Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Trece años después

El Maleconazo fue una grieta en el sistema: cuestionó públicamente el supuesto consenso y la unidad en torno al poder hegemónico.

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La Cuba que me encontré al llegar en el verano de 1994, sobrevivía entre la desilusión ante las primeras y más evidentes desigualdades originadas por la reciente liberación del dólar, el espanto por las noticias esparcidas por radio bemba sobre el remolcador 13 de Marzo y, por consiguiente, los rumores sobre las muertes de varias decenas de inocentes que buscaban salir ilegalmente del país.

Aun cuando la población ya podía acceder a las shopping y comenzaba la reapertura de los mercados agropecuarios, en 1994 un dólar equivalía a más de cien pesos. Por lo que el cubano de a pie se vio en la necesidad de reformular sus valores, en la búsqueda de la manera más sencilla de sobrevivir. Aquellos que no tenían FE (familiares en el extranjero) o no estaban vinculados con los sectores dolarizados de la economía, requirieron mayor esfuerzo e ingenio para enfrentar las consecuencias del verano de las reformas, que hoy día son duramente criticadas.

Esa misma desilusión y falta de esperanza llevaron a miles de habaneros hasta el Malecón, para así dar paso a una acción colectiva episódica, hasta ahora irrepetible en la historia de la revolución. Trece años después de tal evento, leo algunas crónicas periodísticas de aquellos días y tan sólo puedo resumir que allí reinaba el desconcierto y la desinformación.

En un bosque de yagrumas

Para aproximarnos a un análisis de los acontecimientos de aquella mañana del verano habanero de 1994, sugiero que partamos de establecer que toda sociedad, no sólo la cubana, comparte una serie de comportamientos públicos y privados, que se corresponden, a la vez, con el discurso, el escenario y los espectadores con los cuales se está interactuando. Del mismo modo, como parte de una cultura política, toda sociedad maneja una etiqueta en las relaciones entre los individuos o las relaciones de éstos con el poder, entendiendo la cultura política como actitudes, códigos y creencias que tienen como objeto fenómenos políticos.

Con el comportamiento público se maneja un discurso público a la manera en que lo concibe el antropólogo James Scott: el discurso público es toda aquella conducta o forma social que se da en las relaciones explícitas entre los subordinados y los detentadores del poder. En esta relación, ambas partes consideran conveniente fraguar de forma tácita una imagen falsa: entre más amenazante es el poder, más gruesa es la máscara.

Esa mañana, en La Habana, el hábil cambio en los discursos y las máscaras se dio en función de un actor que llegó de improviso, el Comandante en Jefe. Lo más sobresaliente es que por unos momentos el bosque de yagrumas desapareció de un pedazo de La Habana y se dejó oír la voz de los habaneros, triste, pero con un dejo de esperanza.

Por unos instantes se escucharon exclamaciones referentes a que "había llegado el momento de la caída del régimen". Sin embargo, de manera casi inmediata, el discurso oculto, que por instantes se hacía público, se transformó hacia lo oficial, basándose en los cánones de la cultura política. Así, los cubanos reunidos ante la presencia del líder, retomaron los comportamientos públicos.


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