¿Sobrevivirá la humanidad los próximos 40 años?
Una película que nos recuerda las actitudes de muchos gobernantes sobre la epidemia covid-19 y la crisis medioambiental, en particular las de Donald Trump y Jair Bolsonaro
La película satírica recientemente estrenada en Netflix, No Miren Arriba (Don’t Look Up), una tragicomedia protagonizada por Leonardo DiCaprio y Meryl Streep, dirigida por Adam McKay, no fue realizada exactamente para divertir, aunque resulte, de principio a fin, muy hilarante. Dos astrónomos descubren un cometa que por su trayectoria colisionaría el planeta en seis meses con el fin de la humanidad y la muerte de todas las especies, pero nadie les hace caso porque todos están absortos en otras noticias, como la ruptura entre una famosa cantante y su novio, así como un escándalo sexual. En la Casa Blanca, la presidenta (Meryl Streep) más interesada en no perder puntos de popularidad en las encuestas, califica el descubrimiento como “potencialmente importante” y ordena mantenerlo como “información clasificada”. La orden es “aguardar y analizar”. Casi nadie cree a los desesperados astrónomos que cuentan el tiempo por minutos y segundos. En los medios, entre bromas y choteos, les reprochan: “Por favor, no sean tan dramáticos”, e incluso, cuando la noticia finalmente se ha propagado, surge un movimiento que rechaza la veracidad del hecho: “No miren arriba”, hasta que la tragedia se les viene encima.
Algo semejante está ocurriendo actualmente en la vida real. Ese cometa ya cayó y está devastando al mundo, sólo que lentamente. Se llama civilización humana.
La cinta, inevitablemente, nos recuerda las actitudes de muchos gobernantes sobre la epidemia covid-19 y la crisis medioambiental, en particular la de algunos como Donald Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil. Recuerden lo de la “gripecita”, y la retirada de Estados Unidos de los acuerdos de París. Luego, cuando la epidemia se propagó, se dijo que se trataba de una conspiración china urdida en los laboratorios de ese país. Todavía se habla de que los incendios forestales son obra de una red de conspiradores incendiarios. Pero en general, la inmensa mayoría de los gobiernos del mundo no han enfrentado los problemas con la responsabilidad que merecen.
Todos estos conflictos, incluyendo los huracanes cada vez más devastadores, las inundaciones, las oleadas migratorias, las acciones terroristas, las matanzas colectivas, los feminicidios, los asesinatos de periodistas, activistas de derechos humanos y defensores del medio ambiente, aunque no lo parezca, están todos relacionados.
En febrero de este año que ya culmina, publiqué en Apeiron Ediciones de España, Apocalipsis, la Gran Revolución Civilizatoria, donde explico cuál es ese vínculo, la causa de todos los problemas. Hace poco más de cien años, aunque existían conflictos, guerras, tragedias naturales y pandemias, no eran tan alarmantes como los del presente, hasta que en el siglo XX comenzaron a producirse las guerras mundiales, que culminaron, al final de la Segunda Guerra Mundial, con las explosiones en Japón de dos bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos y la muerte de cientos de miles de personas, incluyendo mujeres y niños. Hasta entonces las guerras no eran tan letales porque la tecnología no lo permitía. El último invento más mortífero había sido el de la dinamita. Incluso, la tragedia del 9/11 al comienzo del presente siglo, no hubiera sido posible al principio del XX, sencillamente porque no existían los aviones, por lo cual debemos concluir que no todo en el desarrollo tecnológico ha sido positivo, que no se trata sólo de “fuerzas productivas” como creía Karl Marx, sino también de “fuerzas destructivas”. Cuando esas fuerzas no estaban desarrolladas, no se hablaba tampoco, por supuesto, de problemas medioambientales.
¿Significa esto que la causa principal de los conflictos es el alto nivel de desarrollo tecnológico? En ese error cayó un profesor universitario graduado en Harvard, Ted Kaczynski, más conocido como Unabomber, quien, en consecuencia, se convirtió en terrorista al enviar varias cartas-bombas a científicos que contribuían a ese desarrollo.
La verdadera y principal causa, hay que buscarla en un mal existente ya desde los orígenes mismos de esta civilización humana. Las diferentes culturas y civilizaciones regionales que han existido en los últimos miles de años se diferencian entre sí en numerosos elementos culturales, pero todas han coincidido en ciertos aspectos, cuales genes comunes de una familia numerosa: todas han practicado, entre otros, el sometimiento y la explotación de unos seres humanos por otros, el rebajamiento de la mujer, la explotación indiscriminada de la naturaleza y las guerras como medio de resolver los problemas entre pueblos. Ese conjunto de elementos compartidos es lo que yo llamo paradigma de la civilización patriarcal, que ha sido asimilado en el inconsciente colectivo como una especie de “pecado original”, transmitiéndose por miles de años de una generación a otra y es el causante del racismo, la xenofobia, la misoginia y la homofobia, y también de que ninguna lucha de liberación humana haya resultado realmente victoriosa, que todas las revoluciones sociales hayan fracasado mediante una edulcoración de las cadenas y a veces con un remedio peor que la enfermedad (los cubanos entendemos esto muy bien).
¿Son estas características consustanciales a la naturaleza humana? Ya se sabe que no. Los descubrimientos arqueológicos del siglo XX demuestran que antes de esta civilización humana hubo sociedades con un desarrollo que justifica su condición civilizatoria, donde no existían esos presupuestos, sino un paradigma diametralmente opuesto, sin guerras ni opresión de unos por otros, porque se consideraban hijos de una madre suprema que había parido los bosques, las montañas, los mares, a la humanidad y a todas las especies, por lo que ordenaba relaciones de fraternidad entre todos sus hijos. No había ni siquiera enfermedades, porque no vivían con el estrés, las depresiones, miedos ni otros sentimientos negativos que bajan el sistema inmunitario, propio de una sociedad patriarcal.
En sus inicios ese paradigma no representaba un peligro para el planeta a pesar de su esencia letal por el bajo nivel de las fuerzas destructivas, pero ahora, combinado con el alto grado de desarrollo tecnológico, ha provocado el terrible desastre del medio ambiente y el calentamiento global que coloca al ser humano al borde de la desaparición. No se trata, pues, de un engendro de laboratorio chino, ni de conspiradores piromaníacos, ni de un supuesto cambio del eje magnético de la Tierra, sino de la contradicción entre una cultura salvaje y una alta tecnología.
El calentamiento global no sólo genera devastadores huracanes y el derretimiento de los polos, sino que provoca incendios forestales que se unen a la irresponsable tala de árboles, todo lo cual conduce a la destrucción de los pulmones naturales del planeta, y, además, dejan a millones de animales salvajes, portadores de innumerables virus, sin su hábitat, los cuales se ven, sin haberlo deseado, dentro del hábitat de los seres humanos. Se predecía el peligro de que en un siglo desaparecerían bajo las aguas extensas regiones costeras y ciudades en muchos países del mundo, pero no se previó que cada uno de estos procesos de deterioro aceleraría el avance de los demás, por lo que en 40 años la situación podría ser apocalíptica.
Cuarenta días fue el plazo que en la Biblia Dios les dio a los habitantes de Nínive a través del profeta Jonás para que se arrepintieran de tanta iniquidad. El rey de aquella ciudad creyó en la profecía y logró que todos sus habitantes cambiaran su mentalidad y su conducta, por lo que la profecía no se cumplió y la ciudad no fue destruida. Nosotros también debemos, si queremos evitar la destrucción del planeta, cambiar nuestra mentalidad.
Más de cuatro millones han muerto ya en el mundo por la pandemia. Se ha dicho que la covid-19 llegó para quedarse, y podemos seguir eternamente inventando vacunas, que no son ciento por ciento efectivas, para diferentes virus que seguirán llegando, también para quedarse, con sus distintas variantes y seguir lamentando otros cuatro millones de muertos. Pero la verdadera solución no es esa, sino cambiar radicalmente el paradigma civilizatorio que ha generado este terrible desastre. Pero al menos algo puede hacer cada uno de nosotros aquí y ahora: intenten evitar a toda costa todos los estados mentales negativos que bajan el sistema inmunitario, como el estrés, la depresión, el pánico, el rencor, la ira, los complejos de culpa y si es posible, practiquen la meditación, y veremos si hay algún virus que pueda con nosotros.
Sin embargo, a pesar de todas las matanzas y asesinatos provocados por todas las fobias ya citadas, tienen un lado esperanzador, porque son reacciones a algo nuevo que está surgiendo.
Resulta alentador constatar que al menos se está produciendo un cambio de mentalidad en las nuevas generaciones. Mientras en la reciente conferencia de Glasgow sobre el medioambiente, gobernantes de todos los continentes del mundo vacilaban a la hora de adoptar tímidos acuerdos, afuera miles de jóvenes, liderados por la activista de 18 años de edad, Greta Thumber, reclamaban decisiones más radicales. Y son evidentes las señales de ese cambio.
Hace poco más de cien años los primeros grupos feministas lograron el derecho al voto de la mujer. Las mujeres no eran bienvenidas en las universidades. Hoy son mayoría. Hace unos 50 años se crearon casi simultáneamente las primeras organizaciones abiertamente gays, los primeros partidos verdes y el Frente de Liberación Animal. Hace más de un siglo casi todos los países de Europa reconocían la pena de muerte en sus legislaciones. Actualmente no existe en ninguno de los 27 países de la Unión Europea, y en el continente americano sólo en Estados Unidos se continúan realizando ejecuciones, pero cada vez más estados deciden abolirla. Algo semejante está ocurriendo en el mundo con la posesión de armas. En Japón, por ejemplo, los muertos con armas de fuego se cuentan anualmente con un solo dígito, pues ni la policía usa armas, sino solo artes marciales. Hace solo medio siglo una persona que no comía carne se veía como un ser anormal, casi como a un extraterrestre. Hoy existen restaurantes vegetarianos en casi todas las ciudades del mundo. Quien escribe dejó de comer carne hace un cuarto de siglo. Hoy, a los 75, se siente más fuerte y saludable que cuando tenía 18, y diariamente corre por las calles, sin detenerse, más de un kilómetro.
La lista de estas novedades sería demasiado larga, pero bastan con las señaladas para creer que, dentro de 40 años, si la humanidad sobrevive, un nuevo paradigma se impondrá en el planeta, y, en consecuencia, una nueva civilización humana nos asegurará el disfrute de una vida sana y placentera en un mundo donde reine la fraternidad.
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