Un ciervo herido (IV)
CUBAENCUENTRO continúa la publicación de una selección de capítulos, en cinco partes, de esta novela testimonio sobre las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (Umap)
Estamos en el “baño turco”. Hace rato. ¿Cómo es posible que si el agua es escasa la gasten por toneladas con este castigo? Quien no haya sentido un chorro de agua cayéndole sin parar en el centro de la cabeza durante, digamos, media hora, no entendería este algo tan terrible por más que yo intentara explicárselo. Por momentos da la sensación de que la cabeza se ha ahuecado y el agua cae en donde estuvo la cabeza, ahora un hoyo. Por otros, parece que el hoyo se ha perforado y que el chorro de agua está cayendo directamente en la garganta. Dijo el teniente al par de soldados de guarnición: hasta que yo me acuerde. ¿Quién chivateó? La loca número 21 padeciente de flatulencias respondió al sargento en la formación: “Permiso para contestar: no sé”, cuando el sargento jefe de nuestro “pelotón” le preguntó, luego de acercársele y mirarle detenidamente a la cara: “¿Y a usted quién le dio esa mano de golpes, 21?” ¿Quién chivateó? Cuando a ambos, este domingo en la mañana, nos llamaron sargentos y segundo teniente y teniente presentes, “usted fue quien le dio a éste, 22” afirmándome el teniente apuntando al 21, me dije: ya habló este maricón. A las once castigo, laven temprano, nos ordenó el teniente y con un pase de su dedo índice de la derecha en el aire miró a todos sus súbditos diciendo: “ya saben”. En el lavabo-lavadero pedí al flatulento 21: júrame por lo que más tu quieras que tú no chivateaste. Te lo juro por mi mamá y mi marido, contestó el 21, y por la tristeza que vi en sus ojos me pareció cierto. Yo estaba con Guillermo la Rumba al lado, por si el tatuado 21 se ponía farruco. Le pregunté tres veces, me contestó lo dicho a la tercera. ¿Por qué se había demorado tanto en contestar?, le preguntó Guillermo. Tengo miedo, respondió el flatulento. ¿Miedo?, preguntó Guillermo. Sí, al castigo del agua sí le tengo miedo, es terrible. El teniente había dicho: a las once castigo, el “baño turco”, así que laven temprano. (¿Quién bautizó este castigo con ese nombre? ¿Por qué? Nada tiene que ver el baño turco con este chorrazo horrible taladrándote el alma. Ignorantes.) De pinga, exclamó Guillermo cuando entré en la barraca él con Luis Arturo y El Artista y Jorge el campesino y otros más esperando a la puerta y dije: “baño turco”, cojones. Por culpa de este maricón, dijo Guillermo señalando con un golpe de cabeza al 21, que entraba junto a mí. ¿Tú no decías que eras guapo, que eras abakuá y todo eso?, le dijo Guillermo la Rumba en el lavabo–lavadero. El 21 dio la espalda y siguió lavando, debiera hacerlo rápido porque ya ahorita serían las once, pero lo hacía con desgano. A él su soldado de guarnición lo ha pinchado más que a mí. Lo ha pinchado en las nalgas, “agarra otro pinchazo en ese culón, loca”, ha dicho un montón de veces su soldado. Es menester tener este día de la fatalidad buena leche: castigos mediante los soldados de guarnición pueden ser más o menos trágicos en dependencia de a cuáles designen. El que le tocó ahora al 21 es quizá el más pocamadre de todos. (Para que la historia lo recoja como el gran hijoeputa que es, digo su nombre: Luis Díaz Campanería. Para lo mismo, digo más: es bajo de estatura, delgado, pardo de piel, grande cabeza, pelo castaño y opaco, ojos chicos y claros, voz gruesa y grave como la de un hombre de 7 pies y 300 libras.) El que me tocó a mí, de los más suaves. Cuando el teniente nos llamó a la puerta de la jefatura, dijo antes que lo otro: a ver sus manos. Cuando vio mi mano derecha todavía inflamada, dijo “correcto”, y agregó tuteándome: le diste durísimo, ¿eh? ¿Quién chivateó?, me estoy diciendo cada tres segundos debajo del chorro. El 21 se sale más que yo: da pie para que el desmadrado de su soldado lo pinche más. No hace tanto uno inventó lo que parecía la solución contra este castigo: se desmayó o hizo creer que se había desmayado. Así se salvaron sólo dos o tres: a los próximos les dejaron pendientes la tanda faltante para después que se les pasara el desmayo. No sé si esto es peor que el castigo del enterramiento: los huesos de mi cabeza se vuelan contra las paredes a cada rato y me salgo del chorro: chico, no me hagas pincharte, me dice mi soldado y me da un pinchacito en la espalda. Me fijé en las puntas de las bayonetas cuando veníamos para los excusados: la de mi soldado la tiene bastante roma. Creo que es hasta mejor que lo fusilen a uno: un segundo de grande pánico y ya: los balazos lo hacen brincar a uno hacia el otro mundo, y se acabó. Pero este chorro de agua, que a cada instante se siente más fría, en la cabeza, no tiene nombre. He tratado de pensar en todo: mi abuela me llevaba a las afueras del barrio a buscar romerillo. Con el romerillo ella preparaba un cocimiento que, aseguraba, servía para todo. También se lo daba a los perros y yo vi que un perro flaco hasta la espina dorsal y que caminaba de medio lado y cuyos ladridos eran roncos y débiles, se curó con una semana de este cocimiento; luego de quince días parecía un perro acabado de llegar de Europa. Cuando yo tendría cinco años mi madre trabajaba en una escogida de tabaco. Se iba a las cinco de la mañana y tenía que cargar en ida y vuelta el taburete donde se sentaba a trabajar; por decisión del dueño, que ni ponía él los asientos ni permitía que durmieran en la escogida los que traían las trabajadoras, no le gustaba tener lo que no era suyo en lo suyo, decía; un capricho terrible, decía mi madre. Nunca vi a ese hombre, pero lo odio infinitamente. Mi padre se iba a las siete de la mañana y entonces me despertaba. La casa adentro era de madera y yo escuchaba a mi padre y a mi madre templando. Ella, a veces, en un susurro, le reclamaba que él sólo la quería para templar. Las primeras veces que los escuché creí que los quejidos de mi madre eran de dolor; luego comprendí que eran de placer, cuando puse atención a las palabras que decía mientras se quejaba. Al irse a las siete de la mañana mi padre me despertaba, hacía que mi cuello se pusiera en el hueco de su mano y me inclinaba hacía sí y me besaba, siempre en la mejilla izquierda. “Vamos ya, a levantarse”, con un tono de voz tal si estuviese explotando lentamente de ternura. ¿Cómo sería posible que el mismo hombre que había escuchado hacía unas horas templarse a mi mamá de manera tan grosera de cuerpo y palabras, fuera conmigo ahora, al amanecer, tan tierno?, me preguntaba entonces y me pregunté durante años. Después la vida me enseñó. He intentado una cronología de la locura de mi madre. Mi madre está loca: he ido buscando cada uno de los avances en el tiempo desde que la conozco de la locura que hoy padece: he detectado en mi memoria cincuenta y dos momentos de ella ascendentes hacia la locura de hoy. Vieja loca de mierda. A los doce años de edad mi amigo Mario Santana y yo fuimos con una puta por primera vez. A mí me desfloró Marina, mulata de cabello liso, largo pero enrollado en el centro de la cabeza; no pude eyacular, me dio por pensar en mi abuela, en su bondad, y aunque tenía penetrada a Marina con mi pene tensísimo, no pude concentrarme en lo que hacía. Ella era una puta hermosa y dura de carnes, pero yo me quedé sin verla, sin estar en lo que estaba haciendo. Pensaba en la bondad de mi abuela. Finalmente Marina me sacó de encima de sí de un tirón y tuve que pagarle como si hubiera eyaculado. Mario Santana y yo habíamos reunido el dinero para ir al prostíbulo con las propinas de los padres y la venta de juguetes viejos. Poco a poco. Los padres no sabían que habíamos ido al prostíbulo. Mario Santana era mi gran amigo. Con el grupo íbamos sabana afuera. El prostíbulo estaba en los comienzos de la sabana. Siempre que pasábamos lo mirábamos con algo de amor. Y siempre comentábamos: ya dentro de no mucho podremos ir. Mario Santana y yo nos fajamos en la sabana una vez. Él venía encabronado porque la madre lo había castigado: una semana sin entregarle los cinco centavos diarios que el padre le daba por mediación de ella; porque de la escuela habían mandado una pila de avisos: Mario Santana se portaba cada día peor. No pudo resistir la tentación: el pichón de paloma de rabiche estaba sobre una rama baja. Tan fácil. Mario Santana apenas tuvo que detenerse para apuntar. Le partió el pecho. En nuestra ley constaba que nunca tiraríamos a los pichones. Los pichones parecen niños. Matar a un pichón es como matar a un niño. Mario Santana ese día andaba cargando el tirapiedras con calderilla. La lasca de metal rajó el pecho del pichón; a bocajarro casi. El pichón cayó muerto en el acto, sin siquiera un revoloteo. Mario Santana lo hizo porque estaba encabronado con la madre. Me le fui encima y nos prendimos con todo. Él logró golpearme más veces y con más fuerzas que yo a él. Me ganó porque me golpeó con toda la furia que estaba sintiendo hacia la madre. No, en realidad no he tratado de pensar en todo: no he tratado de recordar a los que odio, a los que me traicionaron, a los que me ultrajaron últimamente: aunque me vengan a la mente en este momento tan cabrón de mi vida, no los recuerdo: es aun mejor borrarlos de la memoria que recordarlos con rencor. Allá afuera están los socios, alguna voz que creo es la de Luis Arturo, ha dicho: no te rajes, y el soldado del 21 ha gritado váyanse de ahí cojones. Sin embargo, no ha sido al 21 a quien le han dado ese ánimo, estoy seguro: los socios del 21 tienen más miedo que mi mamá al comunismo. Fue la voz de Luis Arturo. Para nada me ha servido pensar en tanto pasado: ahí está el chorro, el agua metiéndoseme en la boca porque ya no tengo fuerzas para estarla escupiendo, en la nariz porque no tengo para soplarla. He arribado a un corolario: si el agua estuviese cayendo desde una regadera, no sería tan terrible. Sería terrible pero menos terrible. Pero el agua está cayendo, como siempre, a chorro limpio, directa. “Derecho”, dice mi soldado, pero ya no puedo estar erguido mirando a la pared como si estuviese en posición de atención, como establece el castigo. Escucho que el 21 está sollozando: “dale, loca, aguanta”, le grita su soldado y el 21 dice “¡ay!”: le habrá dado otro buen pinchazo en el culo. El 21 ha dicho “mátenme, mátenme de una vez, mátenme” y llora con tal voz enronquecida que ni parece la de una loca. Ha gritado: “Soy asmático, sáquenme de aquí ya, por la Virgen” y ha soltado unos gigantescos jipidos, como de un inmenso fuelle roto que hicieran exhalar, como de un inmenso acordeón roto que apachurraran. Qué asmático ni un carajo, asmático de pronto, ¿eh?, le ha gritado su soldado. “Sí, sí, lo juro por la Virgen: sí lo soy”. Qué Virgen ni un carajo, le ha gritado su soldado. “Mátenme, mátenme de una vez”, repite llorando a toda voz, cuarteada, enronquecida. Yo he pensado lo mismo: siento deseos de que mi soldado acabe de enterrarme la bayoneta de una vez, me mate: que mis mondongos corran por el piso de cemento enredados con el agua. El 21 está dos chorros más allá; en mis desgajes me he vuelto a mirarlo a ver cómo se halla: pero sólo veo una mancha desnuda detrás de un humazo de agua. Yo también estoy llorando, patria, sólo que casi como un hombre: casi. Siento en mi boca un sabor como a vainilla descompuesta. Entre lo más diabólico de este castigo se encuentra el tener a un macho detrás del culo de uno desnudo. Si estuviese solo ya me habría rajado tal vez: como estoy a la par con la flatulenta loca tatuada 21, algo de mi ser cultural me obliga a resistir más que él, a llorar menos que él, más bajito que él. ¿Quién chivateó, madre mía? ¿quién? Así, eso es, derechito, oigo que le dice su soldado al 21. Siento que estoy bajo el mar, respiro mar. Me voy hacia delante, apoyo las manos contra la pared. Mi soldado me pincha dos veces, menos suavemente la segunda. Derecho, derechito, me dice. Coño, pero si ya no tengo cráneo, ni piernas, ni espalda; los pies congelados. ¡Así es, derechito!, grita casi como si lo vitoreara al 21 su soldado. ¡Así es!: ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos! ¡Derechito!, lo vitorea. Está bien, coge un chance, me dice el mío: no logro desafincar mis manos de la pared, toso hasta que la garganta parece que se me ha desmoronado, inhalo agua y toso, toso e inhalo agua. Me ha vencido este 21, qué cosa tan grande. Teniente hijodehiena, manda ya a terminar la fiesta. Ha resistido más que yo, me ha vencido la loca flatulenta. Creo que me estoy muriendo, Mamita.
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