetivo no de lograr la libertad de Cuba, sino de manipular ese deseo de la mayor parte del exilio para asegurarle a dicho partido el voto cubanoamericano.
O sea, puede parecernos que dejar la elección del líder a seguir, en manos de los mecanismos ocultos del éxito económico, sea un recurso muy descansado, y sobre todo seguro, pero no es así. Nada sustituye a la incansable atención, y al análisis en el líder de muchos más detalles que su riqueza o popularidad. Otro saludable criterio para pasar de un líder es el que haya logrado pergeñar una propuesta en que su afición a lograr éxito económico desde la política encuentre justificación, y hasta se convierta en central a la misma.
Alguien puede decirme que los influencers del tipo de Otaola, Ultrack, Eliécer Ávila, no son políticos. Pero sí lo son. Tanto, como lo fueron otros líderes de opinión en el pasado. Por ejemplo, Eduardo Chibás y Ronald Reagan desde sus horas de radio, o José Martí desde la prensa escrita y la oratoria presencial. Estos personajes nos proponen una opción política desde sus shows on line, y nada cambia el que en la contemporaneidad lo hagan a través de un medio más sofisticado. Y es que incluso algunos de ellos, como Otaola o Ávila, precisamente quienes han alcanzado a comprarse un “terrenito” con su brega diaria en las redes, tienen hasta sus propias organizaciones políticas: Somos Más, y el Partido del Pueblo Cubano, y por tanto proponen un programa político.
Es en consecuencia evidente que aspiran a desempeñar puestos públicos, administrativos o legislativos, en una futura democracia post-castrista, para impulsar esos programas, y es de temer, por lo tanto, que tanto por sus precedentes de presentarse como la mejor opción en base a su éxito económico, como por la opinión política que promueven, que en sí justifica esa actitud, recaigan en los conocidos vicios republicanos de saqueo de los fondos públicos, para alcanzar a mostrarse lo exitosos económicamente que les exigen los seguidores indoctrinados por ellos.
Aunque sin duda no hay que irse tan lejos hacia el futuro: digan lo que digan, por su relativamente escaso número de seguidores en Youtube, la adquisición de los “terrenitos” solo se puede justificar en el desvío de las ayudas para la democratización de Cuba de gobiernos y personalidades amigas, o en todo caso en créditos bancarios considerables. Esto último puede parecernos, en una mirada superficial, algo para nada cuestionable, pero debemos recordar que no hay peor político que aquel endeudado con los bancos.
El asunto, no obstante, trasciende a Cuba, y tiene que ver con el surgimiento de medios como YouTube. Empresas privadas que le permiten monetizar su actividad política al político, y que por lo tanto convierten a la política no en una actividad cívica, central a la sociedad humana, sino en un negocio.
Lo cómico, o más bien tragicómico, de cualquiera de estos tres tipos de líderes descritos hasta aquí, es que aun sienten a ratos que el “pueblo cubano” los abandona. Pero no, amigo Eliécer Ávila, nuestro pueblo —o esa colección de variopintos individuos que al parecer compartimos unos mismos defectos, y poca o ninguna disposición a superarlos— parece dispuesto a nunca abandonarlos a ustedes: gracias a ello, podrán seguir usándonos para perseguir la trascendencia, o ahí nos tendrán de nuevo, no importa cuántas veces nos dejen embarcados, con solo echar mano de una sonrisa atractiva y una palabra “bonita”, o podrán por siempre comprarse casitas de $600.000, y hasta mantener a un señor bastante corpulento (imaginamos lo que Eliécer gastará en ese tipo) de guardaespaldas.
Duerma tranquilo, amigo Eliécer, que lo suyo, con nosotros los cubanos, está seguro. Como también lo estará, al parecer, lo de Fideles y Yuniors…
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