Actualizado: 23/04/2024 20:43
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CON OJOS DE LECTOR

Un duende maligno y solapado (II)

Para el escritor y crítico Norge Espinosa Mendoza, enviar a imprenta el libro lo mejor compuesto posible es la garantía para no tener que sufrir las erratas.

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Como cualquier otra, nuestra literatura cuenta con muchísimos ejemplos de errores tipográficos. Me limitaré, no obstante, a mencionar unos pocos. En una muestra de poesía joven que publicó décadas atrás el suplemento cultural El Caimán Barbudo, el título de un poema de Nancy Morejón, Presente Brígida Loyola, apareció como Presente Brigada Loyola, con lo cual la autora parecía estar rindiendo homenaje a un grupo de macheteros o algo parecido. A comienzos de la década de los ochenta, la revista Revolución y Cultura reprodujo una serie de postales antiguas, cada una de las cuales iba acompañada por un breve texto que redactó Miguel Barnet. En uno de éstos, el duende travieso de las erratas hizo de las suyas, y donde debió leerse "las carnes tiemblan" decía, ¡ay!, "las carnes tiemplan" (también en ello hay su poco de temblor, pero no precisamente por causa del miedo o el frío).

En una charla que ofreció en la Asociación del Arte de Imprimir, de Madrid, Alfonso Hernández Catá recordó que en una ocasión fue a quejarse en una imprenta, propiedad de un amigo, pues un error introducido en un texto suyo lo hizo expresar que "había regalado un monasterio" a una persona, cuando lo que escribió fue que la "había relegado a un monasterio". Hernández Catá escuchó de su amigo este comentario: "No se asuste usted. ¡Si viera lo que nos ocurrió la semana pasada! ¿Qué dirá usted que le pusimos a la Purísima Concepción?".

En su libro Para nacer he nacido, Pablo Neruda cuenta que un amigo suyo, el poeta español Manuel Altolaguirre, fundó durante su exilio cubano la imprenta La Verónica, en la que "procreaba erratas y erratones, y hasta llegó a colocarlas en las propias portadas". Hay una muy famosa que Neruda recoge: "Se trataba de un rimbombante y melifluo rimador cubano, jacarandoso como él solo, para quien y en muy pocos ejemplares imprimió mi amigo una pequeña muestra tipográfica". Al preguntar el susodicho si había errores, Altolaguirre le respondió que ninguno. Y finaliza Neruda la anécdota: "Pero al abrir el elegantísimo impreso, se descubrió que allí donde el versista había escrito: 'Yo siento un fuego atroz que me devora', el impresor había colocado su erratón: 'Yo siento un fuego atrás que me devora'. El escándalo fue de los que hacen época dadas las muy especiales aficiones del vate".

Al acucioso investigador Jorge Domingo Cuadriello, se debe el hallazgo de dos errores muy significativos. Uno de ellos le tocó sufrirlo al entonces novel narrador Sergio Chaple, de quien La Gaceta de Cuba publicó en 1964 el cuento A las 3:20 p.m. Mas ocurrió que en el proceso de impresión el nombre del autor desapareció. Loló de la Torriente trató de enmendarlo, y en una sección que tenía en el diario El Mundo precisó que el texto había sido escrito por Sergio Chávez. Por su parte, Leonel López Nussa quiso identificar correctamente el nombre y desde las páginas de Revolución aclaró que el nombre era en realidad Sergio Chaplin. Y cuenta Cuadriello que espantado ante tantos desaciertos, Sergio Chaple pidió entonces que lo dejasen en el anonimato. El otro caso apareció en el índice de un número de 1983 de la revista Unión, y quien recibió el arañazo de la errata fue Pablo Armando Fernández. El poema suyo que se incluía, titulado Su nombre para siempre…, estaba firmado por Pabla Armando Fernández.

Un libro al cual afectaron sensiblemente estos errores es Un oficio del siglo XX, de Guillermo Cabrera Infante, en la edición de Seix Barral de 1973. En el llamado Índice Geraldiano ("Caín encargó a su amigo y confidente Chori Geraldino la composición de un 'índice exhaustivo' de sus 'críticas completas'"), muchas de las indicaciones sobre las páginas donde se mencionan a actores, directores y películas son erróneas, por lo cual la búsqueda constituye una verdadera tortura para el lector.

Y añado un par de ejemplos que me tocó padecer. Cuando ya todos los cuadernillos de mi Cercanía de Lezama Lima estaban impresos (era aún la época en que los libros se paraban en plomo), en la editorial descubrieron un error que hacía imposible su salida. El título del poema de Pablo Armando Fernández Del ábaco a la ceniza se convirtió, ¿lo adivinan?, en Del tabaco a la ceniza, que al linotipista debió parecerle —con toda razón— mucho más lógico. El otro afectó el título de un artículo mío sobre la novela Cumbres borrascosas que publiqué en el diario Juventud Rebelde. Donde debió decir Una irrepetible e imperecedera historia de amor, apareció U na irrebatible e imperecedera historia de amor.

Nicolás Guillén contó en una entrevista una anécdota protagonizada por él, que ilustra un ejemplo de errata oral. Esto fue lo que expresó: "En 1963 o 1965, no recuerdo bien, estando yo en San Pablo, Brasil, fui invitado a hablar por la televisión en un programa muy popular al mediodía. Al comenzar la transmisión, y con el consabido énfasis de este género, el locutor me presentó dirigiéndose a la invisible audiencia, más o menos así: 'Queridos televidentes, esta tarde tenemos entre nosotros al poeta cubano A…rís…ti…des Gui…llén, que acaba de llegar a nuestra ciudad y amablemente ha accedido a presentarse ante ustedes'. Luego, volviéndose hacia mí, me dijo marcando sabrosamente cada palabra (en español, que hablaba muy bien): '¿No es cierto, poeta, que su apellido se pronuncia así, Gui…llén?'. Sonriéndome, le contesté lentamente: 'Sí, mi querido amigo, Guillén se pronuncia Guillén; pero Arístides se pronuncia Nicolás'".


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