Actualizado: 17/05/2024 12:58
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Réquiem por el sabotaje

Frank País García: ¿Un pacífico luchador que no creía ni en Dios?

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Son bien conocidas las cien bombas que distribuyó en La Habana, en una sola noche, el combatiente Sergio González, homólogo capitalino de Frank País. Suerte que le decían "el curita". ¿Qué tipo de acción se disponía a realizar el comandante René Collazo, cuando el artefacto explosivo que portaba le estalló en las afueras de su natal Artemisa, mutilando la mitad de su cuerpo, limitación que no le impidió luchar por la democracia hasta sus últimos días, sin negar jamás su pasado?

Ni qué decir de las consecuencias fatales de aquellas acciones de incómoda recordación. Se rememora, a veces, la muerte de los revolucionarios guantanameros que el 4 de agosto de 1957 fueron víctimas del accidental estallido de su depósito de explosivos; sin embargo, nada se dice nunca de las dos víctimas adicionales de la bomba que costó la vida a la joven luchadora clandestina Urselia Díaz Báez en el céntrico Teatro América de La Habana.

La nueva tergiversación parece indicar que ya ni siquiera se alcanza el acostumbrado doble rasero con que los líderes cubanos tratan el delicado tema. Ese por el cual, mientras la acción violenta destinada a lograr un objetivo político es realizada por enemigos políticos o ideológicos, es terrorismo, y si la misma es ejecutada por los "hermanos de lucha", es calificada como acto revolucionario o de liberación nacional, según sea el caso.

Vocación verdadera

Pero de poco sirve intentar falsear la historia. ¿Acaso no son terrorismo de Estado los mítines de repudio, las amenazas y agresiones físicas contra los activistas de derechos humanos y periodistas independientes, destinados a impedir, mediante el miedo inducido, que el descontento y el rechazo cada vez más extendidos en la población se conviertan en oposición abierta y organizada?

El desenfreno de la intolerancia elevado al rango de política de Estado es el sabotaje permanente a esa dignidad y libre albedrío de los individuos, que los revolucionarios tanto juraron defender mientras se ofrecían como salvadores de la nación al son del petardo y la metralla.

Con su pretendida falsificación burda de la historia, los líderes históricos reniegan de manera poco elegante de su pasado, pero esto de poco sirve, porque con su actuación cotidiana retratan una y otra vez de cuerpo y alma su verdadera vocación.

Sería, por demás, muy interesante ver qué siente una persona de tan recio carácter como el "saboteador en jefe" al percatarse de que sus hermanos de lucha lo han despojado a conveniencia de sus dos más reconocidas pasiones: la fe cristiana y la violencia fraticida.


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