Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Carta a Anselmo Suárez y Romero

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Hasta su adolescencia todo estuvo bien, según la premonición paterna, y hasta pudo estudiar usted en el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio —que era un santo con carabina de ases—. Con 19 añojos, preparado ya para que le fueran olvidando, se graduó del bachillerato en Leyes en la Real y Pontificia Universidad de La Habana. Para nada. Su señor padre, Ildefonso Suárez —que resultó ser más Víbora que Santos Suárez—, asesor legal durante el gobierno de Tacón, fue acusado de unos turbios tejemanejes jurídicos y tuvo que salir echando un pie dejando tacón y suela para no perder el calcañal.

Así conoció usted el exilio, que le nutriría —no tanto como a mi, que nací en familia desarmónica o que desarmonizó el gobierno con entusiasmo— para hacer esa gran novela, Francisco, por la que sería olvidado con tanta constancia posteriormente. En ese siglo XIX uno podía escoger los exilios, y su familia optó por el más cercano, que era a la vez el más intrincado, y que le daría a usted la oportunidad única para ejercitar su afición a ser tirado a mondongo.

Se fueron con los matules a Güines, que en esa época estaba más lejos que hoy pero con idéntico difícil acceso. Eso era entonces lo más similar a vivir en casa del carajo, y lo parnasiano se le juntó con lo mandinga, pues tuvo la oportunidad de vivir cerca de la materia prima de su novela y aguzar su ingenio: el ingenio Surinam, con sus alegres barracones de esclavos.

Ahí cogió cajita, como se dice en la mata del idioma, para que Martí dijera luego de usted: "Realmente Anselmo Suárez y Romero es un generoso corazón y uno de nuestros más castizos hablistas", que es como no decir mucho, pero bastante para lo gris que alcanzó a ser. No sería lo mismo si su nombre hubiera sido Generoso y no Anselmo. No veo al Pepe elogiándolo con redundancia —"Generoso es un generoso corazón"—, que lo descalificaría ipso facto como hablista castizo.

El aire de la esclavitud le abrió el moropo y le sembró ideas tan brillantes como para madurar su novela que tituló inicialmente Carlota Valdés, con lo cual le hubiera dado adelante al pobre Cirilo Villaverde, y le habría dejado destitulado, sin poder escribir su Cecilia.

Pero no. Tuvo que meter la cuchareta el infalible Domingo del Monte —lo suyo con los domingos era un sino— y le alentó a meterse en paliza de once varas escribiendo un "fuerte alegato donde retratara los horrores de la esclavitud". Y así lo hizo, o lo intentó, y eso me obliga a hablar de la obra que nos legó para que le pasáramos un estúpido velo a su nombre. No fue un libraco lo que se dice logrado. Los críticos que no han vivido mucho tiempo en un barracón se le han tirado encima a su historia y le han encontrado problemas estructurales, ñoñerías, incongruencias, y una deficiencia de estilo que no le hubiera permitido asistir a un Encuentro Nacional de Talleres Literarios. Mas, como documento testimonial sobre esa estricta forma de vida llamada esclavitud, funciona.