Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Literatura

Recordando a Mario Parajón

Se ha ido un hombre de letras muy singular que amó la cultura y vivió en ella.

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Conocí a Mario Parajón tres veces. La primera, una mañana de mayo de 2001, cuando levanté la vista de un paquete de folletos que leía en el Ateneo de Madrid y me encontré con un vecino de mesa a quien jamás había visto, pero que, sin embargo, me pareció muy familiar.

Un rato más tarde, coincidimos ante la mesilla donde expiden los materiales solicitados en esa casona del número 21 de la calle Prado. El desconocido conocido hablaba con la diligente bibliotecaria. El diálogo, aunque carente de una excesiva familiaridad, era el de dos personas que se ven con frecuencia. Al escuchar el inconfundible acento cubano con que reclamaba no recuerdo qué revista, adiviné que era Mario Parajón. No podía ser otro aquel cubano de setenta y tantos años que frecuentaba la biblioteca del Ateneo de Madrid. Regresamos por turnos a la mesa que compartíamos. Tuve la vaga intención de abordarlo, pero no lo hice.

Pocas horas después, conversábamos en casa de Víctor Batista sobre los desaparecidos sermones de Tristán de Jesús Medina y nos preguntábamos, agotadas ya todas las vías naturales de encontrarlos, por la posibilidad de que el archivo personal del bayamés estuviera recogido en alguna biblioteca o colección privada de Madrid. Víctor me sugirió que llamara a Mario Parajón. "Si esa papelería existe, seguro que Mario conoce su paradero", dijo, más o menos. Me preguntó si lo conocía. Le dije que no, sin demasiada convicción. Entonces Víctor lo llamó, me presentó, y me alargó el teléfono.

Como suponía, la voz de mi interlocutor, pausada y hesicástica al principio, ganada poco a poco por la viveza y la ironía, después, era la de mi vecino de mesa. Hablamos durante una media hora acerca de Medina, cuyas cuitas con la iglesia Parajón conocía muy bien. Su generosidad con un desconocido —no fue hasta el final que le conté que habíamos compartido mesa aquella mañana— fue la de quien disfruta la certeza de poseer la llave tanto de lo anecdótico como de lo esencial, y no se priva de darle pistas de ambas circunstancias a su interlocutor.

Le pregunté sobre el hallazgo del Mozart ensayando su Réquiem y me contó jugosas anécdotas sobre los celos de Cintio Vitier y Lezama en torno a la primacía de su "descubrimiento". Comentamos también la génesis de las célebres conferencias sobre literatura cubana de Lezama, cuya edición en Cuba desconocía. Me hizo prometer que le enviaría ese libro y Narraciones de Tristán de Jesús Medina, la excelente antología de Roberto Friol, cosa que hice días después desde Barcelona a su dirección en Chinchón.

También me hizo prometer que leería su libro sobre Teresita de Lisieux. Durante los meses siguientes nos hablamos por teléfono algunas veces. Hablábamos de Tristán, de política española y de religión católica.


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