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Perros, sábanas, perros

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¿Qué llama primero la atención del visitante en una ciudad como La Habana? ¿La suciedad de sus calles? ¿La fastuosidad de la pobreza? ¿La turbamulta de los niños pidiendo limosna o golosinas? ¿La a ratos abrumadora cordialidad de la gente? ¿La procacidad de la gente? ¿El mar? ¿El olor del mar yuxtaponiéndose en el salitre de los barandales? ¿La agonía de los viejos edificios? ¿El incesante desfile de los perros callejeros? ¿Las cagadas de los perros?

Un espacio donde el caminante debe evitar, si se decide a irrumpir en la ciudad real, autóctona, la omnipresencia del excremento en las aceras, en plena vía pública. La hez de los perros haciendo ola –haciendo cola– bajo el sol abrasador del mediodía. Dantesco. Escatológicamente alucinante. ¿El excremento es lo primero?

No sé qué llama primero la atención del visitante en la capital de Cuba. Sí sé qué llama primero la atención del exiliado habanero en ciudades como Madrid, Londres, Frankfurt, Oxford, Roma, Berlín, Cambridge, París, Medellín, Birmingham, Toledo e incluso –en menor medida– San Juan, Santo Domingo o Miami. Las palomas.

Fuera de Cuba nadie persigue a las palomas. Casi nadie hace sopa de paloma, ni negocios clandestinos con palomas, ni envía mensajes amarrados a la patita de una paloma. Y el excremento de las palomas, como el de cualquier otro pájaro, podrá empañarte el parabrisas del automóvil o, si realmente estás de mala suerte, ensuciarte la cabeza, pero nunca te perseguirá como un perro, con la pestilente insistencia del excremento de los perros.

La hez canina, particularmente leal en La Habana, es de una constancia incontestable. Persigue al visitante abrumado por las radiaciones solares, por el asedio de las prostitutas y los vendedores de tabaco, desorientado entre las callejuelas tortuosas y los solares en ruinas, y lo intercepta en las esquinas, a la caída de la tarde, en el aquelarre de las concentraciones populares –la cola del pan, del cine, del baño público...–, y le embarra los zapatos.

Es desde los zapatos que el excremento canino ingresa al totalitarismo, imperturbable, procaz: brota desde abajo y asciende, trepa, escala, sube, vuela: hiede. No cabe compararlo con una cagada de paloma.

Cuba. La nación doméstica es ya la nación callejera –el perro, arrojado de la casa, se enseñorea sobre esa otra casa mayor que es la ciudad–, igualmente servil, obediente, cabizbaja, pero ahora también abandonada, miserable. A lo largo y ancho de la Isla lo escatológico zigzaguea en forma de excremento canino, sobre todo en la capital cubana, ese monumento erigido por el castrismo en conmemoración del enésimo aniversario de la revolución de la inmundicia.

Llegado el momento, no será fácil higienizar la ciudad. Ni siquiera recoger a los perros.

Sábanas amarillas

La Habana no sólo conserva las ruinas de lo que fue La Habana. Esos espacios sodomizados por el tiempo y la desidia, en los que la ciudad que fue apenas si emerge de entre las piernas de la ciudad que es (o no es). Las fachadas sucias, moribundas, derruidas –pero también sus interiores-, los balcones desmadejados sobre los baches de unas calles ya irreconocibles, los apuntalamientos y costurones, las sábanas que alguna vez fueron blancas ondeando en la distancia, como vestigios de un armisticio que el castrismo nunca podrá ofrecerle a la capital cubana, a la nación cubana.

No habrá paz en Cuba mientras el actual régimen persista, o por lo menos conserve su carácter excluyente, discriminatorio. Habrá la guerra de los hombres y el tiempo, una contienda que continúa destruyendo minuciosamente la ciudad sodomizada.

Es lo que está a la vista. Aunque, con más frecuencia de la deseable, se olvida la otra ciudad, aquella que aguarda, sumergida, por un futuro más invocado –o deseado- que visualizado. La ciudad de los que acuden a la ciudad huyendo del campo arrasado por la incuria gubernamental, que desembarcan a remolque del hambre, la desesperación y, sobre todo, la esperanza de hallar una salida, la esperanza de “escapar” a cualquier precio. Llegan de todas las provincias y regiones, aunque predominan los “palestinos” (como los denominan, peyorativamente, los habaneros). Gente nacida en la zona oriental de la Isla, donde vino al mundo la vieja guardia reaccionaria que, en el poder desde hace medio siglo, los expulsa de la ciudad a la que arriban esperanzados. Ya se sabe: no hay peor astilla que la del mismo palo.

Un cable de la agencia EFE reveló recientemente que desde 2006 más de veinte mil ciudadanos que residían sin permiso en La Habana –en la Cuba de los hermanos Castro hay que pedir permiso para prácticamente cualquier cosa- fueron desalojados y devueltos a sus locaciones originarias, incluyendo 2,397 en lo que va de este año. La información fue tomada del periódico oficialista Juventud Rebelde, que puntualiza que ya en 1997 entró en vigor el Decreto Ley 217, que regula y contiene la migración hacia la capital cubana. El fenómeno, añade Juventud Rebelde, ha generado 46 asentamientos “ilegales”, dispersos por los quince municipios capitalinos.

Dichos asentamientos, las favelas invisibles de La Habana, proliferan desde hace tiempo en la ciudad, pero de una manera tan subrepticia y marginal –por lo general en la periferia- que muchos habaneros ni siquiera se dan por enterados. En este apartado, la crisis del transporte público, el periodismo castrista y la desidia general contribuyen a la desinformación. Yo mismo, que viví durante 33 años en la capital de la Isla, apenas descubrí estos caseríos –si así puede llamárseles- pocos meses antes de dejar Cuba, como reportero de la agencia Cuba Free Press, que fundara en Miami el activista Juan A. Granados. Constituyen, probablemente, la metáfora más acertada de lo que ha significado la llamada “revolución cubana”: chozas de la desesperanza donde la miseria, el hacinamiento y la corrupción campean por sus respetos.

Entretanto, la ciudad visible degenera como un antiguo animal, abandonada a su suerte por quienes supuestamente debían revolucionar el país, desarrollar el país. En sus balcones, en los que el recuerdo de la orgullosa capital aún persiste, ondean sábanas blancas en reclamo de un armisticio. Sábanas amarillas, vestigios al viento de la ciudad sodomizada. De la ciudad desconstruida.

Cortesía http://www.diariolasamericas.com/



Visiones imperiales (II)

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Hubo un tiempo en que me era imposible entender por qué tantos intelectuales se reconocían castristas, socialistas o, para utilizar un término suficientemente ambiguo, progresistas. Si la principal característica del intelectual supuestamente era, digamos, disponer de un intelecto por encima de la media y ponerlo a funcionar, ¿cómo podía ser que comulgara con regímenes, teorías e individuos minuciosamente refutados por el día a día, por la realidad de un mundo interconectado, desplegado ante sus ojos como una bandera?

Luego accedí al mercado y pude “sufrir” en toda su intensidad la ley de la oferta y la demanda (confieso que he sido, al menos a ratos, más ingenuo de lo que debería). Como asegura el profesor Adolfo Rivero Caro, “es difícil vivir en el capitalismo, es demasiado revolucionario”. Por supuesto, en un marco en el que la demanda -salvo excepciones- desdeña lo literario, el intelectual típico se siente descolocado, cuando no ninguneado. Su producto no se vende: la gran masa no lo compra. El capitalismo es injusto, concluye entonces, porque no valora en su justa medida su talento, ni su obra, ni su currículo, ni su capacidad.

Así, reacciona atacando el sistema y, en consecuencia, defendiendo regímenes estatistas por el estilo del cubano, que suelen subvencionar lo “insubvencionable” (¿sería justo, por ejemplo, que en una Cuba capitalista subvencionáramos con nuestros impuestos a Abel Prieto?). Se trata, en el fondo, de puro interés personal.

Pero sin duda el drama del intelectual en la economía de mercado lo resume mejor Ayn Rand en Qué es el capitalismo (The Objetivist Newsletter, 1965):

“Un manufacturero de lápices labiales puede amasar una fortuna mucho mayor que la de un fabricante de microscopios, aun cuando pueda racionalmente demostrarse que los microscopios son científicamente mucho más valiosos que los lápices labiales. Sí, pero valiosos… ¿para quién? Un microscopio no es valioso generalmente para una modesta taquígrafa que lucha por ganarse la vida con su trabajo y, en cambio, un lápiz labial sí lo es. Un lápiz labial puede significar para ella la diferencia entre la confianza en sí misma y la desconfianza, entre el esplendor y el sudor”.

Textual: Entrevista con Tom Wolfe

fragmento de un trabajo mayor publicado en El País tras la reelección de George W. Bush, y de autor desconocido

¿Ese aislamiento es el mismo que reprocha a los intelectuales, lo que usted denomina “elite de izquierdas”, a los que tanto critica?

Bueno, es que son ridículos. Son tan reaccionarios, tan reaccionarios, Dios mío… Su pensamiento no ha progresado desde 1945. La figura del intelectual tiene prácticamente un siglo de vida. El término fue creado por el francés Clemenceau para designar a los escritores, los artistas, los que creaban. Ahora, la palabra intelectual se ha desvinculado de lo que supone un logro intelectual; un intelectual es un consumidor de ideas, ya no hace falta ser un creador. En realidad, ser creativo es un estorbo. El ejemplo perfecto es Noam Chomsky. ¿Es un hombre conocido en España?

Sí, es conocido.

Bueno, es el ejemplo perfecto. Antes de la guerra de Vietnam, Chomsky era el gran lingüista de Estados Unidos. Se inventó la teoría revolucionaria de cómo se crea el lenguaje y qué es lo que se puede hacer con él. Pero no estaba considerado como un intelectual, porque un intelectual es alguien que sabe sobre un asunto, pero que, públicamente, sólo habla de otras cosas. Y cuando Chomsky empezó a denunciar públicamente la guerra, ¡de repente se convirtió en un intelectual!

Aquí un intelectual tiene que indignarse sobre algo. Como dijo McLuhan, la indignación moral es la estrategia adecuada para revestir de dignidad al idiota. Y eso es lo que hace la mayoría de los que se dicen de izquierdas: en lugar de pensar –lo cual es duro, lleva tiempo, hay que leer–, se indignan por algo, y eso les reviste de dignidad. Siempre han escogido las opciones equivocadas. Me encanta tener al presidente Mao aquí, en mi mesa; Mao fue considerado hasta el final como una gran figura por la gente de izquierdas. También había muchos que pensaron lo mismo de Pol Pot, que exterminó a media Camboya. Bueno, no me haga empezar con estas cosas…

A usted le encanta fastidiarles. Les dijo, después de las elecciones, que iba a ir a despedirles al aeropuerto.

Precisamente por eso me he retrasado unos minutos esta mañana en nuestra cita, porque venía del aeropuerto Kennedy de despedir a mis amigos, que decían que no podrían aguantar cuatro años más de Bush… Yo no me he ido porque alguien tiene que quedarse aquí [risas]. No son mala gente, son simpáticos, tengo muchos amigos que son así.

¿La novela tiene tantos problemas como el periodismo?

La novela está mucho peor que el periodismo, que por lo menos consigue interesar a la gente en algunas cosas. A los jóvenes no les atrae la novela actual, porque no les enseña cómo es el mundo. Los novelistas deberían salir y recorrer el país. Podrían hacer como los directores de cine: habrá, como hay, películas horrorosas, pero al menos siguen interesados en salir y hacer cine sobre cosas que descubren. La novela va a ser pronto como la poesía; algo hermoso, pero marginal en la vida de los lectores. Si no se hace algo, la novela pronto será también marginal.

¿Qué está preparando ahora? ¿Se sigue viendo como Hernán Cortés, a la búsqueda de un territorio nuevo por descubrir?

Me gusta Cortés, aunque no tengo una expedición en marcha. Tengo algo en la cabeza, pero no sé en qué acabará. Estoy muy interesado en los nuevos inmigrantes que llegan a Estados Unidos. Esos sitios del Bronx en los que te encuentras a camboyanos, vietnamitas, gente de otros países asiáticos en un barrio que cambia a toda velocidad. Me resulta fascinante, como lo que ocurrió con los cubanos en Miami: en media generación, se han hecho cargo de la ciudad… No sé si hay otro país en el mundo donde pueden pasar estas cosas. Ésta es una democracia de verdad. América es un país maravilloso, pero no me meta en más líos [risas], no escriba esto último que le acabo de decir.

Los intelectuales contra el progreso

un artículo de Armando Añel

En su libro de 1975 El trabajo que lo hagan los demás. Lucha de clases y dominación sacerdotal de los intelectuales, H. Schelsky despliega la tesis de que la lucha de clases clásica (burguesía versus proletariado) carece de actualidad. En su lugar, el enfrentamiento se estaría desarrollando entre la intelectualidad y el resto, fundamentalmente los productores de bienes y servicios. Schelsky acusó a esta nueva clase de ideólogos de despreciar la “miseria de la realidad” en nombre de la utopía, y debe reconocerse que estuvo suficientemente acertado. Pero hay más: una relación efecto-causa entre la intelectualidad progresista y/o conservadora y el llamado Estado de Bienestar. Aquella no podría sobrevivir por mucho tiempo sin éste.

En la naturaleza individualista del individuo –aquí la redundancia pone en el punto de mira las contradicciones entre teoría y práctica que manejan los escribas de la revolución mediática-, específicamente del intelectual, puede ser rastreada esta suerte de ceguera de lo real. Como ha dicho el venezolano Carlos Ball deteniéndose en el estadounidense Robert Nozick, “se trata de un fenómeno sociológico. La generalizada animosidad de los intelectuales hacia el capitalismo se basa en un profundo resentimiento, al creer que el mercado no premia el verdadero valor de las personas sino más bien a aquellos que satisfacen los gustos y deseos del populacho”.

Consecuentemente, la intelectualidad reacciona contra la idea de la reducción del Estado porque ese mismo Estado le garantiza la supervivencia a gran escala o la valora “en su justa medida”. Hace causa con los pobres, con los necesitados, porque éstos le adosan su santa imagen a cambio, tras la que va en procesión o se parapeta, y porque los necesitados, como los propios intelectuales, apenas si pueden valerse –o se resisten a valerse- por sí mismos. Se rebela, en fin, contra el “imperialismo”, emblema perverso, sobredimensionado, de la iniciativa y responsabilidad individuales. Ser progresista para esta intelectualidad subvencionada es “estar con los pobres”, no trabajar -lo cual nada tiene que ver con arengar- en función de eliminar la pobreza.

La izquierda que encabeza las manifestaciones contra la guerra -siempre que Estados Unidos esté involucrado-, la globalización y otras cosas y causas del caso, es más que nada esa imagen que de sí misma se ha fabricado a través de la intelectualidad a su servicio, de la intelectualidad a la que pertenece: una imagen convenientemente apuntalada por la palabra. Monopolizado el lenguaje, la llamada intelectualidad progresista dispone de un arma tremendamente eficaz y correosa: esa que nombra, tergiversa o programa la verdad a la medida de sus intereses, como si de moldear un muñeco de nieve se tratara.

Resulta hasta cierto punto paradójico que el liberalismo haya abierto como nunca antes las fronteras del conocimiento, haya generado -como nadie- progreso, haya contribuido como ninguna otra corriente de pensamiento a diversificar y propagar la cultura occidental, sólo para ser demonizado por aquellos al timón del monopolio de la verdad o, lo que es lo mismo, del imperio de la palabra.



El circo profanado

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Una de las expresiones más socorridas del nacionalismo cubano, convenientemente acicateada por el castrismo, es el béisbol. Curioso cuando menos, porque se trata de una modalidad deportiva importada desde Estados Unidos, precisamente el país contra el que los nacionalistas insulares

cargan desde que se levantan hasta que se acuestan.

En cualquier caso “la pelota”, como se le llama popularmente al béisbol noventa millas al sur de la Florida, está en crisis en Cuba. Tanto que el propio hermano mayor, en la última de sus pétreas “reflexiones”, se ha apresurado a regañar a los “fanáticos” por sus críticas al desempeño del equipo cubano en su último torneo internacional.

En 1961, por decreto, el béisbol dejó de ser un deporte profesional en Cuba para convertirse en un deporte de profesionales mal pagados. Un siglo antes, en el verano de 1864, los hermanos Ernesto y Nemesio Guillo, tras graduarse en Estados Unidos, habían regresado a la Isla para fundar el primer equipo de béisbol de la mayor de las Antillas: los Rojos de La Habana. Como afirma el historiador Tony Otero, “unos años después los hermanos Teodoro y Carlos de Zaldo, estudiantes de la Universidad Fordham en New York, siguen el mismo sendero de los Guillo. Regresan a La Habana en 1878 e inmediatamente fundan el segundo equipo beisbolero cubano. En este caso, los Azules del Almendares”.

En Cuba, el béisbol siempre ha tenido un caldo de cultivo ideal. Los peloteros cubanos frecuentaban la pelota profesional norteamericana mucho antes del ascenso al poder del castrismo, que convertiría después el también llamado “pasatiempo nacional” en un asunto de política interior y exterior. Durante décadas, descontando los naturales altibajos –nada más que excepciones a la regla-, la pelota cubana se impuso en los principales torneos amateurs del mundo, derrotando sistemáticamente a sus rivales, entre ellos a los estadounidenses. Pero hete aquí que ése es ya un tiempo ido. Cuatro derrotas al hilo en los últimos torneos en los que ha participado –más toda una década previa de actuaciones irregulares-, la última en Holanda ante un team norteamericano compuesto por universitarios, han convertido a la antigua superpotencia del béisbol aficionado en un equipo del montón.

A lo menos que pueden aspirar los cubanos de la Isla –a los que la oligarquía totalitaria apenas puede garantizarle pan- es a un poco de circo, y en el circo castrista el béisbol constituye uno de los espectáculos más populares. Otra vez, se trata de un asunto de política interior y exterior, prácticamente de seguridad nacional, porque en tiempos de fugas, comandantes anémicos, subidas de impuestos, desabastecimiento y represión creciente no caben medias tintas. Es el circo o la democracia. Y el circo está siendo profanado.

Cortesía http://www.diariolasamericas.com/

Frustración oficial en Cuba por derrotas en béisbol

un texto de Alberto Muller

En el reciente Torneo de Beisbol en Haarlem, un tope preparatorio para los Juegos Olímpicos de Beijing, el equipo de Cuba perdió 4 contra 1 con el equipo de Estados Unidos.

Y como los comunistas cubanos vinculan el deporte con la política, en virtud de sus escasas victorias en el campo del desarrollo económico, la construcción de viviendas, la erradicación del marabú y el respeto de los derechos humanos, esta derrota en béisbol ha frustrado y conmovido a los altos dirigentes del gobierno castrista.

El jefe de la Oficina de Información del Consejo de Estado, Randy Alonso, famoso por la entrevista a Fidel Castro sobre Einstein, Vietnam y el cobalto, que muy pocos entendieron, declaró en su sitio digital Cubadebate que esta cuarta derrota del equipo de béisbol cubano en topes internacionales contra el equipo de Estados Unidos es una pobre trayectoria del equipo cubano.

El periódico comunista Trabajadores enfatizó que la derrota contra el equipo de Estados Unidos es una verdadera catástrofe.

En los últimos años el béisbol cubano se ha visto enfrascado en un escenario de fugas y deserciones de peloteros con aspiraciones a jugar en las Grandes Ligas.

La Cuba comunista es de los pocos países del mundo donde un triunfo deportivo se vincula inmediatamente con un objetivo político.

Cortesía http://albertomuller.net/



Visiones imperiales (I)

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En Europa cierta derecha puede, y hasta suele, ser antiamericana (para no hablar de cierta izquierda). Es el caso de la llamada Nueva Derecha, con epicentro en Francia. Dice el académico Alain de Benoist que “la apertura de un Macdonals o de un Walmart son una amenaza mayor para la identidad europea que la apertura de una mezquita”. Y también: “No tenemos por qué elegir entre la internacional del terrorismo y la colonización americana”.

De lo que se desprende que la “identidad europea” constituye una suerte de abstracción vaporosa, o quebradiza, que cual viuda alegre elude a sus pretendientes para no tirar de ellos, empujarlos a la cama y hacerse poseer. Vaga identidad aquella que se asume incapaz de digerir la apertura de un supermercado.

Cuba Inglesa inicia una serie de acercamientos a la política y la cultura americanas bajo el título genérico, potencialmente polémico, de Visiones imperiales. Desde ellos queremos visualizar la “cara oculta” de Estados Unidos, una nación blanco, mediática y diplomáticamente hablando, de la otredad en zafarrancho de combate. Aseguraba Octavio Paz que éste es “un país fuera de la historia”. Un país cronológico, se entiende. Que abre, o preconiza, la prehistoria de un nuevo tiempo.

La eterna batalla

Fragmento de una conferencia homónima ofrecida por Carlos Alberto Montaner en mayo de este año, en Panamá

Los norteamericanos estrenaron su república antes que nadie, frente el escepticismo de los poderes europeos, que pensaban que el experimento estaba condenado a terminar en un inmenso caos. Sin embargo, sucedió algo que ni siquiera estaba previsto por los padres de la patria: al fundar el nuevo orden social en la competencia y en el respeto a la ley, alejando de manera creciente el clientelismo y el favoritismo propios del mercantilismo (o del populismo, diríamos en nuestros días), la sociedad norteamericana comenzó a prosperar de manera acelerada hasta ponerse a la cabeza del planeta desde principios del siglo XX y hasta nuestros días.

Había sucedido lo que el historiador norteamericano Douglass North, Premio Nobel de Economía de 1993, describe como el paso de una sociedad de “acceso limitado”, fundada en el pacto de las élites dirigentes para controlar y repartirse las rentas, a una sociedad de “acceso abierto”, sostenida por la competencia constante en el terreno político y en el económico, mecanismo que renovaba constantemente a los grupos poderosos.

Desde entonces, unos cuantos países, repúblicas o monarquías constitucionales, han transitado en la misma dirección, cada uno con sus peculiaridades, convirtiéndose en sociedades muy ricas, algunas de ellas verdaderamente opulentas. Desgraciadamente, entre esos países no hay ninguno que pertenezca a la América Latina, aunque es posible que Chile, si no se descarrila, se encamine en esa dirección.

Cortesía http://www.firmaspress.com/

El problema del patriotismo

Fragmento de un artículo homónimo de Adolfo Rivero Caro

Si uno piensa que la sociedad americana es fundamentalmente injusta, no vacilará en hacer lo que haga falta para revolucionarla. ¿Aman realmente al país los que lo hacen? Los Rosenberg, por ejemplo, convencidos de que los Estados Unidos eran una potencia imperialista y agresiva, le pasaron los secretos de la bomba atómica a Stalin y a los rusos... ¿Se consideraban patriotas los Rosenberg? Creo que sí. Sin duda, amaban la geografía del país que los vio nacer. Simplemente detestaban sus instituciones. No querían obliterar a Estados Unidos del mapa, simplemente querían hacerlo comunista. No se consideraban traidores. Algunos musulmanes fundamentalistas, de origen americano, tampoco quieren la desaparición de Estados Unidos, simplemente quieren convertirlo en una república americana islámica. Ahora bien, ¿fueron realmente patriotas los Rosenberg? ¿Son patriotas los que aspiran a transformar radicalmente las grandes democracias modernas?

Un país no es simplemente una geografía, un paisaje. Un país es también un denso tejido de instituciones y de costumbres. En Estados Unidos esas instituciones fueron establecidas por los padres fundadores. Casi nadie discute que fueron extraordinariamente exitosas. Sin embargo, no pudieron impedir graves problemas. Los principios sobre los que se estableció la república americana, por ejemplo, eran esencialmente incompatibles con la esclavitud y el racismo. Sin embargo, complejas circunstancias históricas permitieron su existencia. Posteriormente, el Partido Demócrata, perdedor en la guerra civil, entronizó el racismo en una parte del país. Rechazar el racismo, sin embargo, no significaba rechazar los principios básicos de la nación, sino muy por el contrario reivindicarlos. El racismo había sido una brutal deformación de los principios establecidos por los padres fundadores. Era perfectamente posible amar las tradiciones de este país y luchar contra el racismo. No hacía falta ninguna revolución.

Nunca debemos olvidar que las democracias, las sociedades liberales (en el sentido clásico) siempre están bajo ataque. Y que ninguna es invulnerable. Durante todo el siglo pasado estuvieron bajo el implacable asedio de fascistas y comunistas, que constantemente subrayaban sus debilidades e insuficiencias. Hoy siguen bajo el ataque de esas mismas ideas, más o menos diluidas, junto al nuevo y violento asalto del fundamentalismo islámico. No sólo eso. El antiamericanismo une a esas ideologías tan dispares. Los ''progresistas'' de hoy hacen causa común con los dirigentes de las sociedades islámicas, donde las mujeres carecen de derechos elementales. Ahí tienen la grotesca alianza entre Chávez y Ahmadinejad.

Cortesía http://neoliberalismo.com/

En el país del superhombre

Fragmento de un texto más extenso de este autor

Lo extraordinario de Estados Unidos es que por primera vez en la historia surge un país en el que la correlación de fuerzas entre el ser dependiente y el independiente se inclina a favor del segundo. El “superhombre” es mayoría en Norteamérica, o al menos ha sido lo suficientemente numeroso en sus orígenes como para imponer un estilo de vida, una visión determinada de la realidad (el hombre como bestia negra de la Historia).

Estados Unidos es la modernidad en lucha con el pasado, el futuro antes de tiempo, atravesado entre la prehistoria y la posmodernidad (esa que no tiene nombre, que aún no puede ser). Un futuro en permanente fuga, terreno fértil para los juegos de rol. El escenario como significado, carretera sobre la que el protagonista despliega su persecución interminable, su individualidad vertiginosa. “El asceta. El mercader. El explorador”. Como afirma Octavio Paz, se trata de un país fuera de la historia.

La Declaración de Independencia estadounidense adelantó la idea revolucionaria, futurista, de que el ciudadano tiene derecho a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Debe leerse detenidamente: no a la felicidad, sino a la búsqueda de la misma. Una búsqueda que adopta tantas formas como las características del individuo que la emprende, pero que sólo viene como anillo al dedo, en toda su rotundidad y alcance, al “superhombre”. Aquel individuo que descubre, desde la seriedad con la que jugaba cuando era niño, que la vida no es más que eso: un juego de rol.

Cortesía Letra de Molde.



Ni siquiera el modelo chino

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Capitalismo sin libertad. Sin libertad de ningún tipo. Se supone, luego de presenciar su discurso de este viernes, que es lo que quiere, o persigue, Raúl Castro. En el programa de Oscar Haza, Alcibíades Hidalgo lo define en términos de “posición mojigata”. El raulismo habla de impuestos. Se atreve a asimilar el “multiempleo”, esa forma de altruismo práctico que en Cuba consiste en engañar sucesivamente a quien te engaña a perpetuidad. Explicó el menor de los hermanos (cito a Granma):

“Es iluso soñar que un pueblo tras resistir actos terroristas, guerra económica y agresiones de todo tipo durante medio siglo, vaya a renunciar a conquistas fruto de enormes sacrificios para satisfacer a círculos de poder de Estados Unidos”.

Lo mismo con lo mismo. Volver a tender las camas. Raúl quiere capitalismo sin libertad.

Ni siquiera el modelo chino.



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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
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