Actualizado: 29/04/2024 20:56
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'Batalla en el cielo': batalla en Los Ángeles

Si el fracaso de cualquier revolución moderna se mide por el éxito de la norteamericana, en el caso de México la proximidad hiperboliza sus fallas.

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La proximidad radical de México y Estados Unidos falla en producirnos la debida extrañeza: como si un demiurgo hubiese cosido a dos gigantes por la cintura, América Septentrional es un grifo, un centauro constituido por mitades irreconciliables. Las antípodas marcarían la distancia real de lo que separa la frontera: el cielo y el infierno.

El sarape de Berta, la mujer de Marcos, extendido sobre la banqueta del Metro, y el muestrario de relojes a destajo, con vírgenes guadalupanas y Winnies the Pooh grabados en las esferas, reaparecerán muy pronto en las banquetas del McArthur Park de Los Ángeles.

Mientras que Anapola, como otra Paulina Rubio, encarna la imagen que México quiere ver y dar de sí —la güerita en dreadlocks que ha optado libremente por uno de entre los infinitos eingestates raciales disponibles para el consumidor global—, Marcos y Berta son, por el contrario, los mexicanos que no muestra Televisa: cholos limpiados del barniz del muralismo; des-siqueirizados vástagos de dos revoluciones; des-cardenizados incluso, después de una cruda de pulque petrolero.

Un México que produce la música fascista norteña, tan provinciana o tan regionalista que está concebida para no ser escuchada más allá de las fronteras estrictas de "La Raza". El narcótico canto de Cthulhu que se oye a través de la pared y de la valla es un narcocorrido; y esa música mala lucha, en batalla desigual, con la tradición clásica, en el Walkman del chilango de Japón, y otra vez en los altoparlantes de la gasolinera de Batalla. El cine de Reygadas es un cine de yuxtaposiciones.

Este es el México que se recoge cada vez más dentro de su crisálida, mientras que el otro se abre al mundo, a Cannes, a la zona rosa de la existencia fílmica; a una región, por fin, más transparente. El cine de Carlos Reygadas es cine fronterizo, que es otra manera de decir "de vanguardia": la línea de defensa de una batalla teológica, escatológica, finalista y apocalíptica. La batalla de Los Ángeles.

El colorido de Frida Kahlo nos parece ahora —comparado con la paleta de Reygadas— falso mejicanismo. Los verdes, rojos y blancos del banderón que ondea a todo trapo en el Zócalo (verdadero protagonista de esta cinta patriótica) lucen oxidados por una vejez republicana, cubiertos por el hollín de una dictadura vieja, de una burocracia indígena: un país subido de tono que no había sido filmado antes.

Marcos aparece aquí, además, como el anti-Gael, y por extensión, dentro de la lógica del guión global, como el anti-Guevara. Nada de las falsas trazas indígenas patentes en "el rostro más reproducido del siglo XX": la anatomía intratable de Marcos es de pura piedra volcánica y pertenece ya enteramente al XXI. Nada de la ambigüedad fotogénica que nos legara Korda, la que combina el cabello de indio "como seda de caballo" de la melena guevarista y los ojos claros del conquistador castellano —el producto de unos amores perros y del double entendre de un motociclista- beatnik-doctor-en-medicina con vaga osamenta andina que nos da Gael: en el Marcos y en la Berta Ruiz de Batalla en el cielo chocamos de frente y a toda pantalla con lo Eterno olmeca.

Con la obesidad incluso —reportes de un incremento en los casos de gordura al norte de la frontera podrían achacarse al alza de este elemento, a una dieta saturada de manteca y maíz, a unas costumbres culinarias primitivas, a unas manières de table que se resisten a la dietética puritana; quizás a una disposición metabólica más lenta, a unos desayunos copiosos que pasan por comidas, a la influencia millonaria de un Völkerwanderung que encuentra las cansadas urbes norteamericanas dispuestas a acatar la teofagia del burrito, el célebre "enormous presence of whole great México" y su "billion tortillas frying and smoking in the night", que anunciara Keoruac hace cincuenta años.