Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Literatura

La historia como profanación

Rafael Rojas: «El problema de Cuba es un conflicto entre cubanos y el papel de EE UU está sobrevalorado».

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Y aquí no estoy pensando tanto en esos intelectuales que, con razón, tú defines como de izquierdas sino en otros, muy importantes y de varias generaciones, como Gabriel Zaid, Enrique Krauze, Guillermo Sheridan, Adolfo Castañón, Christopher Domínguez Michael o Jesús Silva Herzog Márquez, que se reconocen, como sus maestros Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas y Octavio Paz, en la gran tradición del liberalismo mexicano.

Revisé la prensa habanera en los días posteriores al anuncio del Premio Anagrama de Ensayo de este año y sólo encontré una crítica en el diario electrónico 'La Jiribilla', escrita en lenguaje descalificador, sobre la Introducción a su libro 'Tumbas sin sosiego'.

No es una crítica. Es, como dices, una burda descalificación que sólo se ocupa de rebatir cuatro oraciones de un mismo párrafo, en una Introducción de 42 páginas, de la cual sólo aparecieron fragmentos de un primer borrador en El Nuevo Herald. Ese es el tipo de lectura envilecida que retrata, con la mayor fidelidad, la histeria del poder en Cuba.

En La Habana hay una soldadesca de panfletistas electrónicos, instruida para reaccionar contra cualquier crítica al régimen que recojan importantes publicaciones de Estados Unidos, Europa o América Latina. Esas milicias de la Internet hablan religiosamente de las "verdades de la Revolución" y de las "mentiras del Imperio".

A mí, por el contrario, me interesa la historia como crítica, como secularidad, es decir, el ejercicio de la memoria como un acto de profanación, en el sentido que ha dado recientemente Giorgio Agamben a ese término. Al fin y al cabo, el enterramiento y la profanación son los dos rituales básicos de la conciencia histórica.

Se nota que una de las cosas que más irrita a sus críticos es que usted hable de "guerra civil" y no de "revolución" y "contrarrevolución", que trate por igual a uno y otro bando y que disminuya el papel de Estados Unidos en el conflicto…

Permíteme aclarar algo. En mi libro sí se habla de Revolución, y así, con mayúscula. Ese concepto, que está desde la primera palabra del subtítulo, lo asumo en la acepción más moderna que ha alcanzado en historiografías como la norteamericana, la francesa, la rusa y la mexicana.

En Cuba, qué duda cabe, se produjo una Revolución encabezada por una juventud sumamente plural —católica, socialista, liberal, agrarista, nacionalista— que, en esencia, deseaba un país más justo, más soberano, pero también más democrático, con libertad de asociación, de expresión y de culto, gobierno representativo y elecciones regulares.

El impulso de aquel movimiento revolucionario, todavía en los años sesenta y ya bajo el control personal de Fidel Castro, generó un importante cambio social y una vertiginosa modernización cultural que facilitó las conexiones del campo intelectual de la Isla con las vanguardias occidentales de la época.

Sin embargo, como es sabido, entre fines de los sesenta y principios de los noventa, esa creatividad fue ahogada por la ortodoxia marxista-leninista y desde 1992 hasta la fecha se mantiene restringida por una nueva ortodoxia: la del nacionalismo revolucionario en su tosca versión castrista. De manera que en mi libro se maneja un concepto histórico y, por tanto, perecedero, de Revolución, con el fin de distinguir ese proceso, ya agotado, de las formas de control estatal que asociamos con el totalitarismo comunista y el caudillismo castrista.