Literatura cubana, Literatura policial, Padura
Las «pauras»* de Padura (III)
Tercero de una serie
Son muchos los escritores de primera fila que han sido cuidadosamente excluidos por esas editoriales que “venden a Cuba”, cuando sus obras no resultan congruentes con esa imagen idílica del desastre cubano: unas ruinas con charme, un discreto encanto del proletariado indigente, una desesperación jocosa, una miseria tres chic, con esos jubilosos negritos bailando la rumba revolucionaria. Y al final una moraleja edificante de que, a pesar de todo, “seguimos siendo revolucionarios y confiando en el futuro”. Esos autores han sido inscritos en una lista negra la cual sospecho que las editoriales más comerciales y hegemónicas intercambian con la puntual eficiencia de los servicios secretos. Guillermo Cabrera Infante lo padeció. Lo sufrió Reinaldo Arenas y hoy muchos lo siguen enfrentando. Zoé Valdés hasta podría dar una conferencia magistral sobre este tema. Pero son muchos, demasiados, los escritores cubanos que se han estrellado contra el muro de las prepotentes editoriales hispanoamericanas las cuales ya decidieron —después de concienzudo estudio de marketing— que el anticastrismo no vende. Pero el castrismo tampoco, pues ya está demodée: necesitan un producto intermedio que juegue críptica y anfibológicamente y exponga lo que cada quien quiera entender. Y para eso, está Padura, toda una industria incesante de novelas ubicadas en ese espacio gris y de luz imprecisa, esa twilight zone, con esos libros del crepúsculo hechos a la medida de casi todos los gustos.
Padura sabe esto y no quiere arriesgarse. Su nicho puede parecer incómodo, pero es seguro. Y por ello sus editores lo protegen con amoroso cuidado: hoy en sus apariciones públicas, los periodistas convocados –previa cuidadosa selección- resultan advertidos severamente que “el autor no quiere que le hagan preguntas sobre la política cubana”. Los editores velan por su producto.
“Eso” que pasa en Cuba es la imagen del sueño que no fue, pero que de algún modo sigue ahí, contra toda lógica y razón, para momentánea tranquilidad de “las buenas conciencias”. Siempre es una experiencia regocijante y ya casi única a nivel mundial, disfrutar del “turismo político” que brinda la isla, con sus habitantes esquilmados y sórdidos, joviales y complacientes, y todo esto, además, dentro de un vivificante “baño de sauna revolucionario”: es como tomarse una foto con el último Lobo de Tasmania. Ese parque temático de la izquierda mundial que es Cuba, sin duda resulta mucho más atractivo por su colorido, sabor y musicalidad tropical, que una grisácea Corea del Norte, un desabrido Viet Nam, o una rígida China capitalista …
En ese sentido, las novelas de Padura pueden ser para estos sujetos unas atractivas y sugerentes guías turísticas de Michelin a la cubana. Se trata de “pasear La Habana” —o su suburbio, Mantilla— de la mano no de Eusebio Leal, (ese consentido Petronio habanero que todavía aplaude jubilosamente untuoso el incendio de las ruinas del Nerón II cubano), sino de Mario Conde: a Padura lo han ubicado, posiblemente a su pesar, en una plaza de cicerone del MINFAR-MINTUR, pero exclusivamente para el área de dólares y euros: no se aceptan ruidosos y rezongantes nacionales indeseables, sólo como parte de la escenografía y en papel de solícitos y joviales tramoyistas.
Pero esta difícil ubicuidad tampoco le ha resultado fácil al prolífico autor: también desde la siniestra le han venido golpes: el militantísimo argentino harvardiano Atilio A. Borón, lo llamó un “Jeremías” quejumbroso, casi antirrevolucionario: no es raro que le pida al cubano más fidelidad revolucionaria, quien ha sido capaz de exigir al gobierno de Maduro que aplaste violentamente con su ejército bolivariano a la oposición venezolana.
En tales condiciones, no es justo ni sensato tratar de exigirle al novelista que “le dé patadas a su pesebre”, pues como se dice en buen criollo “no se defeca donde se come”. Sería absurdo lo contrario. Gabriel García Márquez lo advirtió muy bien y desde temprana fecha: cuando declaraba hipócritamente que “escribía para que lo quisieran”, por otra parte, en una sincera confidencia íntima, largó que “la mejor forma de no preocuparse por el dinero es ser millonario”. Y, en efecto, lo fue, abundantemente. Y aún después de muerto, sigue produciendo ganancias, no sólo con sus obras, sino con la venta —¡al odiado país del imperialismo avasallador!— de su biblioteca y archivo. Nunca fue remiso en perseguir honores y beneficios, y además su legendaria avaricia con sus compatriotas para conceder algunas migajas de su fortuna, ya es un tópico de la literatura latinoamericana, como la ceguera de Borges o el frenillo de Carpentier. Nunca ayudó a los jóvenes (ni a los mayores) autores colombianos, a quienes despreciaba llamándolos “parásitos envidiosos”[1], junto con Colombia, por cierto. Mencionen si quieren un amigo de veras del Gabo desde la juventud. ¿Plinio Apuleyo Mendoza? ¿Álvaro Mutis? A todos los fue abandonando en su incontenible ascenso hacia las cumbres del poder, que tanto le atrajo siempre.
A la larga, Padura no es ni más ni menos como El Gabo, Balzac, Cervantes y Shakespeare; escribe por la misma razón que ellos, pues es un escritor profesional: además de porque le gusta hacerlo, para vivir. Si además cae algo de gloria, mejor, pues eso hasta ayuda a las ventas y lo cubre con un manto protector para las complejas condiciones en las que escribe.
No es muy sensato reclamarle tanto esa ambigüedad a Padura, sino más justamente a sus editores, porque a ellos les conviene pues así cobran y ganan más; tomar partido por uno de los lados es perder mercado: ¿por qué hacerlo, entonces? Esa indefinición es parte sustantiva de su éxito, pues, aunque pueda perturbar o inquietar a muchos, en realidad no molesta ni irrita verdaderamente a nadie. Él brinda esa imagen de Cuba que se necesita comercialmente, para proyectarla a nivel internacional por los poderosos editores que lo respaldan e impulsan, quienes a su vez alimentan a un público lector ávido de nostálgico folklorismo revolucionario, aunque atemperado y modulado con las pinceladas del desastre actual. Por otra parte, complace la existencia de alguien que se oponga al “Enemigo Predilecto”, Estados Unidos, el cual al parecer es el triste papel que los “espíritus progresistas” han asignado a los cubanos, sin consultarlos y contra su voluntad. Esos consumidores necesitan que Cuba siga ahí como está, y que Padura escriba de eso como lo hace y que lo haga en Cuba.
Pero esto no es culpa de Padura, ni de los cubanos. En la distribución de papeles y disfraces del Gran Teatro de Mundo actual, a los cubanos les correspondió ser “alegres, eróticos, bailadores y revolucionarios”, con un fondo musical de maracas y un escenario de playas con mulatas despampanantes. Meliá y Gaviota están plenamente de acuerdo en esto: en cada habitación de los hoteles para extranjeros en Cuba debieran poner, en lugar de una Biblia, un ejemplar de Padura.
* Paura, del italiano: Espanto, pavor, miedo.
[1] En el pináculo de su fama y poderío literarios, un grupo de jóvenes escritores colombianos en México, fueron a ver a Gabriel García Márquez en su mansión de Fuego 144 en la exclusiva Colonia Jardines del Pedregal, para solicitarle su apoyo y ayuda material para fundar la Casa de Colombia en México: él se negó, diciendo que “de joven yo también pasé muchos trabajos y nadie me ayudó”.
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