Actualizado: 17/05/2024 12:58
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Salida de la clandestinidad

Para que la Constitución ocupe el lugar que le corresponde, debe ser primero respetada por quienes gobiernan en Cuba.

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Desde hace varias semanas, he podido ver en los mostradores de los despoblados estanquillos de prensa de la Isla, numerosos ejemplares en formato tabloide de la Constitución vigente, luego de tres décadas de nacida y tras un profundo letargo. La nueva oferta indica acaso que la Carta Magna, que al menos en teoría sustenta el sistema de partido único y nulas libertades, comenzará a cambiar el pobre destino que le ha tocado desde que fue concebida.

Poco más de dos lustros tras el triunfo de la Revolución Cubana, el desenfreno del más rancio voluntarismo caudillista terminó de agotar el nada despreciable caudal de lo que fue una próspera economía en expansión. El último acto de esta saga de autocrática depredación fue la conocida Zafra de los 10 millones, que agotó todos los recursos materiales y humanos posibles para incluso cosechar la caña que no existía y así producir diez milagrosos millones de toneladas del dulce alimento.

Tras este fracaso, al alto liderazgo de la Isla no le quedó otro remedio que virarse hacia la Unión Soviética en busca de la mano salvadora. En 1972, Cuba entró en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) y a partir de ese momento vio su maltrecha economía fuertemente subsidiada por la extinta Unión Soviética.

A cambio, se convirtió en punta de lanza política y militar de la gran potencia comunista en el llamado Tercer Mundo. Fidel Castro puso en tensión toda su ascendencia y capacidad de convocatoria-convencimiento para limpiar la imagen de su mentor ante las naciones del Sur, para entonces conscientes de la naturaleza imperial del gigante euroasiático. Por otra parte, combatientes y oficiales cubanos participaron en casi todas las guerras irregulares y de posiciones que con frecuencia calentaban los escenarios de la Guerra Fría.

En el plano interno, La Habana debió responder al patrocinio soviético recogiéndose al más estricto orden institucional: congresos del Partido y planificación de la economía, con la consiguiente implantación del llamado Cálculo Económico y los planes quinquenales. Así llegaron la nueva Constitución, el Parlamento e incluso los periódicos ejercicios de votación; no confundir, las elecciones son otra cosa.

El obligado reordenamiento estructural-institucional cumplió su cometido. La Unión Soviética subsidió la maltrecha economía nacional, la planificación trató de contener un poco la anarquía voluntarista del alto liderazgo, los congresos duraron unas cuantas ediciones —11 años después del último, hay quienes aguardan impacientes por una nueva convocatoria—, y el parlamento todavía se reúne unas cuantas horas al año para escuchar las arengas de Castro y aprobar por invariable unanimidad todo lo que ha sido previamente decidido por los que gobiernan realmente.

Papel inerme y letra muerta

La Constitución, también dimanada de aquel proceso de institucionalización, sigue vigente, pero desde su aprobación en febrero de 1976 ha sido papel inerme y letra muerta. Elaborada al estilo, imagen y semejanza de las cartas magnas de los países del bloque soviético, está llena de contradicciones —lo mismo refrenda el disfrute de la libertad política, que condena la intención de cambiar el sistema— y de enunciados que desconocen los más elementales derechos y potestades ciudadanas.

Nació también herida de ignominia: aquella declaración de fidelidad a la Unión Soviética en el preámbulo del documento —por razones obvias suprimida en la reforma de 1992— es una especie de autoimpuesta Enmienda Platt que ofenderá por siempre la dignidad y la autoestima nacional.

Es lamentable que la Constitución sea tan deficiente y se aleje de los valores y presupuestos universalmente definidos para garantizar los derechos, las libertades y los equilibrios socioculturales que constituyen el ideal de la convivencia moderna. Pero lo grave en este tema es la muy pobre cultura de constitucionalidad que padece la sociedad cubana, carencia muy útil para las autoridades en su práctica habitual de desconocer los más elementales derechos, incluso los refrendados en sus leyes.

Es muy normal que todas las instancias gubernamentales legislen o emitan disposiciones que desconocen y contradicen los presupuestos constitucionales o los derechos previamente establecidos, sin que hayan mecanismos o costumbre de reclamar esa tan necesaria constitucionalidad. Tampoco el gobierno se ha preocupado por instruir a los ciudadanos ni en la letra ni en el espíritu conceptual de la ley fundamental.

En los últimos tiempos, algunos funcionarios han promovido la difusión del texto constitucional. Si los gobernantes han decidido por fin dar valor, en alguna medida, a su propia ley, para lograrlo no basta con sacar a la venta una constitución por tantos años desconocida. Para que la ley de leyes ocupe el lugar que le corresponde, debe ser primero respetada por quienes gobiernan, que deben además llevar la cultura constitucional a la instrucción, la difusión, el debate y la propaganda.

De momento, la Constitución ha salido de la clandestinidad, al menos puede ser vista y obtenida con facilidad. Está por ver si las autoridades están dispuestas a ponerla en su justo lugar, respetándola y fomentando la constitucionalidad en todas las acciones jurídicas y administrativas.

Quisiera equivocarme, pero sinceramente no veo al gobierno en condiciones de impulsar la necesaria instauración de la cultura de respeto a la ley, ni de los mecanismos que desde la sociedad deben promover y vigilar la observancia de ese respeto.

De hecho, para el pueblo este es un camino largo y difícil, pero inexcusable, puesto que sólo la incorporación de esa cultura y esos mecanismos hará que Cuba pueda contar con un futuro de libertades garantizadas, paz social estable y democracia duradera.