Actualizado: 29/04/2024 20:56
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'Batalla en el cielo': batalla en Los Ángeles

Si el fracaso de cualquier revolución moderna se mide por el éxito de la norteamericana, en el caso de México la proximidad hiperboliza sus fallas.

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Loving the alien

Pequeño, afilado y rubio, rodeado en Cannes por los protagonistas de su tragedia mexica, Carlos Reygadas recuerda a un José Martí joven. Su última pieza, producida en Francia, donde vive exiliado, no puede evitar echar una mirada apostólica sobre sus compatriotas: Batalla en el cielo pretende enseñarnos cómo hacer el amor a los "gusanos".

Así va la trama: Ana (Anapola Mushkadiz), hija de un general de las Fuerzas Armadas y representante de la oligarquía blanca que gobierna e imagina México, es la femme fatal que regresa de un viaje al extranjero, donde trabaja en algún proyecto, quizás no muy diferente del que contemplamos en la pantalla; tal vez una película.

Cruzar la "calle de la Victoria" no es para Ana asunto de vida o muerte, sino algo tan casual o inconsecuente como el mismo filme: simple trasiego de ideas y tecnologías. En este punto Batalla en el cielo es desembozadamente autoreferencial, y sólo la separa del reality show el hecho de que, al mostrar las costuras, el guión consigue tratar la realidad con un grado infinito de "cinismo", de cine-ismo.

Cuando se encuentra en el D.F. —la ciudad orribile de que habló Paz y que Reygadas retrata con realismo sacrílego propio de un Andrés Serrano—, Ana administra La boutique, su privado prostíbulo, parecería que por puro capricho.

Marcos (Marcos Hernández), fotografiado de pies a cabeza en los tintes telúricos del neo-tenebrismo, es el chofer que trabaja para su patroncita con probidad y discreción; también con secreta devoción.

Hay un malentendido en el rol de "patrona" que Ana asume voluntariamente, porque ese título, como el de "la Doña", es otorgado en México sólo a quienes alcanzan la más alta jerarquía espiritual o social. Podría tratarse, incluso, de una alusión oblicua a la María Félix de La diosa arrodillada (1947): el felatio entre extraños que inaugura la cinta sería, entonces, el acto fundacional —del filme y de la Historia—, y el recurrente punto de referencia al que regresarán ambos con la fatalidad de un calendario azteca. A ese enfrentamiento, a esa batalla —parece querer decir Reygadas— volverá México una y mil veces.

Un simple "te amo" pronunciado al desgaire por la renuente heroína sirve de abracadabra, de hocus pocus que desata los demonios de una raza: como a los maestros cantores de la ópera, al indio de Batalla lo despierta de su letargo el Wach auf! de una promesa preterida. Y Ana debe hacer acopio de toda su piedad y entereza antes de arrodillarse, en un acto de comunión extática, ante su chofer: al final, el chofer penitente irá a arrodillarse delante de su patrona, y el círculo estará cerrado.
Reygadas observa con minuciosidad de entomólogo la anatomía blindada de sus congéneres, como si se tratara de paquidermos; espía detrás de la cámara sus ritos de apareamiento, sus juegos reproductivos. Descubre, no sin cierto patetismo, hasta una inocencia en la manera en que depredan y dan caza a sus propias crías: el secuestro y la muerte de una niña suceden aquí con la mayor naturalidad. Y el asesinato pasional en el que Ana resulta la víctima, ocurre con la fatalidad de un sacrificio, como el ritual erótico del mantis que liquida a su pareja una vez concluida la cópula.

Hasta la fealdad es encarada y retratada sin tapujos, con íntima convicción e inteligencia; sin paternalismos telenoveleros, sin los escamoteos de Azcárraga y Cía. Este es neorrealismo mexicano; y en el cine de Reygadas asoma, por fin, la verdadera faz del Neoméxico que se nos echa encima, el que reconquista a Norteamérica con sus millones.