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Locura, EEUU, Trump

Trump: locura y política

Más allá de la existencia de rasgos de la personalidad del mandatario que pueden caracterizarse de irracionales, vale la pena preguntarse si se trata más bien de una táctica política

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El tema de la inestabilidad emocional del presidente Donald Trump ha vuelto de nuevo a la prensa, pero siempre se enfrenta con desventaja a la rutina de la psiquiatría y la psicología: imposible emitir un juicio certero sin los medios adecuados.

Establecer un diagnóstico sin la necesaria entrevista con el enfermo, sin el apoyo de los correspondientes exámenes y sin la existencia de conductas extremas que no dejen duda sobre un comportamiento alucinado remite indiscutiblemente a una valoración en que factores ajenos —la política, las preferencias personales y la antipatía del que juzga— definen el resultado.

George Conway, esposo de la destacada asesora presidencial Kellyanne Conway, se convirtió la semana pasada en el principal impulsor de la tesis, al menos en el campo mediático, con la reproducción de páginas del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM–5), el Manual de Diagnóstico y Estadísticas sobre los Trastornos Mentales que publica la Asociación de Psiquiatras de Estados Unidos.

Según Conway, Trump presenta los síntomas de sufrir un desorden patológico propio de una personalidad narcisista extrema. Pero como ha declarado su pareja —que ha salido en defensa del presidente— él no es psiquiatra sino abogado.

Sin embargo, muchos, incluso en la Casa Blanca, se preguntan sobre los objetivos del mandatario al lanzarse esa misma semana a lanzar repetidos ataques al fallecido senador estadounidense y héroe nacional John McCain.

¿Por qué esas obsesiones de Trump? ¿A qué obedece el dedicar tiempo y alentar comentarios, reportajes y análisis en la prensa —a la que considera su “enemigo”— sobre tales temas?

Más allá de la existencia de rasgos de la personalidad del mandatario que pueden caracterizarse de irracionales —en última instancia, en mayor o menor grado todos los tenemos— vale la pena preguntarse si se trata más bien de una táctica política de fomentar el caos como forma de manipulación de la opinión pública, algo que por otra parte le ha brindado réditos políticos.

Rechazar ese comportamiento es otra cosa. Pero entonces volvemos al terreno de la política, el campo adecuado de criticar al presidente, y no se alimenta un argumento que en resumidas cuentas no hace más que girar sobre el dichoso impeachment, cada vez más lejano o imposible sino ocurre una revelación sorprendente.

No es la primera vez que se menciona la “locura” de Trump o su incapacidad emocional para el cargo. Desde la campaña por la presidencia, psiquiatras se refirieron al tema e incluso un grupo de expertos emitió un documento al respecto. Aunque más adecuado resulta analizar si el presidente no está utilizando la “Teoría del loco” (Madman theory) con fines políticos.

El primer presidente estadounidense al que se le atribuyó el uso de la “Teoría del loco” fue Richard Nixon (1969-1974), supuestamente para intimidar a la Unión Soviética y a Corea del Norte. H. R. Haldeman, quien fuera jefe de gabinete de Nixon, escribió que este le habló de esa teoría.

La idea básicamente consiste en mostrarse frente a los enemigos como alguien demasiado impredecible o dispuesto a ir al combate, para disuadirlos de actuar contra los intereses propios.

Durante la confrontación inicial entre Trump y el gobernante norcoreano Kim Jong-un llovieron las acusaciones mutuas de locura, en una danza de recriminaciones, donde la psiquiatría no era más que la política por otros medios.

Las conjeturas de que Trump actúa de ese modo surgieron desde antes que asumiera la presidencia. Él mismo reivindicó la carta de la imprevisibilidad a lo largo de su campaña electoral.

“Tenemos que ser impredecibles”, respondió en 2016 cuando el diario The Washington Post le preguntó cómo actuaría ante el expansionismo chino.

“Somos totalmente predecibles. Y lo predecible es malo”.

Sin embargo, la imprevisibilidad puede ser peligrosa.

“Puede haber (…) algún mérito en la ‘Teoría del loco’ hasta que te encuentras en una crisis”, dijo David Petraeus, general retirado de EEUU, en una discusión que tuvo lugar en la Universidad de Nueva York en 2017.

Cabe entonces esperar que ese actuar como “un loco”, sin serlo, no tenga los mismos resultados catastróficos que ocurrirían ante una locura verdadera.

El apelar a la “locura” de Trump puede servir también como una excusa, cuando en realidad la condena al presidente debe fundamentarse en los métodos empleados para llevar a cabo sus fines. Aquí cabe mencionar el dicho pueblerino de que “no está loco sino es sinvergüenza”.

Los ataques del mandatario a McCain no obedecen simplemente a una obsesión con la figura del héroe que él nunca ha sido, de envidia frente a un historial en el Congreso y durante la Guerra de Vietnam o simplemente un complejo de inferioridad ante un hombre que a lo largo de su vida se destacó por su independencia en el pensar o actuar —más allá de que uno comparta o no sus acciones y opiniones— sin caer para ello en el burdo exhibicionismo o la inconsecuencia. Todos estos rasgos son fácilmente explicables por la psicología o simplemente el psicoanálisis, pero en Trump hay algo más, que desborda dichas características personales, y es un afán de imponerse y justificarse ante una base fiel de fanáticos, al tiempo que golpea a un establishment al que rechaza y teme al mismo tiempo, no importa que forme parte del partido en que se apoyó para lograr la victoria electoral.

Al atacar a McCain, Trump complace y alimenta a esa base fundamentalista e idólatra que lo reconoce como el paladín que les ha brindado una voz con la que expresar sus odios y resentimientos acumulados durante años, aquellos con se han sentido traicionados —y han tenido motivos para ellos— por una clase política tradicional que ellos consideran los han utilizado para cosechar sus votos y luego abandonarlos una vez colocados en Washington.

El presidente la ha emprendido contra el legislador ya fallecido —y, por supuesto, es repudiable en sus vituperios a alguien que ya no solo no puede defenderse, sino que nunca cayó en una ignominia que justifique tal virulencia, con independencia de que no se compartan sus criterios— para lanzarse a un objetivo más amplio: advertir a figuras prominentes dentro del Partido Republicano que no deben contradecirlo y mucho menos enfrentarlo abiertamente. El voto en el Senado contra la declaración de emergencia de la Casa Blanca para disponer de fondos destinados la construcción del famoso muro tiene mucho que ver con las injurias de la pasada semana.

Es este sentido, y más allá de lo execrable de su acción, ha logrado en buena medida su propósito. Prueba de ello son las tímidas respuestas de los senadores Mitch McConnell y Lindsey Graham, así como de la senadora Martha McSally, que ocupa el asiento que dejó vacante con su muerte McCain. El que no se haya producido una respuesta coordinada, por parte de los legisladores republicanos evidencia una dependencia hacia el mandatario que terminará por pasarle la cuenta al partido.

La interrogante de si las palabras de Trump contra McCain han estado determinadas más por una estrategia que por un comportamiento se aclara si se tiene en cuenta de que el fallecido senador es una figura cuya popularidad ha ido en aumento más en el campo demócrata que el republicano.

Una encuesta de Fox News, realizada una semana antes de la muerte de McCain, en agosto de 2018, mostró que su popularidad en todo el país se situaba en un 52 % entre los votantes registrados, que lo veían favorablemente, mientras el 37 % lo consideraba desfavorablemente. Un descenso respecto al 64 % de popularidad en 2009, meses antes de ser derrotado por el expresidente Barack Obama. Pero entre los republicanos su popularidad bajó tras sus críticas a Trump. La encuesta de Fox halló que el 60 % de los demócratas tenían una valoración positiva de McCain, comparado con el 41 % de los republicanos. Cuatro años antes, un sondeo de CNN-ORC había encontrado que el 58 % de los republicanos tenía una visión favorable de McCain.

De esta manera, la actitud de Trump, más que remitirse a un rasgo emocional o al carácter de su personalidad, responde a su estrategia persistente de reafirmarse en ese núcleo duro de votantes al que considera como la razón principal de su triunfo en las urnas.

Por supuesto que ello hecha a un lado otro grupo importante de electores, que se mueve en la franja de los independientes y menos inclinados a limitarse solo a criterios ideológicos al colocar sus votos. Sobre dichos votantes es que debe concentrarse el esfuerzo de quienes buscan limitar el mandato de Trump a un solo período, y colocar en un segundo plano los análisis de personalidad. Hasta ahora, sigue siendo la política, y no la afición por la psiquiatría la que define el juego.


Una versión abreviada de este texto, por razones de espacio, también aparece en El Nuevo Herald.


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