Actualizado: 01/05/2024 21:49
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Religión

«El león de Oriente»

Cuba dijo 'gracias' a Pedro Meurice con una atronadora ovación en la Catedral de Santiago. El sacerdote José Conrado retrata al ahora arzobispo emérito.

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Conocí a monseñor Meurice hace muchos, muchos años. Yo era un adolescente de 10 años y él había ido al pueblo a casar a una de sus innumerables primas. Estaba sentado en el alfeizar de la ventana, en la oficina del párroco, mientras balanceaba las piernas y conversaba, no sé con quien, quizá con el padre Barbarin, mi viejo y querido párroco, o quizá con algunos de sus familiares, reunidos para la boda.

No me atreví a acercarme. Él era el otro cura del pueblo. Digo el otro, porque ya en esa fecha yo había comenzado a querer ser cura. Meurice era una referencia muy concreta. Con su sotana beige (me imagino para que aguantara mejor los posibles percances del polvo y la suciedad…) y su corpulencia incipiente, parecía una versión más joven del viejo arzobispo, monseñor Pérez Serantes, a quien ya había conocido en sus visitas pastorales a San Luis.

Un año después yo había decidido mi vocación. Y muy decidido fui a ver a monseñor Pérez Serantes. Mi abuelita me acompañó. Le expuso al viejo arzobispo mi deseo de ser sacerdote. Me miró con cariño. Me tomó en serio desde el primer momento. Y así se lo dijo a mi abuela. Pero añadió: "antes debe ver al padre Meurice". Meurice era el promotor de las vocaciones en la diócesis, era el secretario del arzobispo, su mano derecha, su factótum. Él daría el visto bueno final para que yo entrara al seminario.

Mi párroco aprovechó el viaje a San Luis para no sé que reunión del padre Meurice. Al finalizar la reunión, ambos hablaron. Parece que mi párroco fue muy favorable para mi entrada al seminario. Meurice no tuvo que hablar mucho conmigo: me hizo algunas preguntas y me dijo que ya estaba admitido. Que podía entrar al seminario.

Y así fue, lo que un año después. Comencé mis estudios en San Basilio, el "alma mater" de monseñor Meurice en septiembre de 1964. Allá iba él, de vez en vez, acompañando al arzobispo. Monseñor Enrique (Pérez Serantes) le decía en cuanto me veía, "mira, ahí está el gordito de San Luis". Y soltando el brazo de su secretario, en mi brazo apoyaba su manaza cuando tenía que caminar.

'Ve y no les tengas miedo'

Monseñor Enrique era una leyenda viviente. Llevaba el signo de su grandeza en su espíritu y en su enorme cuerpo. En su corazón, lleno de amor y de bondad. Desde entonces estos dos hombres vinieron a ser inseparables en mi percepción, en mi memoria. En mi profundo aprecio.

Luego vino la elección de Meurice como obispo auxiliar. Mi abuela paterna había muerto el 23 de febrero y yo no pude ir a los ensayos de la "liturgia consecratoria". Por lo tanto, participé en la ceremonia desde un rincón del presbiterio del Santuario, allá en El Cobre. Nunca había visto llorar a nadie como lloró aquel día monseñor Meurice.

Hay momentos de la ceremonia que vuelven a mi imaginación, quizá distorsionados por el paso del tiempo: "apenas si soy un muchacho, que no sé hablar", de la lectura de Jeremías… "ve y no les tengas miedo, porque si no yo te meteré miedo de ellos". Los cantos resuenan en mis oídos: "Marana tha: Ven Señor Jesús".

Aquel júbilo de pueblo, que cantaba atronadoramente, el humo del incienso llenando el santuario. Y las palabras del padre Pastor, párroco de Guantánamo y amigo muy querido de monseñor Meurice… y las palabras de monseñor Pérez Serantes: "ahora puedes dejar, oh Señor, a tu siervo marchar en la paz…".

Dios lo marca a uno en ciertos momentos de la vida en los que uno percibe la presencia de Dios, que teje su historia de Amor y Salvación a favor de los pueblos, siempre llamando a hombres de carne y hueso, para que lo ayuden a hacer esa historia, a construir su Reino.

En aquel momento, viendo llorar en silencio, con la majestad de una reina y la sencillez de una sierva, a doña Sisa, yo aprendí muchas cosas: las historias escondidas de los humildes, que siembran entre lágrimas para un día, inesperadamente, cosechar entre cantares. Cuánto amor y cuánta paz transpiraba aquella madre que, como María, acompañaba a su hijo en una subida, para ojos menos sabios, subida de gloria, para ojos acostumbrados a las cosas de Dios, siempre subida al calvario, el único trono desde el que Dios ha querido reinar…

A los pocos días hubo una fiesta en el salón de actos de la parroquia de Vista Alegre, en la que el nuevo obispo era párroco desde hacía varios años. "Dice un refrán que no hay hombre grande que lo sea para su ayuda de cámara —dijo Meurice—, pero eso no se cumple con monseñor Pérez Serantes… ha sido y es el hombre más grande que yo he conocido, y digo esto después de ser tantos años su secretario, su ayuda de cámara". No olvidaré el temblor en la voz cuando se refirió a su madre. Había un vínculo profundo entre aquellos tres seres: madre e hijo, sacerdote y su obispo.

Sacrificio por Cuba

Muchos años después supe los entresijos de aquellos acontecimientos. Monseñor Zachi, el encargado de Negocios del Vaticano, le comunicó de parte del Santo Padre que había sido elegido como obispo auxiliar del arzobispo de Santiago de Cuba. Meurice se negó de plano.

Zachi necesitó de todo su poder persuasivo para convencer al joven sacerdote, hasta que le presentó el último argumento: "Si yo, sin ser cubano, he renunciado a una carrera en el cuerpo diplomático del Vaticano, para quedarme como un oscuro encargado de Negocios en esta isla, por amor a esta Iglesia y a este pueblo, ¿cómo usted, que es cubano e hijo de esta iglesia, se va a negar a sacrificarse por su gente?". Meurice aceptó.

Un año después le tocó la difícil sustitución de monseñor Pérez Serantes, que era una enorme bola de alegría, que transpiraba confianza en sí mismo y tenía una enorme voluntad y capacidad de contacto directo con la gente. Su espontaneidad y sentido del humor le ganaban el corazón del pueblo. Meurice era diferente. Al igual que Benedicto XVI, que no ha pretendido llenar el enorme vacío del papa Woytila, él supo caminar a su paso y con su estilo propio. Yo estoy seguro de que monseñor Enrique, desde el cielo, debe estar orgulloso y contento de su discípulo y sucesor.


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